Recuerdo con dulzura el aroma a colonia
de hombres y mujeres que rodearon mi infancia.
Hombres, eran hombres.
Mujeres, íntegras mujeres.
El olor de los hombres y mujeres de mi infancia
ha llegado hoy a mí.
No sé por qué, ni para qué.
Quizás porque ando falto de verdad, de integridad.
Quizás porque un cometa me atrapó,
me elevó de la tierra.
Me apartó. Me convirtió a la vez
en el propio cometa de mí mismo.
Mas un hilo de cuerda, invisible y sensible, pero fuerte, no me deja escapar.
Y hoy huelo a Mesones, a barbería de Félix,
a naranjos en flor en El Salón, a Villa de Madrid, a calle de los cojos tal mi madre decía (su nombre verdadero es Libertad),
a la Plaza de Abastos, a voces de hortelano
y charcuteros gritando mercancías,
a la doble ración de caramelos por un premio, la taberna del Rubio (antes ancá Lechuga), ancá Copete, con su blusa morada nazarena.
No sé por qué ni para qué, hoy recuerdo con dulzura el aroma a colonia de hombres y mujeres que rodearon mi infancia,
sobre todo en sus manos.
A viruta y serrín las de mi padre.
A cebolla y lejía
las de mi madre.
Hay verdades inmunes a la muerte,
certezas que traspasan las crueles fronteras
de lo que ya no está,
ancladas en el fondo del alma
del que supo aceptar con dignidad
que toda la vida cabe en pétalos de almendro,
a merced del final, cual víctima del viento.
Del invierno finito, del cartero Bigotes,
del cura Don José, de aquella catequesis churretera en la casa del amo de mi abuelo.
Las manos de Pilar, mi catequista,
oliendo a regaliz. ¡Sus ricos caramelos!
abriéndome de paso por umbrales de azúcar
las puertas de otros mundos paralelos,
de amores más precisos
y distintos
a todo su Evangelio y Jesucristo.
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