miércoles, 10 de enero de 2024

 Tejo un mantel con palabras, un manto.

Lo agarro en los extremos con mis manos.

Salto, y la tela se ambomba igual que un paracaídas. Mi distancia hasta el fin sigue siendo la misma. Mi objetivo: mesurar mi paso por el recorrido, aún ofertado; entretener mi visión mientras tanto a ritmo más pausado. Nada me salva, ni hay peros admisibles. Tan solo lentifico mi consumo inexorable. No describo, porque no veo, sino siento. Ni color ni paisajes. He cerrado los ojos. Parece que es invierno, y la madera cruje con su grito de siempre: apenas perceptible a mis oídos. ¿Es totémico el sonido? No lo sé. Lo supongo. Lo imagino. Puedo estar junto a mi madre, hace mil años, o mil océanos, o entre mil vientos de incertidumbres. Sin embargo, en mi estómago, la vida continúa. Siento hambre. Olvido este inútil empeño ¿en qué? Me atengo a lo único y veraz: lo primitivo: tengo hambre. 

Ya no es pasión, ahora, lo que me impulsa, sino lo viejo, de donde vengo, lo que sí soy, el artefacto tangible y definido, con lo que verdaderamente existo: animal, con hambre. Y en todo caso: animal hambriento gastando (¿malgastando?) su tiempo tras no sé qué luz.

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