Podré vestir mi cuerpo,
pero para mi alma no quiero ropa.
Ni ropa ni que hable con idiomas extraños.
Ella tiene su idioma para expresarse sola,
habla con el mismo lenguaje de los ríos
y el de las abejas.
Podré y a veces hago camuflar mi cuerpo entre los decorados.
Acostumbro a perderme en otros bosques,
subir hasta tal cima, nadar mares adentro,
donde al final encuentro no más que soledad, silencio y extravío.
Pero en otro lugar queda mi alma,
abajo, en el principio, al pie de las orillas,
transparente y certera como el agua, concreta y definida como la luna llena.
A veces, muchas veces, la tengo en el olvido.
Pero ni el peor viento, ni el tiempo, ni las olas, ni yo mismo en su olvido la erosionan.
Cuando desciendo la cima,
cuando me desenredo de los bosques, cuando vuelvo a pisar
nuevamente la arena,
ahí está ella.
Siempre me espera.
Tan exacta a la de siempre vuelve a alumbrarme clara y sin esquinas.
Va llegando el día de abandonar cimas, bosques y océanos que poco tienen que ver con nosotros. Recuperar mi ser y mi voz, oh fiel compañera. Mirar al sol de nuevo pero desde mis propios ojos para proclamármelo y proclamarlo ante el mundo. Eso es el sol, diré seguro.
De tu mano alma mía quiero gastar el tiempo que nos queda.
Hablaremos con nuestro lenguaje igual al de los ríos y las abejas, entendiéndonos perfecto, musicales y unidos.
Desnudos y transparentes como el agua gastaremos nuestro aire hasta el final del viaje, contemplando la brisa de vals
que hace bailar los olivos, el pan recién hecho, el caldo del cocido, la lluvia y los claveles.
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