Algunas personas me hablan -en su preciado anonimato de
gente común y actual y sencilla,
sin percatarse
de que suenan en mí a manzanos en flor,
a acequia rumorosa entre mimbreras,
a pan con queso y aceite,
a grifo goteante de barril de bueno y dulce vino, su caldo en el cubito para el no desperdicio.
Me cuentan sus historias, sus proyectos,
el pasado y presente de sus vidas,
sus cotidianos quehaceres como si tal cosa.
Pero sus palabras, en lo oscuro y de lejos,
me vienen cargadas de agua y sol, de tormenta y pedrisco, de azada y laboreo,
de paisajes de higueras extinguidas, calles de piedra y junco, viejas costumbres, olor a incienso, balcón engalanado, mujeres de mantilla. De arcones y alacenas jugándoselo todo a la esperanza.
Me dicen cosas preciosas y hondas, sí, mas tal pájaros cantores que ignoran cuánto cantan lo que cantan con su canto.
Es cierto que las oigo,
y atentamente además. Pero con la imposibilidad de olvidar por un momento
su color y su aroma, la luz que me proyectan sin saberlo, deleitándome, rozando con la devoción.
Porque un regusto
a recuerdo vivo despierta en mi paladar.
Porque ciertas personas no saben aún
qué son sus palabras en mi oído,
lo que fabrican en él, lo que me animan.
Una especie de oros sepultados
resucita en mi dormido ser
cuando las escucho.