Sobre la vieja pared, la farola
apuntala la historia con sosiego,
con trato bondadoso se diría,
como dejándose engañar tal vez.
La insultante juventud de su luz,
parece como querer refrenarse,
como menguarse en su caudal brilloso,
transformándose su empuje en caricia.
Y la anciana pared se lo agradece.
Su cal se vuelve nata en un pastel
de piedra, y en caramelo, los hierros
oxidados de la ventana antigua.
La ventana es un ojo cuyos párpados,
aun en vida, alguien se los cerró.
No sé si está pensando, si dormida.
De fantasmal silencio está cubierta.
Yo sé de esas paredes y ventanas.
Yo sé de aquella casa, cuando niño,
en la espaciosa habitación,
en recibir a Cristo me educaban.
Pero más que la carne consagrada,
agria y seca, recuerdo con dulzura
un sabor a regaliz, y un amor
abriéndose a la mano del obsequio.
Delicadezas que se contrastaban
frente a las rudas formas de mi barrio.
Sutilezas que marcaban distancias,
mas nunca las sentí como un agravio.
Todo era amplio, alto y luminoso
dentro de aquella casa. La escalera
me ascendía no sé a qué dulce cielo.
Su cara era clara, como las nubes.
La calle está desierta. Es de noche.
La farola ilumina delicada.
Frente al tiempo, se yergue la pared.
Tras la pared, lento, se tiende el tiempo.
domingo, 6 de octubre de 2019
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