viernes, 24 de diciembre de 2021

 Te me vas.

Te me estás yendo

rebosante de luz a tus espaldas,

cargada de tardes claras,

como un verano lento.


Llueve.

Sobre las sementeras del campo 

va cayendo un agua inútil. Y en el reloj

sus agujas semejan

dientes de sable.

 El azul de la enfermera tiene cosa de mar

para mis rojos ojos cojos navegantes.


Yo no sé qué me dice ni me importa.


Yo estoy por islas de coral y tortugas centenarias. Tal vez de una palmera caiga

un coco y fecunde en la vecina isla. Tal vez descubra el fuego frotando dos maderas, o quizás cierta música en el trotar del ñu o en el de las gacelas.


El azul de la enfermera está plagado de horizontes que ella desconoce cuando me habla,

mientras yo sólo espero una botella con mensaje

llegando hasta mi playa.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

 Tengámonos cuidado: la razón nos acecha.


Tú que conmigo somos tan amplio y virgen campo,

huyámonos al reino del sueño entre amapolas.


Y volemos.


Por encima de axiomas. Más allá de la cifra.


No hay cálculo en tus manos. Que toda mi verdad se potencia en tus besos.

 Lata con agujeros llena de agua, sujeta en el extremo de una caña. Frazada, marmita, tentempié. 

A todo eso me sabe tu deseo.

Yo me pudro. Tú me riegas. Arropas. Nutres.

Me sostienes.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

 Un motivo del escribir es el del uso de la palabra como forma de perpetuar aquello que sucede a la manera de los fotógrafos: detener y agarrar lo maravilloso conscientemente seguros de que va a dejar de suceder, de existir. Aunque con una gran ventaja respecto a ellos: el escritor puede también "fotografiar" lo invisible y lo intangible. O lo que sí fue posible de ver y de tocar pero que el tiempo y el espacio lo han arrastrado a ese rincón de la memoria donde los hechos se transforman, aunque también por fortuna, inexorablemente en recuerdos.


Creo que no existe el presente en la escritura, como tampoco el futuro. Creo que todo escritor escribe siempre en pasado. No es presente siquiera esto que ahora escribo, pues he necesitado gastar un tiempo en desarrollar mi idea en mi pensamiento para luego plasmarla por escrito, como tampoco serán ya presente estas palabras una vez que las publique y alguien las lea. Así que lo de decir: "este texto está escrito en presente" es pura abstracción, es imposible hacerlo.


Hecha esta aclaración, quiero contar algo de mi presente actual, aunque haga ya días que sucedió. Quiero plasmar con mis palabras una imagen bellísima, uno de tantos tesoros que la vida insiste en ofrecernos, aunque también insista a la vez en darnos otro tipo de cosas que es mejor olvidarlas de inmediato, si se puede.


Pasaba yo el otro día junto a la Plaza de América, ésa que está integrada en el sevillano parque de María Luisa; la de las palomas y sus puestecillos de arvejones que compran los excursionistas.


No había mucha gente en la plaza: varios adultos, y un nutrido grupo de niños divirtiéndose de lo lindo, riendo y gritando alborotados con el típico divertimento que allí se acostumbra de ofrecer los arvejones a las palomas. Ellas, libres pero domesticadas, perdido todo miedo a los humanos, se abalanzan sobre aquel o aquella que en su mano enseña un puñado de alimento, que no por repetido a diario, y a la muestra está, les deja de parecer suculento.


Recordé entonces cuando yo también fui niño allí, la emoción del sostener una paloma en mi mano infantil, picoteando en mi palma, el escalofrío en mi espalda, mis ojos como dos flores regadas de rocío, en la afilada frontera en la que el llanto divaga entre el hacerlo por miedo o por alegría.


Algo, no sé qué fue, me sacó de pronto de mis recuerdos, como también los niños, los del presente del otro día, dejaron de reír y de gritar y de alborotarse. Repito que yo no sé qué pasó exactamente. El caso es que todas las palomas se elevaron a la par en vuelo, y formaron una especie de torbellino, una nube en espiral ascendente, ampliándose en cada giro. Todas al unísono. No hubo más ruido que el de sus aleteos. Incluso la luz espectacular del sol de Sevilla se vio eclipsada, más menuda, por aquel baile de sombras rapidísimas, individualmente mínimas, pero en conjunto poderosas como un ejército que avanza a la victoria pase lo que pase y caiga quien caiga.


Duró un instante. Me impresionó muchísimo y por ello lo escribo. Prolongo su existencia con mis letras, las cuales publico y comparto a modo de espejo que no sólo refleja sino que graba en su cristal los hechos ocurridos frente a la fatalidad del tiempo.

martes, 23 de noviembre de 2021

 Avenida de La Palmera.

Desubicado, mirando aquí y allá,

un podenco andaluz

por el paso de cebra.

Un podenco andaluz,

alejado del campo y dentro de la selva.


Perdió su rastro no sé tras cuánto tiempo, tras qué conejo, qué perdiz, tras qué vereda.


Un podenco andaluz 

por tierras sin lentiscos, 

sin jaras ni tomillos,

parece un anarquista en mitin de derechas.


La mujer del vehículo que hay delante de mí,

lo observa. Abre su puerta. Pone pie en la carretera.


Pero cambia el semáforo, y pita el impaciente, y la mujer, a la carrera, quita el pie de la tierra, cierra la puerta, deniega y acelera.


Y todos nos perdemos en la jungla de asfalto y nieblas de gasoil, a tumba abierta, tras nuestros propios rastros, mirando aquí y allá, como desubicados. Como asustados King Konges en nuestras respectivas Nuevas Yorkes. Como podencos andaluces por un paso de cebra.

lunes, 8 de noviembre de 2021

 Aún somos los mismos.


Y qué distintos.


Envidio a las castañas, el color de su piel, su aroma a campo eterno, sabor a primer beso.


Por una sola castaña resbalan mundos infinitos. Igual le ocurre al granado y al madroño.

 Cuando yo era chico tenía un vecino en mi calle un tanto especial. Bueno, mucho más que un tanto, para ser sincero. Usaba unas gafas de sol de cristales verdes, que a mí me recordaban a las de Videla, aquel "simpático" general argentino, aunque yo a Videla siempre lo vi en blanco y negro.


Mi vecino no era un asesino, pero estaba algo pallá. Jugaba al ajedrez, aunque con sus propias reglas. Los movimientos de las piezas tenían que ser según dijese él, así te hubieses leído todos los manuales sobre el juego. Y no había quien lo contradijera. Lo que él decía era lo que tenía que ser. Tampoco era mi calle un nido de intelectuales que se dijera. A casi nadie le gustaba el ajedrez, preferían las cartas. De esta manera mi vecino lo tenía mucho más fácil para ganarle a cualquiera.


Mi vecino tenía un rictus "perennemente serio". Nunca lo vi reír, y creo que ni sonreír siquiera. Tenía un Seiscientos color chocolate. Caminaba más erguido que un lápiz por mi calle, que ya tiene su mérito. Porque mi calle era lo más parecido a esas pistas de saltos de esquí que antes salían en televisión cada primero de enero, cuando había más nieve y las navidades eran mucho más navidades.


A mi vecino se le ocurrió un buen día comprar un terreno. Tenía en proyecto construir una nave ganadera. Todo estaba perfectamente planificado en su cabeza, como merece cualquier proyecto. Una de las cosas más en común que existía en mi calle era que los presupuestos de las familias siempre andaban todos muy justitos, lo cual tuvo de primera hora en cuenta mi vecino. Nada de préstamos, se dijo (y muy bien dicho), todo lo haré yo mismo. Yo excavaré a piocha los surcos de la cimentación, yo haré mis propios ladrillos, yo levantaré las paredes, yo buscaré las chapas para el tejado, y cuando esté todo listo, iré de aquí para allá buscando las mejores vacas de selección. Mientras llevo a cabo el primer segmento de mi proyecto mis hijos se irán criando. Llegarán sanos y fuertes y justo a tiempo para empezar a ordeñar, a dar de comer, a repartir de calle en calle la leche de mis vacas con mi Seiscientos marrón.


Qué bonitos son los sueños, qué dulces. Y qué agria y fea la realidad.


La nave la construyó, y tal como lo había previsto. Ole los huevos de mi vecino. Pero se topó con Industria. Que yo esa palabra creo que ya la había escuchado antes, y que más o menos la comprendía. Pero escuchada en boca de mi vecino, con ese rictus, y esas gafas de Videla, me sonaba distinta. Era como si el significado de esa palabra pasara de ser simple a poderoso, qué digo poderoso, pasara a ser dios, o diosa mejor dicho.


Yo ya no me preguntaba qué es industria, o la industria. Sino quién es Industria.


Y como no encontraba respuesta oral, posiblemente porque tampoco me atreví a preguntarlo dada mi timidez, perenne también como el rictus de mi vecino, comencé a imaginar quién era esa Industria de la que mi vecino hablaba.


Así que la vi como una diosa griega. Como una estatua gigante de mármol. Un pelín provocadora. Cabello largo y de rizos. Turgentes senos bajo la túnica. Sensuales labios. Mirada esquiva. Firmes muslos. Esbeltos tobillos. Lindas sandalias. Aristocrática. Omnipotente. Mi diosa Palas Industhria. Un brazo caído, lacio, y en su mano, una caja de herramientas. En la otra mano, erguida, tensa, en lugar de antorcha o lira, un manojo de billetes. 


Maldita la hora en que escuché que Palas Industhria no era más que un organismo del Estado. Un lugar de papeleos y donde se dan permisos y hay gente con muy mala cara y bostezos y máquinas de café arrinconadas.


Palas Industhria de pronto pasó a darme asco. Le había negado a mi vecino el permiso de enganche eléctrico. Yo me derrumbé un poco. Pero mi vecino siguió insistiendo. Y tan pesado se puso que al final se lo dieron. 


Pero sus hijos crecieron, y le dijeron al padre que nanái de vacas. Y dijo el padre: pues entonces cabras. Y allá que compró unas trescientas. Arrendó algunas fincas, cambió su Seiscientos por un Cientoveintisiete, mucho más coche, dónde va a parar. Pero dos años duró el negocio. Peleas entre hermanos, lo típico.

 Una dedicatoria en la primera página

de un ajado libro.

Dos o tres fotos en el teléfono móvil

que yo no sé decir cuántos megas de memoria ocupan.

Cerrado tengo el libro junto a mí, y el teléfono apagado.


Y apenas hace unas horas... usted conmigo, yo con usted, hablando juntos.


Es así, como usted bien decía: el tiempo nos castiga.

Ya ve. Hace unas horas, repito, me firmaba un libro, mi viejo libro, su libro.

Hace unas horas, insisto, me preguntaba mi nombre, le recogía su bastón caído al suelo, y usted buscaba su pluma por los bolsillos, y me contaba de aquel frío que pasó en Córdoba hará treinta y dos años, y de la escritura como una buena amiga, y de cambiar su León por Sevilla.

Hace unas horas, como digo.


Hace unas horas, perdón si desvarío, quise romper todos los relojes del mundo.


De usted he sabido quizás mucho. Más que de Dios, se lo aseguro. Pero jamás supe de su mujer. Tierna mirada de abuela sobre la mascarilla. "En León... hace sol todavía. Y estamos en octubre." Cansada mirada de mujer mayor. Débil voz. Bastón. Torpeza. Lentitud. Pero a su lado aún, Don Antonio. A cientos de kilómetros de vuestra cama y de vuestra mesa. Apurando con usted, compartiendo con usted, todavía ahí, después de ya casi todo, después de ya tanto de tanto, hasta el punto final de los finales de todos sus poemas.


"Si usted escribe, y siente que su vida en algo, aunque sea mínimo, es mejor, no le pidamos ya más a la escritura", tampoco lo olvidaré mientras viva.


Don Antonio. Déjeme decirle una cosa: usted, en aquel banco sentado, era un hombre, y nada más que eso. Usted, no sé cómo lo hizo, me desnudó su disfraz de ídolo. Yo no sé bien cómo sucedió. Hablábamos del tiempo, como con cualquier desconocido. Usted llevaba audífonos, y yo no estaba nervioso. Nuestra conversación era fluida. Normal. Común. Y creo que se hubiese alargado de no haberse empezado a llenar todo de corbatas.


Media hora primera de palabras vacías, vanas, de elegantes cumplidos, pero fríos, distantes. Mientras, usted, a lo suyo, a callar, a aguantar el chaparrón, a esperar su turno. Y a leer luego por fin. A recitar. Que para eso vino. Y a eso fuimos. A ESCUCHAR A USTED. Media hora segunda de palabras profundas. En directo. Ya no eran vídeos. Su voz desde sus pulmones en el mismo aire que compartíamos.


No, hoy no eran vídeos. 


Don Antonio, usted es sencillo. Usted es un hombre, simplemente. Pero también es profundo, muy profundo, y aromático y extraño, como los claveles. Tan extraño y enrevesado y tan normal y doméstico como los claveles. 


Es posible, es muy posible, creo, que usted y yo no volvamos a estar juntos.


Su firma, sobre mi viejo libro, su libro, la toco y está fría.

Y apenas hace unas horas.


El tiempo nos castiga, como bien dijo.

 A veces mi cabeza es un desierto,

una noche de enero donde cantan

los grillos del silencio.


No es un estado anímico,

ni lo puedo entender como acto voluntario.


Es todo lo contrario. La quietud

se aposenta en mis entrañas.

Ni siento ni padezco. No poseo.


La noche pinta en bastos,

y entonces es así como sucede:

de repente echo en falta a los gorriones,

o acaso algún murciélago,

y libro a mis oídos buscando ese sonido

que motive mi sangre y la deshiele.


Y de pronto los trigos allá lejos, y los ríos

naciendo como nuevos, como nuevos fluyendo;

la casa, el pan, el vino, el plato, el beso;

y un ruido de polluelos dentro de mi cerebro.


Confusos garabatos sobre el papel en blanco 

simulan universos, un gato, un puercoespín, 

las huellas de algún lobo solitario y hambriento, o el viejo mapa párvulo

de islas con tesoros.


No hay lugar a la pena y me sincero:

volver a oler a espliego es todo mi deseo.


Sobre las altas cumbres, donde enloquece el tiempo,

y es tan distinto el cielo,

me guiña un ojo el viento.

domingo, 5 de septiembre de 2021

 Hace días hablé aquí sobre mi descubrimiento de un poeta japonés, Masaoka Shiki. Pura casualidad. 


Investigué su biografía, leí alguno de sus haikus, forma poética en la que está considerado entre los cuatro mejores escritores de la historia. En fin, lo típico en mí, mis apasionadas investigaciones cuando encuentro algo que me interesa, y que ya las considero algo así como un vicio.


Pero es que la vida a veces te incita al vicio. Cuando ya tenía un poco olvidado a dicho poeta, al pasar por la puerta de una librería veo un libro de haikus en el escaparate. Su autor: Masaoka Shiki.


Y yo que me había vuelto a jurar que ese día no iba a comprarme ningún libro, bastante que tardé en romper mi propio juramento.


Pero me alegré, porque a veces los descubrimientos vienen como en cadena. Primero descubrí al escritor, luego que era autor de haikus, y de los mejores, luego descubro un libro suyo en un escaparate, y eso me impulsa a entrar en una librería en la que nunca estuve antes. Una maravilla de librería. Allí puedes no sólo comprar libros, sino leer algunos gratis de una estantería, devolviéndolos luego antes de irte, obviamente; no es una biblioteca pública, pero te ofrecen esa posibilidad. Hay sillones apartados donde sentarte a leer, y tomarte un café, porque también venden café, o una copa de vino. El establecimiento es una mezcla entre librería, cafetería y biblioteca. Se llama librería Caótica, está en la calle José Gestoso, al lado de la plaza de la Encarnación, en Sevilla. Además uno de los dueños es un famoso concursante televisivo. Participó en Pasapalabra y en Saber y ganar. Yo sabía de antes de ese concursante, y que regentaba una librería en Sevilla, pero no sabía que era ésa.


En fin, que más contento que un rucho salí luego de allí, ya casi de noche. De hecho la librería ya la estaban empezando a cerrar cuando yo entré.


Y lo que vengo a contar ahora es esa otra literatura incomparable a la que intentan parecerse todos los libros: se llama calle, o campo, o cielo, o gente. Se llama realidad. Y en realidad, ésa es mi literatura preferida. 


Al pasar por calle Sierpes todos los negocios estaban ya cerrados. Una mujer sentada en un taburete tocaba en un acordeón música argentina, milongas creo, no tangos. Más adelante, delante de mí, caminaba un muchacho rebuscando aquí y allá en las bolsas de basura colocadas a las puertas de los establecimientos, bolsas que desataba, buscaba dentro, cogía algo o no, y luego volvía a atar educadamente. También lo vi coger alguna colilla apagada del suelo. En la avenida de la Constitución un hombre tocaba blues con su guitarra, y una ristra de muñequitos de papel parecían bailar al son de la música amarrados al altavoz. En la Puerta de Jerez varios muchachos hacían acrobacias en sus bicicletas. Pero lo mejor fue en calle Betis. El río. El Guadalquivir verdinegro. Las luces reflejándose en él. Esa calma. Me senté luego en un banco sobre el puente de San Telmo. Pude ver, por vez primera en mi vida, el dormir de los peces. Estaban prácticamente a flote, parados, parecían muertos, pero no lo estaban, a veces se movían un poco, como hace cualquiera en su cama. Había decenas. Tantos como haikus invadiendo mi cabeza. 

martes, 31 de agosto de 2021

 Cuando llego a mi infierno

siempre estás en la puerta

prohibiéndome el paso.


Eres tú quien consigue

devolverme a los pájaros,

a la noche estrellada,

al limpio manantial,

a bucólicos prados.


Cada mayo es la ofrenda

que yo te doy a cambio.

 Muchas mañanas tengo

en que ya ni desayuno.


Porque mi hambre es de otra cosa.


Ningún panadero o pastelero

puede ofrecerme

el olor único

de aquellos marbellones, gitanillas, jazmines de mi infancia.


Tan sólo algunas veces

volví a encontrarlo 

en tus labios, 

y me sacié con ellos.


Pero el hambre se repite a diario como el sol o la luna. 

El hambre es incesante como el mar 

o la perpetua probabilidad 

de estar a punto 

de que se desencadene otra guerra.


Y tú también te me has vuelto lejana.

Como la paz sin miedos

o aquellas macetas de mi infancia.

viernes, 27 de agosto de 2021

 Villancico de Juan Del Enzina

(hacia 1496)


Oy comamos y bevamos

y cantemos y holguemos,

que mañana ayunaremos.


Por onra de Sant Antruejo

parémonos oy bien anchos,

embutamos estos panchos,

recalquemos el pellejo:


que costumbre és de concejo

que todos oy nos hartemos,

que mañana ayunaremos.


Onremos a tan buen santo,

porque en hambre nos acorra;

comamos a calca porra,

que mañana ay gran quebranto.


Comamos, bevamos tanto

hasta que nos reventemos,

que mañana ayunaremos.


Beve, Brás, más tú, Beneito,

beva Pedruelo y Lloriente,

beve tú primeramente,

quitarnos has deste preito.


En bever bien me deleito,

daca, daca, beberemos,

que mañana ayunaremos.


Tomemos oy gasajado,

que mañana vien la muerte,

bevamos, comamos huerte,

vámonos cara el ganado.


No perderemos bocado,

que comiendo nos iremos,

y mañana ayunaremos.

 A diario voy perdiendo alguna cosa.

Unas porque se me mueren, y otras porque se me marchan. Y a veces no hay lugar

para enterrar tanta lágrima.


Yo quisiera ser cántabro, o de Zamora,

astur o leonés,

de Palencia o navarro.


De allí donde las cosas son de piedra,

y además tan bellas.

De allí donde las cosas tanto duran,

como si fueran eternas.


Mi sur también es bello,

no lo niego.

Pero inconstante y pendiente de la ruleta del tiempo, todo el tiempo.

La vida no vale nada ciertas veces

por las tierras del sur. Os lo juro.


Yo amo mucho a la vida.

Y yo no quiero una vida de feria y de artificio y de rocío que el sol con mínima fuerza evapore.


Yo quisiera ser capitel o canecillo 

de una sencilla ermita románica,

perdida entre montes y olor a espliego.

Yo quisiera enfrentarme a la muerte 

con grotesca expresión en mi cara 

labrada sobre material granítico.

Yo no quiero ser fuego en verbena,

sino piedra con arte en el tiempo.

jueves, 26 de agosto de 2021

 Sobre mis manos unidas

formando cuenco

caen tus chorros

de palabras frescas y transparentes.


Y es una luz de oro lo que mi corazón traspasa al beberlas.

 Tengo una gata que vive en los tejados.

Hace años que mi gata vive en los tejados.

Ya ni recuerdo si alguna vez la vi pisar el suelo.


Mi gata me maúlla desde sus tejados al oírme llegar, y yo le ofrezco agua y alimento subiéndome a una vieja escalera de madera.


Mi gata es huraña, y por mi mano al menos nunca permitió ser acariciada.


Pero mi gata me maúlla si me escucha llegar, y yo le doy su alimento y su agua.


Si algún día no la escucho maullar cuando llego, siento un vacío, o más bien un dolor. 


Mi gata es huraña, pero sus maullidos son la única cosa capaz de llenarme ese vacío o quitarme ese dolor.

 A veces me paro y me siento

a contemplar nuestras artesanías,

como si me parase y sentase a contemplar un alfarero pringado de húmeda arcilla frente a su torno de pedal, o un herrero en la fragua que el fuelle incesante invoca.


A veces me paro y me siento

a mirar las maravillas que tú y yo en unión creamos con el barro y el hierro de nuestros corazones.

 Esta tímida luz apenas perceptible,

pequeña resonancia rutilante

abriéndose camino entre las grietas

de las altas murallas de un amor derruido.


Este eco apocado, silencioso,

vestigio arqueológico de un tiempo

mejor iluminado y más sonoro.


Este herido soldado 

surgiendo de repente entre las llamas

no dando por perdida la batalla.


Este lobo amansado, vestido de cordero,

(que aúlla ciertas noches, yo lo escucho,

con hambre de tu piel y de tus besos).


Esta huella en el aire (yo la huelo)

tiene olor a té verde y a jazmín.


Esto que, sencillamente,

ahora titulamos de amistad.

 TODA VÍA ES BUENA TODAVÍA (entremés en dos actos)


Acto primero.


Esta tímida luz apenas perceptible,

pequeña resonancia rutilante

abriéndose camino entre las grietas

de las altas murallas de un amor derruido.


Este eco apocado, silencioso,

vestigio arqueológico de un tiempo

mejor iluminado y más sonoro.


Este herido soldado 

surgiendo de repente entre las llamas

no dando por perdida la batalla.


Este lobo amansado, vestido de cordero,

(que aúlla ciertas noches, yo lo escucho,

con hambre de tu piel y de tus besos).


Esta huella en el aire (yo la huelo)

tiene olor a té verde y a jazmín.


Esto que, sencillamente,

ahora titulamos de amistad.





Acto segundo.


Quizás hemos caído de repente

en un trato servil y comercial,

en el cordial saludo con membrete fecha y sello de una carta oficial.

Quizás nos hemos vuelto (ya sé que por necesidad)

demasiado burócratas para con nuestro afecto.


Pero estamos en pie, todavía, sobre océanos de sol 

cuan buenamente inventamos,

de continuo y unidos aún hacia la orilla

de nuestra codiciada Ítaca.


Y qué lindo y qué Benedetti es saberte ahí, todavía.


Yo componiéndote versos, todavía, y tú, todavía, tejiendo cotas de malla contra mis desdichas.

 También tendrá su gloria

este infierno de estío,

de estación y pañuelo,

de barco y vela henchida.


Ya sé que tu mirada,

tan réplica de nieblas,

de vapor y naufragio,

será reina en mi otoño.

 ALLÍ


Donde nadie me ve,

donde nadie me oye.


Allí, donde tanto te lloro,

qué amplitud de significados,

qué abismo de comprensiones,

qué lejanas las dudas.


Lugar que tanto temo,

y que a la vez tanto añoro.


Allí, tan girasol.

Allí, tan golondrina mutilada.


Allí, tan grande;

allí, tan vida.


Pero qué soledad.


Desesperadas mis manos

van al aire que ocupabas,

sin admitir su orfandad.

 Me estoy secando tanto,

que si digo ilusión

el viento me responde 

pavesas de rastrojos.


Me estoy perdiendo tanto,

que si digo montañas, 

manantiales, almendras,

el limbo del presente 

aprieta mi garganta,

y apenas si consigo 

componerme inocentes 

figurillas de vaho 

en los turbios cristales.


Pero si digo amor, 

tu nombre, cierta fecha,

retoño y me reencuentro.


Y como el viejo cuento 

de las judías mágicas

gigante enredadera, 

loca de primavera,

crece tras mi ventana.

 Existo tras tu espalda 

como un ser invisible,

como un viento apacible

que acaricia tu nuca.


Distraída pareces

en recuerdos antiguos.

Son canciones lejanas

que soplo en tus oídos.


Si acaso te giraras,

mi alma encontrarías

libando en tus lunares

como una mariposa.


Pero tú no me ves.

En aires de jazmín

y en el agua más clara

aprendí a diluirme.

 Dicen que una hormiga se extravió 

en la frondosa espesura

de la rama de un árbol.

Allí enloquecía de soledad y desamparo.

El tronco se convirtió para ella

en un lugar soñado,

pues por más que lo perseguía y buscaba

la selva de hojas le impedía alcanzarlo.

Una tarde de tormento

cerró sus ojos doloridos por el llanto,

y se dispuso a pensar con el corazón,

pues su cerebro estaba agotado.

Y pensó y pensó solamente amando.

Y le ocurrió algo así como sagrado.

Allí dentro de sus ojos halló una luz,

luz que iluminaba un mapa,

mapa que era el dibujo de aquel árbol.

Memorizó la hormiga aquellos trazos.

Y caminó con los ojos cerrados.

Y al abrirlos hallose en tierra firme,

liberada de aquel maldito árbol,

junto a los suyos, junto a los seres

que en su corazón vio que habitaban.

Así fue la verdad de esta historia,

aunque parezca tan mágica.

 LO QUE ME PASA


Cómo hacer entender que hay un mar invisible 

en las plazas antiguas, en columnas de piedra, 

en paredes de cal, en estatuas de mármol,

mosaicos de cerámica vidriados en Triana.


Cómo hacer entender que lo de allí

es un líquido aire, 

una especie de espíritu Neptuno, 

un tritón con escamas que a unos ojos hundidos 

en espesas nostalgias los reflota y rescata.


Cómo hacer entender lo que me pasa cuando esa fuerza acuática me alcanza, 

a paso de relámpago, brillante luz solar 

resbalando por sus trenzas de algas.


Cómo hacer entender cómo mi carne 

pierde peso al instante,

cómo agita su pulso adormecido

y se transforma, 

se torna inmaterial, 

apenas si es un trozo de madera

que vuelve a resurgir de entre las aguas.


Y mi alma, ya hermanada en los siglos,

desligada la red y todo ancla,

respira libertad por cada branquia.

 Cansado, te has sentado sobre un banco

al borde del camino.

Es un camino en altura,

y estrecho,

de escaso tránsito.

Tan cerca estás de las nubes,

como del valle y los humanos.

Si un balido alcanza tus oídos

ya no sabrás discernir entre la realidad y tus recuerdos.

Si un amasijo de plumas sobrevuela por encima de tu cabeza,

tal vez desearás, más que nunca deseaste,

ser pájaro.

Alcanzar por fin la cima, ágil y rápido, como las olas de los océanos.

Mientras tanto aún te asombras de la fuerza de las flores que crecen en los barrancos,

su condición telúrica en extremo, el afán de sus raíces, la delicada belleza de sus pétalos. Todavía para ti. Llenas de rabia y amor. Como tú, aún viviendo. Como tú, ignorando el tiempo. Como tú, tan joven y tan viejo. Como tú, sentado, cansado sobre el banco, entre azules y verdes, del negro al negro atravesando la fugacidad del blanco.

 CÓMO ES DE DULCE EL RECUERDO, QUE ES AMARGA LA VERDAD. CUANDO TODO SE OSCURECE, SIN EL RITMO DE TU LUZ. 


Tengo las uñas crecidas hacia adentro

de tanto trepar vertiente abajo.

A mi espalda sujeto un paraelevaciones,

porque el cielo que procuro está en lo hondo.

Me visto para bañarme y me arropo con hielo en el invierno.

Me como el pan con cuchara, los gazpachos a mordiscos.

Soy el morisco cristiano que a Buda ofrenda jazmines.

Todo al revés, todo mezclado y confuso.

Soy como veleta bien engrasada en la espadaña de los mil vientos. 

Pero a veces vienen a mí y se me posan golondrinas, que son unas aves extraordinarias, intrépidas en su vuelo, y les busco con ahínco y apresura su palabra correcta, como quien da su vida por indicarles el camino exacto a los peregrinos perdidos en una encrucijada de caminos, como el sembrador nieto de los antiguos abuelos pobladores de la tierra, que mi palabra lleven en sus picos igual que semillas longevas, que yo haré multicolor tapiz sobre el suelo retráctil de mi memoria con las hebras sagradas de sus sombras.

 Tengo un solo rosal. 

Un solo rosal me queda.


Pero el rosal me aguarda. 


Cada mañana el rosal me espera

para mostrarme sus rosas nuevas.


Mi corazón es una nube vieja.


Mi corazón ya sin agua 

para tanta rosa nueva.

sábado, 19 de junio de 2021

 Clara fue la sentencia:

Ganarás el pan con el sudor de tu

gente.

 CASAS


Mi primera casa era un ring de boxeo

donde pugnaban entre sí lágrimas contra el sol y otras estrellas. En ella descubrí la luz y el barro, el mar, la sierra, el aire, la hoja seca.

Mi primera casa era también un barco

donde viajaba mi deseo, era un triciclo pedaleando en cueros, era macetas y azotea, era un balón de plástico, un abuelo, caramelos de menta. Era la cara suave de mi madre, las manos ásperas de mi padre, su ronca voz y su tierno corazón que descubrí muy tarde.

Mi primera casa era un microscopio y un telescopio, era el universo y era las alas de una mariposa, o la hoja de un sauce, pero también era unas gafas rotas.

En mi primera casa la imagen del mundo era transparente y cariñosa, pero quebrada y cortante, igual de cruel que dadivosa.


Mi segunda casa es una amnistía, un tratado de paz, un país libre, una tierra virgen.

Mi segunda casa es un barco llegado a buen puerto, a una isla misteriosa de paz y bien con su tesoro a flote.

Sus nativos no comprenden por qué a veces mis lágrimas, pero me abrazan.

Y compartimos sol y otras estrellas, paseamos junto al río, 

hacemos fuego y comemos en unión.


Pero mi barco avanza.


En mi tercera casa no habrá techo ni cielo, sol ni lágrimas.


Procuro encontrar fuego cada día, decir te quiero sin escuela, seguir llorando, en lucha contra el sol y otras estrellas.


Mi barco avanza.

Mi barco avanza.


Estoy exhausto.


Necesito engañarme con nuevas primaveras.

 Todo mi desuniverso

se me ordena y concentra cuando abrazo a mi hija.


Yo no sé si ella sabe de toda esa potencia concentrada y ordenada que de mí recibe.

Es todo un mundo eso que le doy.

Todos mis misterios, toda mi impotencia.


Pero también es sencillo, como el común clavel, esa extraña y bellísima flor aromática de pétalos tan prietos. 


Soy el mar y soy el cielo, Whitman y Lorca, cuatro estaciones, montaña y edelweiss, arcoiris, río y viento cuando abrazo a mi hija.

 Hay poemas tan bellos, versos tan hondos,

que en ocasiones, al terminar de leerlos, beso la hoja del libro

en el que están impresos.

Y cierro el libro luego. Y cierro mis ojos despacio.

Toda la hermosura del mundo está en ese momento dentro de mí.

Es muy potente el asunto. Parezco una granada madura, o el capullo de un geranio en un patio cordobés, o un poeta de infantil rango que acaba de descubrir el mar.

 CUENTO DEL BORRACHO AGNÓSTICO


Se volvió tan supremo y exquisito,

que de puro coraje

parricida la tierra secó todas las viñas.


Menuda canallada, piensa él,

mientras la lluvia arrecia

detrás de las ventanas.


Pura sangre de Cristo, sueña él,

fuese ese agua.

PATIO ABANDONADO


La perfección del patio en su abandono.

¿Abandono? Abandono es libertad.

Mirad en vuestras calles por ejemplo

cómo insiste la hierba en las aceras.

Mirad cómo se yergue reiterada 

bajo el peso de piedra en que naufraga.

¿Naufragar? Naufraga el asesor, el contable,

el comerciante.

Naufraga el jardinero, el músico, el poeta.

Naufragan los astrónomos, los magos, los amantes.

Pero la tierra nunca.

La tierra es como el mar, como el mar indomable,

como el mar caprichoso que alza islas, 

vergeles, paraísos

que más tarde mantiene 

o vuelve a sepultar a su albedrío.

La tierra es de volcán y corriente tectónica,

de glaciar y tormenta, de octubre y primavera,

jamás de anhelo roto y labio huido,

de fría madrugada de insomnio y desvarío.

En qué despeñadero de qué desilusión, decidme,

bajo qué lápidas de amor ausente,

cuándo, quién puede asegurar un sí, fui yo,

aquel que vio llorar la tierra un día.

lunes, 10 de mayo de 2021

 Pero el cielo no me basta, ni su color cambiante ni sus huéspedes las nubes.

Tampoco el viento, ni pájaros, ni árboles.

Ni el río adormecido, paño de llantos para el sauce, ni el catre de la luna que es el mar.

Para que el cielo sea cielo, nube la nube, río el río, ancho y blando el mar, necesito algo más.

Necesito decirlos, escribirlos, expulsarlos después de devorados. Volver a dotarlos de identidad pero ahora salpicados por aquí y por allá de minúsculas partículas, pedacitos de azúcar arrancados en las cuevas de mi espíritu.

miércoles, 5 de mayo de 2021

 Me parece que en lo práctico no sé si voy a dar mucho más de sí. En cambio en lo no práctico, en las cosas que nunca serán reflejadas en un extracto bancario, quizás pueda aún hacerle sentirse rico a alguien. Por un lado estoy agotado, exprimido; por otro soy un tallo virgen, y no sé cómo expresarlo mejor, que no serán como de algodón mis cabellos de aquí a unos años, sino exactamente algodón. Los deseos se confirman si en ellos se insiste a la larga. Yo nube quise ser durante mucho tiempo, playa serena u olor a mejorana. En verde noto cómo me estoy volviendo lentamente, aromático verde a los pies de mi sierra, en dulce playa antigua que bañó estas tierras, en alta nube gruesa de algodón y gracia etérea.

 Estoy aquí, tranquilo, en mi taller, la puerta del patio abierta, dibujando, haciendo planos, y escucho una tórtola arrullando cerca. 


No puedo concentrarme en mi trabajo. 


Compruebo que el ruido dulce y sereno también puede alterarte como lo hace el ruido de mucha gente concentrada, por ejemplo una manifestación, o los motores de muchos vehículos juntos. Pero este ruido, aunque me arranque del deber, me lleva a otros lugares y estados tranquilos. La tórtola, sin ella saberlo, me está transportando al cerro, a sus laderas entre pinos, a sus bancos metálicos y verdes, a ver mi pueblo blanco allá abajo, entre ramas, bajo un cielo muy azul, y paseantes con perros, y patios de casas viejas, y tendederos de alambre y sobre ellos secándose la ropa. La tórtola sin saberlo trae con su arrullo a mi mirada perdida en la pared el azul y el rojo y el amarillo de unas flores diminutas de ciertas plantas sembradas en los arriates de las laderas del cerro, así como el olor del romero y el de la lavanda. No le hace falta tampoco a la tórtola esmerarse mucho en su canto para que en mis oídos suenen las campanas de la iglesia de los frailes, tocando al Ángelus, y escasamente después lo hagan las de Santa Clara.


La tórtola persiste. Pero yo debo seguir con mi trabajo.


Así es la vida, así es el tiempo que nos arrastra, lento, pero no para.


Tendré que acercarme a mi casa para coger mis gafas de cerca. Antes de que apareciese la tórtola ya se me torcían las líneas de mis dibujos. Ahora noto que la cosa en mis ojos se ha puesto peor.

lunes, 3 de mayo de 2021

 Si comprenderme quieres

no hagas caso a las lógicas del mundo.

Ese mundo tan tuyo como mío

que adoctrinarnos quiere

con sentencias, palabras, tan necias como estúpidas.

Si comprenderme quieres

te invito a hacer periplo junto a mí sobre mi barca

por las costas en niebla del misterio,

por donde yo viajo habitualmente.


Allí comprobarás

que no hay palabra ni sentencia clara,

que todo es nebulosa, tierra ignota.


Mas entre tú y el mundo,

mas entre el mundo y yo,

mas en nosotros juntos otro mundo 

más claro y más preciso resurgió.

Lo afirma mi recuerdo si la tarde se nubla,

si hace frío en mis labios,

si mis ojos se cierran

y aún no estoy dormido.


Y entonces, sólo entonces,

la niebla se disipa. Sólo entonces

sinónimo es mi nombre

de playa nunca hollada,

de jardín florecido en malvaviscos.

domingo, 2 de mayo de 2021

 Tractores ruidosos 

pasan por la carretera

a su labor diaria. 

Pájaros pían, aletean, 

emigran en bandada 

buscando el arroyuelo y la semilla. 

Vuela de nuevo cada abeja a su flor, 

hacia su piedra cálida andará la lagartija

donde embriagarse de sol y sortilegio. 

Esquilas suenan, esquilas y el torrente de voz del cabrero a su perro, hacia la cabra necia que

hambrienta se adentró en el sembrado ajeno. 

El día se derrama 

como volcado cántaro lleno de luz. 

Maduran lentamente las almendras 

y los trigos. 

Se colman los pesebres de verdor, 

la savia de las plantas huele dulce, 

la sangre de las plantas huele a fuente de fe aliñada entre aromas. 

Y es fe segura. 

Toc toc. 

Será el verano, que tras la puerta anuncia nuevas noches serenas 

en cónclave de estrellas claras 

y de lunas llenas. 

Largos son, diría sin fin, 

los cabellos trenzados de los sueños. 

Polilla nueva seré de nuevo, 

polilla huérfana que amor encuentra 

en los rayos de luz de la libélula.

 Lejanas golondrinas, ajenas en su vuelo,

sobre los tallos verdes soliviantan recuerdos.

De repente y confuso el río caudaloso

galopa dando brincos de quebrado cristal,

y en delicado rosa transforma las adelfas.

La hormiga se despierta, enfiébranse las bestias, 

y un zumbido de fondo, como de abejas,

cercena la neblina de la tarde lluviosa.

Entre irisados montes,

por debajo del arco de los siete colores,

piaras de ganados pacen tranquilos.

De la flauta de hueso del pastor

brota una melodía que a la gloria del cielo, por entre nubes rotas de gigante algodón,

directa se encamina.

Mas tu rendido ánimo procura 

la vieja senda hacia el cortijo viejo,

soledades de campo, eras sin trigo.

Fuente sólo es tu sangre para salvaje higuera

creciendo en los corrales del olvido.

martes, 27 de abril de 2021

 De todos los fenómenos atmosféricos que el cuerpo humano es capaz de percibir, yo me quedo con el de la lluvia. 


Quizás mi elección se deba en parte a esa particular característica que tiene la lluvia de poder ser (aparte de olida, vista u oída) tocada. Incluso gustada, o degustada: alguna vez abrí mi boca bajo la lluvia, directa desde el cielo, no desde las canales, pues éstas le dan un sabor a cerámica, a verdín o a metal que no me gusta. Abrir mi boca y saborear la lluvia tal cual, y luego imaginar que lo que moja mi lengua, húmeda de por sí, son lágrimas de ángeles o sudor de dioses obreros construyéndonos sin parar, a pesar de los pesares, ese mundo de ensueño que por amor a nosotros llevan siglos y milenios intentándolo.


Al frío también puedes tocarlo, pero no verlo. Puedes ver la nieve o la escarcha sobre diferentes objetos, pero no el frío en sí, pues no tiene cuerpo. De igual modo le ocurre al calor, derritiendo la nieve o la escarcha o elevando el nivel del mercurio en el termómetro, pero jamás podrás ver su figura propiamente, porque no la tiene. Tampoco el viento, por más que zarandee las ramas de los árboles y arranque sus hojas marchitas en otoño, ondee esos trapos de colores y símbolos a modo de banderas en épocas de guerra y patriotismo, el cabello del enamorado, la petunia en primavera, o la espiga del sembrado en el verano.


En cambio la lluvia sí es palpable. La lluvia tiene cuerpo. Es así. ¿O no? Hay que estar muy ciego para no tocar la lluvia, por muy ciego que estés.


Aunque lo que más me gusta de la lluvia tal vez es otra cosa; algo que en sí no tiene que ver con lo físico. Me refiero a su olvido o inconsciencia voluntarios.


Ella sigue, insiste, persiste en seguir mojando el mundo. Ella pone de su parte todo lo que está en su poder. Poderes muchos y diversos hubo sobre el mundo. Pero aún dependemos del milagro del trigo, del centeno, de la avena, del maíz, del pan que nos otorga día a día. Del necesario pan diario. Pan nacido de la tierra, mojado por la lluvia.


Por igual cae la lluvia sobre todos nosotros. Para todos por tanto y por igual ha de servirnos la lluvia. Inconsciente lluvia, olvidadiza lluvia. Amada y hermosa lluvia. Tu corazón es más grande que esta maldita tierra que todavía fecundas, de esta tierra habitada por hombres que no escarmientan, a pesar del dolor, a pesar de la sangre, del odio que a nada bueno conduce. Y tú ahí, en la nube todavía o ya en el charco, igual de pura como al inicio. Siempre dispuesta a amarnos.


Bendita lluvia, a la calle me voy, necesito tocarte. Vuelve el hombre a perder sus papeles en la tierra, si alguna vez los tuvo. Lluvia sanadora, te preciso, lo mismo que a su madre un niño. Empápame y camufla mis lágrimas en las tuyas.

martes, 20 de abril de 2021

 Porque sé de tus labios

no temo a la sed del día,


porque tu nombre aún retumba en los barrancos,

porque tu pelo, porque tus manos,


porque estelas dejaste en el viento

así como alimento hincado en las floridas pitas

puedo atravesar los desiertos todavía.


Pero es horrible la noche.


En la noche no hay veredas.


La noche es una gruta de antorchas extinguidas.


Memorias tiene la noche, déjame que te diga,

que son como alimañas de afiladas uñas.

jueves, 15 de abril de 2021

 En la casa abandonada

el silencio y los espejos comparten secretos

que esconden y callan.

Estira la gravedad roídas cortinas desdibujadas sobre baldosas quebradas.

Esparce sus desiertos el polvo por rincones, anaqueles, muebles, cachivaches, cuadros con estampas.

Como un salmón avanza mi memoria al revés de la corriente.

El tiempo de repente es un funambulista

sobre una cuerda panda.

Apenas me atrevo a tocar. Piso como volátil, ingrávido, cosmonauta.

Más allá de la cocina, detrás de los pestillos de la puerta que descorrer no quiero, salvaje, pura, en el patio, sobre la tierra firme aún estará la parra, un cielo olvidadizo, espesas yerbas en selva, peñuelas pardas.

En la casa abandonada ya no huele a sahumerio. En la casa abandonada la despensa es una cueva tenebrosa, onda, fría, callada. Qué habrá sido del bidón lleno de aceite. Y en la azoeta mohosos tendederos, sin pinzas, prendas, nada. 

El futuro del pasado no era más que un espejo, un horizonte baldío, una cordillera rala, un finisterre para el alma.

Pueblan mi corazón viejas coplas por mi madre entonadas.

En la casa abandonada ya nadie ríe, llora, juega, canta.

En la casa abandonada, sobre el polvo, bajo lámparas sin brillo cubiertas de telarañas, entre un silencio opresor aún pervive un dulzor, antídoto de nostalgias.

Tras los cristales del balcón, rauda y silenciosa, una golondrina pasa.

Dicen que es primavera, sus alas.

lunes, 8 de marzo de 2021

 Es conveniente a veces hacer un alto en el camino.

Sentarse en la cuneta y ver las cosas cómo pasan o caen de manera sencilla.

Porque las cosas pasan, caen, siguen pasando o cayendo, sencillamente, ignorando cualquier actitud de nuestra parte.

Yo suelo hacerlo, tal vez menos de lo que debiera. 

Y qué bonita es la lluvia entonces sonando en el tejado, o mojando las hierbas y la tierra y los árboles del patio. Me siento un polizón en un barco que atraviesa un océano de belleza. Voy en él sin haber pagado pasaje, disfrutando gratis la tremenda travesía. Qué tesoro de lluvia. Es algo como divino. La tierra se enternece con su caricia, se ablanda y abre lujuriosa. El verbo llover es muy parecido al verbo amar. El agua del cielo es como una mano líquida sobre la piel de lo amado, y su sonido al caer se parece a la poesía recitada y al ruido que hacen los labios que entre sí se besan. En el sonido de la lluvia creo incluso escuchar algo así parecido a esos grandes consejos que dan los padres. Y si es en domingo la caída de esa lluvia, no se por qué pero todo se aumenta, se crece. El incremento del verde de las hojas, que apenas ya se asoman en los preámbulos de otra nueva primavera, se asemeja un poco a ese tratar de vestirse diferente a cualquier día, con distinción, con olor a colonia guardada para las ocasiones. 


Escribo. 


Sentado en la cuneta, escribo. A veces alzo mi vista del teclado y me dejo embobar con el fuego de la chimenea. Aparte de la lluvia y el crepitar de la leña suena la radio, y algún coche pasando por la carretera. Lo que no escucho son pájaros. Los imagino escondidos, también en su cuneta, esperando a que escampe. 


Disfruto el tiempo, la vida, sentado en este borde del camino. Dejo que los segundos no sean más que segundos para mí. Ya sé que el tiempo no se detiene, pero sí puedo detenerme yo, descansar un rato, coserme al vuelo de las faldas del tiempo, y marchar en ellas al unísono. 


Algún día algo me bajará de ese barco, en contra de mi voluntad. Mientras tanto me autoimpongo la obligación de detenerme cada vez que pueda sobre el borde de mi camino. Disfrutar de todo lo grandísimo que todavía se nos sigue dando gratis, de lo que sigue pasando o cayendo todavía libre en contra de cualquier actitud humana.

jueves, 25 de febrero de 2021

 Antes de enseñar este escrito, quizás por ética o por moral, por vergüenza o por educación, debiera anteponer una advertencia, al estilo de aquellos rombos que antiguamente colocaban en una esquina de la imagen del televisor. 


Pues eso, esto que voy a escribir va precedido de dos rombos. (En verdad, yo cuando era niño, siempre imaginé aquellos rombos como un par de hermanos gemelos de las pastillas Juanola, pero blancos. Que no hacía falta para ser hermanos tener el mismo padre y la misma madre a la vez. Es que uno lleva mucho tiempo observando las cosas, cuestionándolas, haciendo comparaciones. Y en los finales de los setenta, y en bastante cacho de los ochenta, cada día contenía un instante mágico, el instante en que en la pantalla aparecía aquel par de rombos, sobre todo los viernes. Y yo, o más bien mi sangre, se volvía lava, y mi boca y mis ojos cráteres, y mi aliento olía a azufre, y mi piel emanaba gases. Pero yo no sabía todavía que tocando por aquí y por allá, y una vez tocado lo preciso, y luego agarrado, y después de agarrado si lo subes, si lo bajas, y luego otra vez, y después otra, en fin, que yo todavía era muy niño, y tardé, claro que tardé, seguramente lo descubrí en el otro cacho restante de los ochenta, en las fronteras de mis catorce, quince, o dieciséis. Benditos calcetines que ya no sólo servían para colocártelos en los pies, ni los pañuelos de tela ya no eran sólo para sonarte los mocos o secarte el sudor, sus funciones habían aumentado, para una cosa nueva, y qué cosa dios mío, qué cosa tan maravillosa, joder, y nunca mejor dicho, porque era lo que empecé a desear, aquellas Sofías Loren, aquellas Raffaellas Carrà, y Dios sabe que me daba aquello incluso Ana Diosdado. Quizás con Ana empezó mi poética, desear, aparte de carne, espíritu, y en la Diosdado todo confluía, meandros de mis deseos, separación a la par que unión, como en el crecer, como en el fluir, a veces consiste en descuartizar para continuar creciendo y fluyendo, que cada cosa críe por su lugar, para volverse uno solo al final. Sí, con Ana también me la casqué...)


Pero yo venía a hablar aquí de mi escrito, que es muy sencillo. Pero me vais a tener que perdonar, porque entre rombos, volcanes, Enmas Ozores, Victorias Vega, Charos López,  yo ya no sé qué iba a escribir. 

 Envejecer es desnudar el pan y el aire de todos sus disfraces, es apreciar mejor lo azul del cielo, la calidez de la carne en un simple beso.


Envejecer es cuando toca hacer las paces con el sol, dar gracias y pedir perdón.


Envejecer es "ascender a mendigo", suplicar un poco más de pan, más de sol, cierto abrigo, todavía más libros.


Envejecer es ir haciendo acopio de pobreza.

Envejecer es optar por la más fea, por la más despreciada acepción de las palabras.


Envejecer es dejarse insultar por los árboles y las piedras.


Envejecer duele como la desaceleración de un tiovivo.


Envejecer es tener miedo al marcapáginas de tu mejor novela.


Envejecer es dejarse elevar con el humo del tren que se va, y admitir para luego que aquí nada pasó, que fuimos simplemente un bello sueño de la nada.


Envejecer es evitar un derramamiento de sangre en los eslabones de la cadena que ata el ancla de tu barca a tu ribera.


Envejecer implica incluso darle gracias a la piedra bajo la cual naciste e hizo de ti un espino amarillo, y así confesarás ante la muerte. Que a pesar, y por amor, fuiste pájaro y nube. Y aquí tu corazón lo corrobora.


Envejecer, y a fin de cuentos, es quererse a sí mismo sobre todas las cosas. Dar las gracias de nuevo y volver a pedir perdón. Envejecer es comenzar a marcharse, como se vino, en simple paz, o acaso mejor cantando, ”que hay ruiseñores que cantan, encima de los fusiles", y ante el fatal desenlace de la última batalla.

jueves, 18 de febrero de 2021

 SÉ TÚ, E INTENTA SER FELIZ. PERO ANTE TODO SÉ TÚ. (Al parecer, la frase es de Charles Chaplin. Solía leerla cada sábado noche hace ya ciertos años en un cuadro colgado en la pared de un pub, entre confusiones mentales, mucha música y jaleo, una cerveza de tercio y un sándwich vegetal.)


A veces amanece nublado y con viento. Otras veces amanece limpio y azul, y todo parece mostrarse en calma. 


Amanezca como fuere, el caso es que cualquier amanecer nos vale para salir de la cama inventando proyectos, proyectando objetivos, objetivando sueños. 


A veces uno se levanta de la cama con deseos de encontrar una bici de ocasión, original, magnífica y barata, lista para su uso, y pasear sobre ella por lugares así como encantados. 


A veces, las menos, uno se levanta de la cama queriendo comprarse un piso. Un piso determinado, no cualquier piso. Que tuviese una terraza, aunque pequeña, pero donde poder sentarse a mirar el cielo, que lo habrá, sea nublado o azul, o los árboles del parque, si existiesen, así estén desnudos, o vestidos de hojas frágiles, igual que alas de mariposa. 


A veces uno sueña con sus propios sueños, los perfecciona, y desea una reja firme donde anclar su bicicleta, reja que estará justo al lado del piso, para cuando regrese de sus oníricos paseos, por lugares así como encantados, es decir, como idílicos.


A veces uno se levanta de la cama y confunde el día con la noche, si aún sigue dormido, o ya despierto; si ese sol o ese azul o esa niebla o ese viento que azota la ventana son verdaderos, o ahora forman parte de sus sueños. 


A veces uno se levanta de la cama confundiendo las cosas. Y suele doler bastante (en lo más hondo del alma) cuando aclaras realidad contra deseo, cernudamente.


A veces uno se levanta de la cama maldiciendo haber leído mucho, tal vez demasiado: a Celine, a Sampedro, a Saramago, a Antoine de Saint-Exupéry, a Aldous Huxley, a Georges Orwell, a Cortázar y su Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj. A ti no te regalan un reloj, eres tú el regalado. Pues lo mismo. Tú no vas a comprarte un piso, si es que lo hicieras, sino que vas a vender tu vida, a cambio de ese piso, de esa bicicleta de ocasión, de esos paseos de ensueño.


Porque soñar es muy barato, diríase gratis. Pero la realidad cuesta un riñón, un corazón, un pulmón, un cojón, una enormísima hipoteca del grandísimo copón.

 Ayer, a solas, pasé por Los Mesones. Calle (aparte de determinadas actuales circunstancias) fantasma, entre un barrio fantasma. Recordé, por esos lares, en esa soledad, procesiones, la misma calle, el mismo barrio, abarrotado de gente, de tiendas de chucherías, de bares aún vivos y a rebosar de clientes, de aromas a fritanga, pero de la buena, de aquélla y única que podía hacer renacer tu estómago harto de ochíos, magdalenas, roscos trenzados, arenques de vigilia, puras tortillas francesas al más puro estilo tortillas de bacalao, pero sin bacalao, con simple huevo, aunque el huevo se aproxime más a la carne que el bacalao, pero era cuestión de dinero, más que de religión. Aunque tampoco en mi casa supimos lo que era tener hambre, ni de carne ni de pescado ni de religión, porque para Señor y Cristo nos bastaba con nuestro padre, que fue un excelente trabajador, y a mi madre, que era maestra, Santa Carmen, en multiplicar las pesetas. Comíamos a diario, y de todo, fuese Octava o Semana Santa. Fantasía accesible, y barata. Y la algarabía de El Salón repleto de chicuelos, cáscaras de pipas desparramadas por el suelo, bolsas de gusanitos, palos de polos. Aquella plaza de abastos, cuando en verdad abastecía a toda su población sus necesidades básicas. Lunes pescado, miércoles telas, plásticos los viernes, carnes y legumbres los demás días, los más precisos, siendo sinceros. Gicos, Alfonso Toro, El Toldo (¿o se decía Tordo?), ancá Blanquito, y su rifa, los relojes de Pollique. La ferretería del Seasero, dame dos alcayatas, y un par de cáncamos, de los cortitos, para un par de retratos, de comunión, y una bombilla, de ciento veinticinco, encargar el butano, una sartén que no se pegue, y que no sea muy grande. La Villa de Madrid, y sus enamoradizantes dependientas, con sus collares y aromas a colonia buena, y sus dedos y uñas bien largas y pintadas, envolviendo tu compra con ese papel que al plegarlo, por dichas manos, te sonaba algo así como a celestial, pliegue que te pliegue, que te dejaba sonámbulo, no digo una, ni dos, ni tres, tal vez diez noches o más sin poder dormir, de puramente enamorado, embalsamado en aroma, en collares, en sonsoneo de pulseras tocando sobre el cristal del mostrador, extasiado en aquel crujir del envoltorio, negro y amarillo. Y el tema de los jeringos, casi mejor ni pensarlo. Sí, ahora sé que hay un hombre (de Aguadulce) que hace churros en la plaza, la de ahora, donde estaba aquella plaza, la de entonces. Tampoco son malos. Todo hay que decirlo. Pero aquellos churros de entonces eran mucho más jeringos que churros, aunque parezcan lo mismo, creo yo, y yo era mucho más yo que yo, sin dudarlo. Para estar en enero, no hacía mucho frío ayer por Los Mesones que digamos. Pero yo me sentía helado. Imaginé que así será la temperatura en las venas de los fantasmas. Ayer, creo que yo también era un fantasma 

por la Calle Mesones. Mi sangre seguía corriendo, eso es cierto, pero con cierto olor a gladiolo, a notificación de entierro, a vida ya sólo viva en Los Mesones de mi memoria, a una Estepa ya más cierta en mi corazón, que ésta que ven hoy mis ojos.

 Cuando miro los árboles del parque

no me bastan los ojos simplemente:

sobre mi corazón debo dar golpes,

son golpes armoniosos, musicales,

conectarme a la esencia que me dictan los árboles

más allá de su imagen.

La que flota invisible entre en sus ramas

como pulso en la sangre, como grito en el aire.

 Por los fríos senderos de aquel parque,

de repente ante mí,

como frutos de nieve sobre un árbol desnudo,

decenas de palomas, de arrullos blancos.


Yo no buscaba nada.

Si acaso soledad.

Si acaso cierta calma en las bodegas

de los troncos helados donde duerme la savia,

donde sueña y espera.


Los parques en invierno son crueles.

La umbría de los parques en invierno huele a tumba,

a materia podrida, a tierra desterrada.


Mas pude comprobar que todo es falso:

la nieve era de plumas, 

la hierba verdeciendo entre los fangos.


Quise cantar muy alto,

pues vi mi corazón, igual que las palomas,

aterido mas vivo posado en aquel árbol.


El ruido del silencio puso un dedo en sus labios.


Cerré los ojos. Guardé mi canto.


Me fundí en el invierno de aquel parque.

Suspiro fui, suspiro contenido en los pulmones,

invisible materia en las arterias

fluyendo entre la umbría de los desnudos álamos.

 Sí fui fábrica de instantes,

de qué me quejo si el sol, 

puro engranaje del tiempo,

"eriza sus pitas agrias"

sobre las tiernas adelfas

de mis dulces horizontes.

 El tiempo permanece.


Sin embargo los días,

cuando llega la noche,

se parten en mil trozos

como estrellas caídas 

en el cauce de un río.


Y hacia el mar se encaminan,

igual que peregrinas,

igual que pobres viudas

al campo de cipreses.

Callados. Lentamente.

 Debajo de esta lluvia y este viento

lucha cierto silencio

por seguir existiendo.

Se parece bastante a cuando te recuerdo.

O es quizás tu recuerdo

el que ante tanto ruido

no consiente investirse

en notario de ausencias.

Será que nuestras manos 

unidas nunca usaron las palabras,

será que nuestras bocas

en plena guerra de besos tampoco.

Será que fuimos música,

será que fuimos baile

en mitad del invierno.

 En el desierto:

amor es el oasis.

Nos mantenemos.


En el silbo de un pájaro perdido.

En el hueco de un nido abandonado.

En el eco que brilla en cada estrella

cual canción compartida.


Amor es el oasis.

Allí nos mantenemos.

 La oruga del limpiabó

se esconde en la concha 

de un caracol.


Sol, sol, sol.


Como el sol brillan las botas 

del gran señor.


Col, col, col.


Hierve la col en el nido 

de un ruiseñor.


Y en el balcón del halcón

luengas lonchas finas cuelgan

de buen jamón.


Jamón, jamón, jamón.


Saetas entona el barro

en las sandalias de esparto

de los pajarillos blancos.


Harto, harto, harto.


Dolor de espina dorsal. 

Vinagre, reúma y sal. 

Y la luna es un pañuelo de paño.


Daño, daño, daño.


El ruiseñor ha soñado

con peces color de estaño 

para sus pájaros blancos.


Llanto, llanto, llanto.


Sobre la espalda del limpiabó,

horizonte de alcanfor,

nunca amanece el sol.

 CARTA DE UN INDIO DE MINNESOTA A UNA INDIA DE KENTUCKY


Hemos de ser libres hasta para morirnos. Te cambio toda la hipocresía del mundo por un ramo de margaritas. Quién sabe, igual me atrevo un día a retomar la bicicleta o la caza de búfalos. Ando algo confuso. Imagina que te sumerges en agua, y cuando sales no recuerdas nada. A veces quisiera que eso ocurriera (a veces parece que algo así me sucede). Volver a descubrir la mejorana, a inyectarme Lorca en las venas por vez primera. En cuanto el suelo se me vuelve duro busco barro desesperadamente, orino en él si es preciso. A los pájaros sin alas no nos gusta demasiado pisar mucho en lo sólido. Por algo es líquida la sangre. Te cambio toda la rutina del mundo por un volcán en punto de erupción, por toda la nieve en la orilla de licuarse. Prueba a partir un bolígrafo que no te pinta bien, que no te agrada: es como pegar un grito en un abismo, ya verás qué divertido, qué desahogo, y coges otro que sí te pinte como Manitú manda, porque qué coño es un artesano sin buenas herramientas (acaba de ocurrirme, acabo de hacerlo). Si la muerte me llega que lo haga bien abierta de piernas. Ya no sabes el asco que me supone mirar por la ventana de mi tienda y ver una población en permanente Semana Santa. Ellos no, pero yo sí les veo sus capirotes, todos bien enfilados, en su circuito. Entonces me entran unas terribles ganas de vomitar, como un pequeño Jean-Paul Sartre. Los veo mirarme a través de sus agujeros en la tela. No entienden nada, por qué los miro así. A mí me dan pena. Hemos de ser libres sin miedo alguno a la muerte. Hoy los pinos me tiraron los tejos los muy cachondos, camino de Gilena, la de Minnesota, y yo con mis problemas. Pero me alcanzaron sus flechas los muy cabrones. Ya iré a verlos, que estén tranquilos. Espero que sigan igual de cachondos ese día en que vaya a visitarlos. Si la muerte me llega ese mismo día que se traiga en una fiambrera una buena tortilla de papas, o filetes empanados, y que se siente conmigo un rato entre los pinos. Dejemos el trabajo para luego. Tiempo hay de contar estrellas en aquella inmensidad. Yo pondré pan recién hecho y un tarro de aceitunas aliñadas por mí, que ni una cosa ni la otra se me dan mal, tampoco las matemáticas, si quieres te explico por qué cualquier número elevado a cero es igual a uno. Mejor no. Mejor será despedirme, tengo que aclararme con las instrucciones de mi tren eléctrico. Escríbeme pronto. Echa algunos chicles en el sobre, sabor hierbabuena de Los Apalaches a ser posible. Tu indio.

 Los barcos escasean ya en el puerto.


Las mañanas elevan cada día

murallas de certeza menguando su horizonte.


Cada vez menos barcos en el puerto,

y la sombra acosando lentamente

los últimos reclamos de la luz.


Ha tardado en saber sobre gaviotas,

el profundo silencio cuando cesan el canto.


Ha tardado en saber.


Ahora que distingue el ruido de la música

en cada golpeteo del reloj

desde su última barca sólo quiere

volver a ver en orden las estrellas,

ceñirse al mapa, conciliar el rumbo.


Mas gira su mirada hacia la costa:

imágenes borrosas se pliegan en la tarde

como páginas blancas de libro nunca escrito.


Tan sólo le sorprende el brillo de un rosal 

en lejano jardín, un murmullo de esquilas 

bajando de los montes, y en la arena,

mientras juega algún perro con las olas,

un niño pide viento que vuele su cometa.


Pequeñas silüetas que va dejando atrás

en su viaje hacia el sol,

remando a contra giro de la tierra.

 REPARTO DE TAREAS FAMILIARES 


Que la abuela marche tranquila al psiquiátrico a ingresar al abuelo. Mamá mientras tanto puede irse encadenando a la reja del juzgado por lo del desahucio. Tú, Genara, como hija mayor que eres encárgate de lo del adulterio de tu cuñado Ceferino a tu hermana Bienaventuranza, que le pida perdón, que se arrepienta, no sé, arregla eso, y pronto, antes de que lleguen los de Servicios Sociales para la custodia del pequeño Ovidio. Tú Bienaventuranza deja de llorar y lleva a tu hermano Ignacio Edmundo al ambulatorio que le den algo para el coma etílico. Ignacio Edmundo: atiéndeme un momento, ya sé que no es momento y no sé si podrás oírme, sólo será un segundo: en cuanto estés mejor tienes que averiguar lo del atropello mortal de tu hermano Euladio con su Vespa al cartero del barrio, que sin cartero no funciona un barrio, si hace falta y como el cadáver aún está en el callejón te pones tú la gorra, te cuelgas la cartera y terminas tú de repartir. Euladio, tú te vas al veterinario y que cape ya de una vez a Pulgarcito, puto chihuahua calentorro que ha preñao hasta la gata de la vecina. Todo irá bien, ya veréis, confío en vosotros. Estad tranquilos, y haced lo que os digo. ¿Y tú, papá, qué vas a hacer? ¿Yo?, quedarme con los nervios de todos y la botella de DYC encerrado en mi cuarto, ya sabéis que no puedo salir a la calle, que estoy amenazado de muerte por mis deudas con el juego, si no mirad a través de las cortinas, veréis un coche rosa con tres tipos dentro con gabardina y gafas oscuras, son sicarios, tipos duros. Moraleja: ciertas familias pueden pasarse lo del COVID por el forro de los testículos.

 Tiene mi voz por oficio

cosa de madre y de tierra.


Bajo mi duro arrecife de ciega ignorancia,

bajo este muladar de yerros y décadas

si digo a buscarla

ahí sigue ella,

siempre paciente a la espera en volverme

otra vez al camino,

reconstruirme no importa qué tiempo

idéntico al sol, idéntico y nuevo

al plato, al beso, a la manta,

al grano de trigo empapado de lluvia

en la sementera.


Tiene mi voz por oficio

no más que cosa de amarme.


Como una madre.

Como la tierra.

PARA "OCEÁNICA", COMPAÑERA DE RISAS Y SUSTOS POR LOS RINCONES SECRETOS DE UNA CRIPTA ENCANTADA

 


Se desliza el otoño por tu pelo

como un río cargado de nostalgias.

Y piensas en San Marcos, en el tiempo

sin prisas, en tu risa cuando niña

trepando de tu vientre hacia tu boca 

como rosa espontánea en el arriate

por la alegre pared de aquella ermita.

Jamás sentirse libre fue tan fácil,

jamás amar la vida tan sencillo.

Pero el mundo es un juez que nada escucha.

Tu vida de después fue muy distinta.

Como un león hambriento devoró

tus sueños, algo así como una niebla

se interpuso entre el sol y tu sonrisa,

la pena fue tu sombra noche y día.

Como hierba en el borde del camino

han pasado los años ante ti

ignorando tu gracia, tu bondad

encerrada como perla en la concha,

silenciosa, sin claveles ni aplausos.

No busca recompensa amor sincero.

Tú conoces el rojo de la sangre

como nadie, tú has quemado las ropas

de tus padres heridos, la hemorragia

corriendo por tus piernas lentamente,

hospitales, la muerte tan cercana,

el robo, el desengaño, las guantadas,

olvidada por todas las cigüeñas.

Sin embargo, el odio y el rencor

también supiste justa echar al fuego,

no cabe la venganza en corazón 

tan dulce. Mira: cosa hermosa y grande

es nuestro sol, tan grande y tan hermosa

que nadie se da cuenta que le falta

alguno de sus rayos más pequeños.

Es lo poco que le has quitado al mundo,

un rayito de sol para ti misma,

ese mundo que sólo te dio inviernos

tú le ofreces a cambio primaveras.

Mujer alegre, hija de la sombra,

cien jilgueros anidan en tu pecho,

en tu boca florecen siemprevivas,

gladiolos y geranios, y una orquídea,

simpática, graciosa y presumida,

luciendo su color de aguamarina.


Estepa, 10 de octubre de 2020

CANCIÓN ANFIBIA



Debajo del agua

el sapo imagina.


Encima del agua

la luz encandila.


Debajo del agua

blancas margaritas.


Encima del agua

hierbas con espinas.


El sapo es un ciego

cautivo en la orilla.


Debajo.

Encima.


Con caña de junco,

la arena es cuartilla


donde el sapo escribe,

donde el sapo pinta


curiosas doncellas

con boca de piña.


Y los días pasan.

Y las noche tiznan.


El sapo es un ciego

cautivo en la orilla.

  Allá por las últimas alturas respirables le dijo el zángano último a la abejita reina: -Frótate una de tus últimas patitas por entre la úl...