martes, 9 de enero de 2024

 La primavera se extiende por la pared de los meses como dolor sin olvido, como el peor de los daños que hayas cometido. Ya no hay nieve que borre tus huellas en el camino. La chimenea bosteza mostrando su negra boca. La manta es artículo inútil. Qué mérito tendrá abril, cuál mayo. Maldigo al buen poeta y sus plegarias de eternas primaveras. Depreco yo, mediano rimador, más llorón que poeta, por todo lo contrario: necesito un invierno. Un invierno que ofrezca algún sentido a este discurrir continuo, sin alternancias, monótono, cálido, sí, y florido. Tanto como aburrido. Que no es vida esto, si lo analizo. Un invierno. Un invierno a lo antiguo, de escarcha en las cunetas, de vaho en los cristales, de aroma a sahumerio bajo el religioso manto de las nagüillas. De lirios blancos, violetas, amarillos; del anhelo del almendro y del romero allá en la sierra, por ser flor sencilla. De la traviesa aventura al regresar de la escuela dibujando, saltando, universos de órbitas concéntricas, líquidas, expansivas. De botitas de paño, luego, al amparo del ascua, secándose en la tarima.


(Este poema comencé a escribirlo hace ya varios días, cuando enero sólo era enero en el almanaque. Parece que mi ruego, quizás por ser tan sincero, no necesitó ser mostrado para surtir efecto por quién sabe qué misteriosos agentes. Hoy, que lo hago público, enero sí tiene pinta de enero en la calle, en el cielo, en el aire y en los campos, incluso en mi propio espíritu. Otras cosas sé de sobra que ni los mismos dioses podrán devolverme.)

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