domingo, 30 de octubre de 2022

 Sentado, sobre las raíces aéreas de un eucalipto, pienso en que tal vez este árbol conoció el humo del carbón de las locomotoras. Mis brazos no alcanzan rodear su tronco. Pienso en cuántas cosas trata de decirme desde su vegetal silencio: más allá de aquellas locomotoras, quizás, también conoció un entorno sin raíles ni pitidos, sin lágrimas de despedida. Sólo campo. Sencillamente campo. 


Algo alejado, se escucha un trasiego de tractores con remolque. Van directos hacia los campos. Allá va la jauría de hombres y mujeres a golpear otro tipo de árboles, a conquistar su pan, a su ir transitando por la tierra y la mesa transformando la aceituna en garbanzo, el sudor en mensual recibo, el ahogo en regalo de compromiso. (El aceite primero y más virgen no nace en la almazara, sino en las varas de los jornaleros y en los fardos de plomo de las jornaleras, por lo común humildes. Y así fue siempre.)


Ya clarea el día. Una muchacha llega, arrastrando su maleta. Es como una cerilla que arranca el incendio que me espera después. Las prisas, los semáforos. 


Yo apuro otro cigarro. Aguanto un poco más sobre mi amigo eucalipto, bajo las últimas estrellas, donde el silencio rey comienza a perder de nuevo su corona. 


Dicen que los eucaliptos crecen a la orilla del agua. Aquí no hay agua por ningún sitio. Sólo adioses.  Por eso comprendo lo que el eucalipto intenta decirme desde su vegetal silencio, desde su soledad sonora. Que los adioses son de agua. De ellos se alimenta. Por ello mis brazos no alcanzan rodear su tronco. (Es un hombre serio. Es un hombre sabio. Es un hombre viejo, serio y sabio, el eucalipto. Es como un abuelo que te duele).


Los holas son como golondrinas que pasan. Sólo los adioses permanecen alimentando cuerpos de eucaliptos legendarios, solitarios, por detrás de la verja, anclados, tenazmente enraizados en su perenne otoño, adosados al andén del tiempo y de la pena.

jueves, 13 de octubre de 2022

 Tengo tímidos proyectos contigo. 

Cuando te los comente quizás no valgan nada. 

No tendré más proyecto para entonces que detener el tiempo, sostener esa música aérea en la órbita de Venus -hacia donde tus ojos se inclinan,

tronchar remos, bajar velas, lanzar ancla entre tus brazos fiordos regados de mar y de luz constelada. Y adentrado en tu tierra rogar al dios del viento espléndida cosecha.


Porque 

campo de trigo, sol, la propia lluvia eres.


Que todo lo demás será pírrica inventiva.


Tal fenicio me siento en costa extraña.

Mas tú me ofreces calma de hogar y de muralla.


En ti se me desnuda la verdad. 


Adiós lastre del tener que pensarte ahogado entre las reglas del silencio.


Aunque así bien está todo:

embrionario, en estado quiescente de crisálida. 

                           

Y a más tardar mejor. 

                           

Que lo malo es pasar. 

Que no te me conviertas otra vez en recuerdo. 


El volver a tenerte sabiendo que te irás

igual que mayo.

 Todo lo que encuentro caminando me entristece porque camino, sin percatarme, buscándote, esperando nuestro encuentro. 


Y no vendrás, no nos encontraremos. 


No sé si volverán a alinearse de nuevo los astros. 


Mientras tanto la ciudad se me atraganta. Todo es de piedra o cristal, de caro perfume o pírrica limosna si tu mirada no encuentro. 


Si te encontrara podría salvar lo que me infunden los pordioseros de la calle, por los que puedo hacer poco. El mismo sol bajaría hacia mí también y la comida tendría su sabor auténtico.

  Allá por las últimas alturas respirables le dijo el zángano último a la abejita reina: -Frótate una de tus últimas patitas por entre la úl...