viernes, 8 de diciembre de 2017

Tiempos modernos

En la fábrica de personas normales todos sus operarios, incluido el jefe, no son normales. Ellos se consideran a sí mismos supranormales.

La fábrica es enorme, y crece continuamente. Tiene jardines en la entrada dotados con modernos sistemas de riego y la zona de administración es más grande que la fábrica en sí. Tiene secretarias y secretarios con trajes de buen corte y perfectas sonrisas. En las oficinas sus paredes verticales muestran lienzos horizontales de ladrillo rojo adornadas con macetas con plantas de color verde, y todo está minuciosamente pensado y ordenado, de tal forma que en el rincón de la sala de espera donde está la mesita con las revistas para el cliente, no quepa la mesita del rincón de la sala de espera donde están las revistas para el proveedor; que en el perchero para los sombreros no quepa una gorra, o que la máquina dispensadora de cafés no oferte café con el doble de azúcar.

El jefe es persona sensata y amable. Hecho a sí mismo. Apenas fue a la escuela, pero sabe sobre mucho. Compra en subastas cuadros buenísimos porque son muy caros. Sabe que más de diez sirvientes trabajan en su casa. Sabe que en su casa hay una mujer y seis niños y paredes donde ve colgados los cuadros que compra en las subastas. Los domingos juega al golf con su director gerente y su asesor financiero. Luego, después del torneo, en el mesón El Fogón de Chus-Rasco, se les une el alcalde y el director del banco con quienes conversan distendida y confraternalmente, sin percatarse a veces, de tan ensimismados entre sus serios asuntos, que en ocasiones es un mono adiestrado el que lava los servicios. Luego paga y se va a casa ansioso de que amanezca el lunes.

Secretarios y secretarias viven en bonitas casas adosadas con barbacoa y columpio, todas idénticas salvo en los nombres escritos sobre los buzones de correo de la entrada, donde nunca llega la publicidad ambulante, pero donde nunca faltan las cartas del banco. Amplios parques de majestuosos árboles sin nidos ornamentan y abrigan este tipo de urbanizaciones, tan tranquilas.

El resto de operarios son más de verticalidades y agrupaciones. En altos bloques con ascensores divididos en plantas y apartamentos viven todos juntos. Todo es muy democrático y común, todo es compartido y disfrutado al unísono. También todo es muy similar en parte a las casas de los secretarios y secretarias en lo que a epístolas se refiere: aunque aquí sí llega la publicidad ambulante sobre ofertas de choped y lechugas, sí que también nunca faltan las cartas del banco, ni las de la telefonía móvil, ni las del seguro de la vivienda, las del seguro del coche, las de decesos, las de internet, las de electricidad, las del gas, las del agua, y en algunos casos las de las televisiones de pago, las de Círculo de lectores, las del ordenador comprado a plazos y las de la colección de coches clásicos en miniatura.

Todo es perfectamente perfecto en la ciudad de la fábrica de personas normales. Los trenes salen y entran puntuales de la estación y parte del producto de la fábrica mantiene limpias las calles y cambia las bombillas fundidas de las farolas, desatasca las cañerías obstruidas, o barre las hojas secas de los árboles en otoño para que no parezca otoño.

Una tarde de primavera, ya bien pasada la hora del cierre de la fábrica, un niño pasea junto a su abuelo y su globo atado al dedito, pero al tropezar con una piedra se le desata. El globo sube hacia el cielo y una lágrima baja hasta el suelo, aunque tampoco llora mucho, se lo toma a bien, porque había leído en un libro de su padre que los globos están llenos de helio, que es un gas menos denso que el aire, pesa menos, es decir: que la fuerza de gravedad... en fin, todo eso sabe el niño.

Pero el resto de habitantes de la ciudad, en un mágico y al alimón asombro corporativo, en una descomunal comunidad de bocas abiertas y ojos absortos, desde el jefe en su mansión, el secretario en su casa adosada, el empleado común, el alcalde y el banquero y todo el producto de la fábrica, unos desde sus ventanas, otros desde la calle, pero todos sin excepción contemplaron, embobados y mudos, cómo aquella bola roja cruzaba por los aires la ciudad de parte a parte y se iba haciendo cada vez más pequeña, cada vez más pequeña, cada vez más pequeña, hasta desaparecer por completo, libre y solitaria, en la lejanía.


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