martes, 26 de noviembre de 2019

Transmutando roles y época, defecto visual con personaje, creando una cosa rara, yo sería el lazarillo ciego de José Luis Sampedro. Él me guiaría, me llevaría, me alumbraría. Yo sería sólo oídos. Y mis ojos comenzarían a ver de nuevo, a ver distinto, desde la luz de sus enseñanzas.

En lo que es narrativa no conozco escritor más grande, y en lírica también hay muchos poetas de renombre que no le llegan ni a la altura de la suela de su prosa.
I
Un sol, una ventana y un corazón,
fueron a la casa del alma olvidada.
Llamaron a la puerta.
Nadie contestaba.

En su sillón,
a solas y abandonada,
dormida, que no muerta,
parecía que estaba.

II
Aunque erguida me veáis,
tendida estoy como la tierra,
muda y seca,
aguardando la lluvia.

Y si algún ruido escucháis,
no serán mis suspiros,
sino el viento
cruzando estas rüinas.

III
De todas las muertes que sepáis,
sabed que no hay peor
que la del alma.

Porque un alma muere
inapreciable, como a trocitos.

Ni el vecino corazón se entera.

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Aquí hace menos frío que en la calle, dice Pedro Guerra. Luego viene lo de "hay leña para un fuego, no mucha, pero bueno, un poco de calor no viene mal." No hay leña aquí, ninguna, sino un calefactor eléctrico. Lo que sí hay es algunas mimbres todavía para hacer con ellas un canastito que pintaré de color, a ser posible lila, como mi cactus. Hay que seguir andando, pensando, escribiendo. Hay que seguir dándole calor y color a la cosa. Hay que seguir.

Brindo hoy por la libertad del arte, por no ponerle puertas. Si se quemaran ahora mismo todos los museos, todos los libros sobre arte; si todos los profesores de arte no existieran, las cuevas de Altamira se derrumbaran, todas las catedrales, en fin, si todo lo que hoy tenga que ver con el arte dejara de existir, mientras quede un humano que se embobe por el simple hecho de ver una bandada de pájaros cruzar, y note en su interior algo así parecido a plumas y a altura y a vuelo, y se le cambie la voz, o quizás mejor, se quede callado un tiempo, meditando, saboreando ese no sabemos qué placer... continuará el arte.

Al arte no le importa que lo expresen o no, creo yo. En todo caso le importará al artista, por crear un diálogo, un mensaje con otro sujeto, una enseñanza, o cierta vanidad también. Pero el arte en sí no precisa ser expresado. Se siente dentro. Luego se siente ese otro impulso de sacarlo afuera para compartirlo. Y en ése por qué expresarlo y compartirlo intervienen muchos factores o causas. Desde la llana, pura y loable confraternidad, hasta la estúpida vanidad de mostrarles a los demás lo guay que se es pintando o esculpiendo por ejemplo.
Como ya comenté, ahora mi ventana no da al aire, sino a un vacío, que no es lo mismo. Mi ventana nueva es oscura o clara, no tiene más matices. Desde aquí no veo nubes, campo ni tejados. Por ella no entra aire, ni de ninguna temperatura ni fuerza alguna. No entra nada. Sólo luz, y según qué hora. Pero no todo ha de ser ventanas en esta vida. No es lo interesante quizás lo que a través de ellas pueda verse, sino lo que está en el interior de quien por ellas mira. El mundo hace al hombre pero también el hombre hace al mundo. Sin campos lejanos, sin tejados cercanos, sin aire ni nubes, hace un momento me he sentido campo y tejado, aire y nube. Suena Telemann en el Spotify del móvil, al compás del silencio. Mi hermosa lámpara de sobremesa, de base de cerámica calada comprada en La Rambla (Córdoba), alumbra cálida y acogedora. Y ahora tengo un compañero: un cactus diminuto de color lila que compré esta mañana. Mis rarezas le han puesto un nombre. Se llama Pancho. Pancho es fuerte, pero muy delicado. Y yo que soy profano en este tipo de seres vivos, me cargué por torpe manipulación uno de sus tallos, tallo que he introducido un poco en la misma tierra y junto a Pancho por ver si es capaz de agarrar, de echar raíces, de no morir por culpa de mi torpeza. ¿Tendrán las plantas sentimientos? Chi lo sa. El caso es que esta mañana entré a una tienda de animales a comprar pienso para mis gallinas, y allí estaba él, junto a otros dos ejemplares de distinta especie, solitarios ya. Mi inevitable literaturarización de las cosas hizo que me pareciese un cachorrillo de mirada lastimosa buscando hogar. Y aquí está. Mirándome agradecido. O no sé si mira a la pared, porque yo no sé dónde tienen los cactus sus ojos. Yo creo que me mira. He estado investigando sobre los cuidados de los cactus. Poca agua, y sol. Agua cuando note seca su tierra. Un pequeño riego o dos al mes. Cuatro horas diarias de luz solar al menos. Leí que esta especie es de muy lento crecimiento. Eso me ha gustado. ¿A quién no le gustaría que sus cachorros no crecieran? A saber la de cosas que Pancho me contará en nuestros ratitos de encuentro. Lo miro. Es raro. Pero es bonito.

Y es bonito todo con ventanas también que ahora dan al vacío. Con Telemann y el silencio me siento pasear por el Parque de María Luisa, por ejemplo. Uno está en las cosas, y las cosas están en uno. Así que veo altos árboles, serenos de luz nocturna y de otoño, y huelo a tierra mojada, y no muy lejos presiento un río, que pasa lento, brilloso, por debajo de algún puente. Como por mis venas ya transita mi sangre, con mansa furia de mano artista sobre el blanco lienzo de la nada.
Una de mis pasiones es la música. Creo que hace ya muchísimos años en los que habrá sido raro un día en el que no la haya escuchado aunque sea un poco, siempre a través de algún tipo de aparato. Pero nada es comparable a escucharla en directo.

A un pequeño concierto de música clásica he asistido esta tarde noche. Ni una hora habrá durado, entre otras cosas por no haber comparecido uno de los músicos, el guitarrista en concreto, así que el par de obras que debía interpretar no ha sido posible oírlas.

Comenzó el concierto un grupo instrumental de músicos jovencísimos tocando seis pequeñas piezas. A continuación un trío de adultos tocó una obra de Bach, compuesto por flauta travesera, violonchelo y clave. Es la segunda vez en mi vida que tengo la oportunidad de escuchar un clave en directo, instrumento antecesor del piano moderno. Pero el violonchelo es cautivador. Y más en un lugar así, una iglesia, donde la altura y profundidad del templo concentra a la vez que da libertad al sonido de las cuerdas, quedando francamente bonito y agradable el sonido. Después el mismo trío, dado que tuvieron que saltar el par de obras que tenía que tocar el guitarrista ausente, tocaron una pieza de Mozart, aunque esta vez con diferente intérprete al clave. A continuación, a las instrumentistas de la flauta travesera y violonchelo se les unieron dos músicos, uno a la trompeta y otro al oboe para tocar cuatro piezas más, de las cuales dos de John Dowlan me gustaron mucho. Para terminar un coro de niños acompañado del cuarteto anterior interpretaron "Hoy comamos y bebamos", de Juan del Encina. Maravillosas voces infantiles, bien acompasadas, elevando y bajando el tono al mandato de la batuta, y que obedientes y en orden fueron de fila en fila abandonando el escenario al terminar el acto. Un acto repleto de público al máximo, cosa que me agradó mucho. Avidez de actos culturales como por ejemplo éste tengo. Ansias de arte en directo. Es la cruz de vivir en un pueblo.
La geología es para mí como una niña que desde chico siempre me gustó, con la que jugué, pero nunca me atreví a pedirle salir, a intentar con ella algo más en serio. Sé que de ser mujer, no me hubiese importado casarme con ella. Me gusta mucho y yo a ella creo que siempre le gusté, será porque somos muy parecidos, por lo callados y tímidos, por lo herméticos, pero guardando cosas que no están a la vista de una mirada simple.

Todavía hoy, si salgo al campo, si viajo y miro a través de la ventanilla me embobo ante la forma de cierta montaña, ante el color de alguna tierra que cambia de repente a un color distinto pasada cierta linde; o si estoy en la playa, que es todo un paraíso para mí de piedras y chinas con tantos y variados colores, texturas, formas, tamaños; hasta cuando fui jornalero aquellos años de la crisis más dura me entretenía en la hora del bocadillo mirando al suelo por una piedra que viese con brillos, capas, fósiles incrustados, que incluso los compañeros si encontraban alguna extraña me la lanzaban para que yo la mirase. Recuerdo unas bolas en cierto olivar que el encargado decía que eran trozos de meteorito, y que luego investigué en internet por mi cuenta y resultaron ser balas de cañón de las guerras napoleónicas. Las vendían en eBay por 20 euros la pieza. Cuando al otro día se lo dije al encargado me dijo que dejáramos de coger aceitunas y nos pusiéramos a buscar bolas de aquellas, de cachondeo, claro.

Esas bellezas tan cargadas de misterio aún me siguen provocando entusiasmo. Siempre preguntándome un porqué, de dónde procede tanta materia, qué la creó, con qué, desde dónde, desde cuándo, por qué lo que no tiene vida vive.

No me hubiese importado, al revés, me hace ilusión haber sido geólogo, en un trabajo donde ganase para vivir dignamente pero con el tiempo suficiente para dedicarme tranquilo y con pasión a mi oficio de investigar terrenos y piedras. Se me dio muy bien esa asignatura en el instituto, sin embargo mucho y variado hay en mi librería menos libros de geología.

Otra niña callada y bonita muy parecida a la anterior y que siempre me hizo tilín es la arqueología, pero no se pueden tener tantas novias, y más entre amores no correspondidos, porque ya se tiene una edad, puede que insignificante en comparación con la del basalto o una moneda romana, aunque no para mí, para emprender ahora determinadas vocaciones tardíamente planteadas así.

También uno a veces piensa que quizás lo bonito de los misterios está en no resolverlos, dejarlos así, en su cautivador hermetismo sugerente, como aquellos amores de niño o menos niño que sólo fueron ilusión, que nunca llegaron a nada, pues también es bonito vivir con ese misterio de lo que pudo haber sido todo si todo hubiese sido de otra manera. Ese tipo de ilusiones suelen ser positivas, nunca malas ni feas, y uno vive feliz, ilusionadamente feliz con ellas.

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