En mi calle los cuerpos de los hombres
olían a sudores y a tomillo.
En arrugas faciales,
en uñas y nudillos deformados,
la piel era un reflejo del secano
o el tronco retorcido del olivo.
No conformes, en los ratos de asueto,
sobre el rebate tibio,
urdían lentamente las sierpes del esparto.
El vino florecía en sus mejillas
como una rosa roja, justo junto a la orilla
de sus ojos acuosos.
Cada tarde mi calle se moría
en revuelo de juegos de chiquillos:
intrépidos partidos de pelota en la empinada cuesta;
en combas y escondites; pillapillas
al son de Los Chunguitos y Los Chichos.
En navaja afilada sobre un trozo de pan y algo de tocino (y un cazo de gazpacho si sobrara a mediodía).
Los gatos peleaban al sacar la basura, mientras con sutileza,
en el aire sencillo del barrio corachero,
de la dama de noche se expandía
un aroma (tan humilde y profundo)
que en el sueño vencido aún me persigue
igual que golondrina desnortada
en las nieblas del tiempo,
sin rumbo ni camino hacia su nido.