lunes, 8 de marzo de 2021

 Es conveniente a veces hacer un alto en el camino.

Sentarse en la cuneta y ver las cosas cómo pasan o caen de manera sencilla.

Porque las cosas pasan, caen, siguen pasando o cayendo, sencillamente, ignorando cualquier actitud de nuestra parte.

Yo suelo hacerlo, tal vez menos de lo que debiera. 

Y qué bonita es la lluvia entonces sonando en el tejado, o mojando las hierbas y la tierra y los árboles del patio. Me siento un polizón en un barco que atraviesa un océano de belleza. Voy en él sin haber pagado pasaje, disfrutando gratis la tremenda travesía. Qué tesoro de lluvia. Es algo como divino. La tierra se enternece con su caricia, se ablanda y abre lujuriosa. El verbo llover es muy parecido al verbo amar. El agua del cielo es como una mano líquida sobre la piel de lo amado, y su sonido al caer se parece a la poesía recitada y al ruido que hacen los labios que entre sí se besan. En el sonido de la lluvia creo incluso escuchar algo así parecido a esos grandes consejos que dan los padres. Y si es en domingo la caída de esa lluvia, no se por qué pero todo se aumenta, se crece. El incremento del verde de las hojas, que apenas ya se asoman en los preámbulos de otra nueva primavera, se asemeja un poco a ese tratar de vestirse diferente a cualquier día, con distinción, con olor a colonia guardada para las ocasiones. 


Escribo. 


Sentado en la cuneta, escribo. A veces alzo mi vista del teclado y me dejo embobar con el fuego de la chimenea. Aparte de la lluvia y el crepitar de la leña suena la radio, y algún coche pasando por la carretera. Lo que no escucho son pájaros. Los imagino escondidos, también en su cuneta, esperando a que escampe. 


Disfruto el tiempo, la vida, sentado en este borde del camino. Dejo que los segundos no sean más que segundos para mí. Ya sé que el tiempo no se detiene, pero sí puedo detenerme yo, descansar un rato, coserme al vuelo de las faldas del tiempo, y marchar en ellas al unísono. 


Algún día algo me bajará de ese barco, en contra de mi voluntad. Mientras tanto me autoimpongo la obligación de detenerme cada vez que pueda sobre el borde de mi camino. Disfrutar de todo lo grandísimo que todavía se nos sigue dando gratis, de lo que sigue pasando o cayendo todavía libre en contra de cualquier actitud humana.

  Allá por las últimas alturas respirables le dijo el zángano último a la abejita reina: -Frótate una de tus últimas patitas por entre la úl...