Haría de mi piel una pancarta;
de sus manchas un himno.
No habría mejor forma de expresarme,
mayor bandera o canto
ante esa realidad que nos oprime.
Me refiero en mi caso
a débiles conscientes.
Me refiero en mi caso
a cierta inteligencia.
Que la piedra por piedra
es más feliz que el hombre,
la yerba por ser yerba,
las galaxias ignotas y distantes.
Me refiero en mi caso
al ángel que me habita en cada ocaso.
Ya no existen mis padres ni sus huesos.
No existe camposanto en que rezarles.
Existen ligamentos invisibles
que me atan al pasado,
al olor del pescado en la plaza de abastos, tinajas de aceitunas para el año. Mi madre en delantal fregando platos. Mi padre y su mandil y su flor de madera exhalando en sus manos.
No debí de existir.
No me lo preguntaron.
Yo no vivo, me engaño con poemas.
No camino, me arrastro.
No debe de ser sangre lo que surca mis venas, sino extraña sustancia.
Un líquido sin nombre
nacido en las montañas del fracaso.
Una tórtola arrulla en yo no sé qué árbol vecindario. Me entretiene su canto. Le divido el compás en tres por cuatro.
Si me apuran podré reconvertirlo en gregoriano.
Y así voy por las trochas de mi vida,
buscador incansable de algo extraordinario,
de aquello que me eleve hacia los cielos magnos,
al instante sutil de los relámpagos,
bandadas de palomas,
un charco en la mañana tras la noche lluviosa,
una pella de barro entre mis manos,
y moldear figuras a mi antojo
donde nadie me vea,
lejos, muy lejos,
en una cueva huraña,
reservado del viento y las tormentas
de esta sociedad pestilente y macabra.
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