Noche en el tren. Tras el cristal,
la invisible visión
es un puma al acecho.
En la espesa negrura
imagina paisajes de olivar
en un campo infinito,
huertas, caminos,
acequias que discurren su agua clara
con agradable plática.
Desde el fondo le llega,
tal música de pájaros,
celestial y gloriosa,
como una voz divina:
"Nada se ha dicho aún
en el preciso instante en que se sueña.
Todo está por hacer,
nada está consumido."
El sueño en su labor
es abeja que liba la exigencia en nacer
de las cosas del mundo.
Y ante el necio pretender desandar
hirientes y obcecadas agujas de reloj,
tal vez pueda caber relativa esperanza,
pues toda aurora en ciernes,
al igual que el lentisco en la infancia de marzo,
acarrea algún grito presentido.
Porque aún hay deseo, aunque exiguo,
en el fondo del alma del viajero
barruntan con torpeza determinadas filias:
quizá quede más fe, más margaritas;
quizá quede más miel por apurar de aquellos días.
Pero es noche en el tren.
Y avanza su viaje al compás del otoño.
Tras el gélido vidrio
-realidad sin cortinas-
la invisible visión es un puma al acecho.