lunes, 8 de noviembre de 2021

 Cuando yo era chico tenía un vecino en mi calle un tanto especial. Bueno, mucho más que un tanto, para ser sincero. Usaba unas gafas de sol de cristales verdes, que a mí me recordaban a las de Videla, aquel "simpático" general argentino, aunque yo a Videla siempre lo vi en blanco y negro.


Mi vecino no era un asesino, pero estaba algo pallá. Jugaba al ajedrez, aunque con sus propias reglas. Los movimientos de las piezas tenían que ser según dijese él, así te hubieses leído todos los manuales sobre el juego. Y no había quien lo contradijera. Lo que él decía era lo que tenía que ser. Tampoco era mi calle un nido de intelectuales que se dijera. A casi nadie le gustaba el ajedrez, preferían las cartas. De esta manera mi vecino lo tenía mucho más fácil para ganarle a cualquiera.


Mi vecino tenía un rictus "perennemente serio". Nunca lo vi reír, y creo que ni sonreír siquiera. Tenía un Seiscientos color chocolate. Caminaba más erguido que un lápiz por mi calle, que ya tiene su mérito. Porque mi calle era lo más parecido a esas pistas de saltos de esquí que antes salían en televisión cada primero de enero, cuando había más nieve y las navidades eran mucho más navidades.


A mi vecino se le ocurrió un buen día comprar un terreno. Tenía en proyecto construir una nave ganadera. Todo estaba perfectamente planificado en su cabeza, como merece cualquier proyecto. Una de las cosas más en común que existía en mi calle era que los presupuestos de las familias siempre andaban todos muy justitos, lo cual tuvo de primera hora en cuenta mi vecino. Nada de préstamos, se dijo (y muy bien dicho), todo lo haré yo mismo. Yo excavaré a piocha los surcos de la cimentación, yo haré mis propios ladrillos, yo levantaré las paredes, yo buscaré las chapas para el tejado, y cuando esté todo listo, iré de aquí para allá buscando las mejores vacas de selección. Mientras llevo a cabo el primer segmento de mi proyecto mis hijos se irán criando. Llegarán sanos y fuertes y justo a tiempo para empezar a ordeñar, a dar de comer, a repartir de calle en calle la leche de mis vacas con mi Seiscientos marrón.


Qué bonitos son los sueños, qué dulces. Y qué agria y fea la realidad.


La nave la construyó, y tal como lo había previsto. Ole los huevos de mi vecino. Pero se topó con Industria. Que yo esa palabra creo que ya la había escuchado antes, y que más o menos la comprendía. Pero escuchada en boca de mi vecino, con ese rictus, y esas gafas de Videla, me sonaba distinta. Era como si el significado de esa palabra pasara de ser simple a poderoso, qué digo poderoso, pasara a ser dios, o diosa mejor dicho.


Yo ya no me preguntaba qué es industria, o la industria. Sino quién es Industria.


Y como no encontraba respuesta oral, posiblemente porque tampoco me atreví a preguntarlo dada mi timidez, perenne también como el rictus de mi vecino, comencé a imaginar quién era esa Industria de la que mi vecino hablaba.


Así que la vi como una diosa griega. Como una estatua gigante de mármol. Un pelín provocadora. Cabello largo y de rizos. Turgentes senos bajo la túnica. Sensuales labios. Mirada esquiva. Firmes muslos. Esbeltos tobillos. Lindas sandalias. Aristocrática. Omnipotente. Mi diosa Palas Industhria. Un brazo caído, lacio, y en su mano, una caja de herramientas. En la otra mano, erguida, tensa, en lugar de antorcha o lira, un manojo de billetes. 


Maldita la hora en que escuché que Palas Industhria no era más que un organismo del Estado. Un lugar de papeleos y donde se dan permisos y hay gente con muy mala cara y bostezos y máquinas de café arrinconadas.


Palas Industhria de pronto pasó a darme asco. Le había negado a mi vecino el permiso de enganche eléctrico. Yo me derrumbé un poco. Pero mi vecino siguió insistiendo. Y tan pesado se puso que al final se lo dieron. 


Pero sus hijos crecieron, y le dijeron al padre que nanái de vacas. Y dijo el padre: pues entonces cabras. Y allá que compró unas trescientas. Arrendó algunas fincas, cambió su Seiscientos por un Cientoveintisiete, mucho más coche, dónde va a parar. Pero dos años duró el negocio. Peleas entre hermanos, lo típico.

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