Entre qué bosque existir se puede,
liviano e ingrávido, inocuo al efecto
que en el prójimo todo existir implica.
Pues sólo se existe en los demás,
como se es la gota de agua entre
océanos de agua; la hormiga en su colonia;
la abeja en la colmena.
Oler, ver, gustar
a solas, jamás te completan.
Entonces claudicas ante ti. Tú, tu propio
juez. Tú, tu aceptación de tus grilletes.
Tú, tu propia ley física, rígida o elástica
con que te unes o devuelves al todo,
tras tus vanos periplos por los desiertos
del estar a solas.
Porque no hay abrazos en la luna para
ti ni labio cálido en la profundidad
de la cueva te espera.
Siervo eres entonces, consciente
y renacido, tras cada escapatoria.
Siervo anhelante de mandato o ley,
de vicio o de costumbres. Hoja de laurel
no para el sol en ti su brillo ni sombra
para el lúgano en estío, sino su aroma
sólo, propagado y múltiple, apagado
y difuso entre la grey.
Máximo eres cuando tu carne
se es en otra carne y solamente.
Ése es tu bosque.
Escasa luz.
Zarzas y mieles.
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