miércoles, 24 de noviembre de 2021

 Un motivo del escribir es el del uso de la palabra como forma de perpetuar aquello que sucede a la manera de los fotógrafos: detener y agarrar lo maravilloso conscientemente seguros de que va a dejar de suceder, de existir. Aunque con una gran ventaja respecto a ellos: el escritor puede también "fotografiar" lo invisible y lo intangible. O lo que sí fue posible de ver y de tocar pero que el tiempo y el espacio lo han arrastrado a ese rincón de la memoria donde los hechos se transforman, aunque también por fortuna, inexorablemente en recuerdos.


Creo que no existe el presente en la escritura, como tampoco el futuro. Creo que todo escritor escribe siempre en pasado. No es presente siquiera esto que ahora escribo, pues he necesitado gastar un tiempo en desarrollar mi idea en mi pensamiento para luego plasmarla por escrito, como tampoco serán ya presente estas palabras una vez que las publique y alguien las lea. Así que lo de decir: "este texto está escrito en presente" es pura abstracción, es imposible hacerlo.


Hecha esta aclaración, quiero contar algo de mi presente actual, aunque haga ya días que sucedió. Quiero plasmar con mis palabras una imagen bellísima, uno de tantos tesoros que la vida insiste en ofrecernos, aunque también insista a la vez en darnos otro tipo de cosas que es mejor olvidarlas de inmediato, si se puede.


Pasaba yo el otro día junto a la Plaza de América, ésa que está integrada en el sevillano parque de María Luisa; la de las palomas y sus puestecillos de arvejones que compran los excursionistas.


No había mucha gente en la plaza: varios adultos, y un nutrido grupo de niños divirtiéndose de lo lindo, riendo y gritando alborotados con el típico divertimento que allí se acostumbra de ofrecer los arvejones a las palomas. Ellas, libres pero domesticadas, perdido todo miedo a los humanos, se abalanzan sobre aquel o aquella que en su mano enseña un puñado de alimento, que no por repetido a diario, y a la muestra está, les deja de parecer suculento.


Recordé entonces cuando yo también fui niño allí, la emoción del sostener una paloma en mi mano infantil, picoteando en mi palma, el escalofrío en mi espalda, mis ojos como dos flores regadas de rocío, en la afilada frontera en la que el llanto divaga entre el hacerlo por miedo o por alegría.


Algo, no sé qué fue, me sacó de pronto de mis recuerdos, como también los niños, los del presente del otro día, dejaron de reír y de gritar y de alborotarse. Repito que yo no sé qué pasó exactamente. El caso es que todas las palomas se elevaron a la par en vuelo, y formaron una especie de torbellino, una nube en espiral ascendente, ampliándose en cada giro. Todas al unísono. No hubo más ruido que el de sus aleteos. Incluso la luz espectacular del sol de Sevilla se vio eclipsada, más menuda, por aquel baile de sombras rapidísimas, individualmente mínimas, pero en conjunto poderosas como un ejército que avanza a la victoria pase lo que pase y caiga quien caiga.


Duró un instante. Me impresionó muchísimo y por ello lo escribo. Prolongo su existencia con mis letras, las cuales publico y comparto a modo de espejo que no sólo refleja sino que graba en su cristal los hechos ocurridos frente a la fatalidad del tiempo.

martes, 23 de noviembre de 2021

 Avenida de La Palmera.

Desubicado, mirando aquí y allá,

un podenco andaluz

por el paso de cebra.

Un podenco andaluz,

alejado del campo y dentro de la selva.


Perdió su rastro no sé tras cuánto tiempo, tras qué conejo, qué perdiz, tras qué vereda.


Un podenco andaluz 

por tierras sin lentiscos, 

sin jaras ni tomillos,

parece un anarquista en mitin de derechas.


La mujer del vehículo que hay delante de mí,

lo observa. Abre su puerta. Pone pie en la carretera.


Pero cambia el semáforo, y pita el impaciente, y la mujer, a la carrera, quita el pie de la tierra, cierra la puerta, deniega y acelera.


Y todos nos perdemos en la jungla de asfalto y nieblas de gasoil, a tumba abierta, tras nuestros propios rastros, mirando aquí y allá, como desubicados. Como asustados King Konges en nuestras respectivas Nuevas Yorkes. Como podencos andaluces por un paso de cebra.

lunes, 8 de noviembre de 2021

 Aún somos los mismos.


Y qué distintos.


Envidio a las castañas, el color de su piel, su aroma a campo eterno, sabor a primer beso.


Por una sola castaña resbalan mundos infinitos. Igual le ocurre al granado y al madroño.

 Cuando yo era chico tenía un vecino en mi calle un tanto especial. Bueno, mucho más que un tanto, para ser sincero. Usaba unas gafas de sol de cristales verdes, que a mí me recordaban a las de Videla, aquel "simpático" general argentino, aunque yo a Videla siempre lo vi en blanco y negro.


Mi vecino no era un asesino, pero estaba algo pallá. Jugaba al ajedrez, aunque con sus propias reglas. Los movimientos de las piezas tenían que ser según dijese él, así te hubieses leído todos los manuales sobre el juego. Y no había quien lo contradijera. Lo que él decía era lo que tenía que ser. Tampoco era mi calle un nido de intelectuales que se dijera. A casi nadie le gustaba el ajedrez, preferían las cartas. De esta manera mi vecino lo tenía mucho más fácil para ganarle a cualquiera.


Mi vecino tenía un rictus "perennemente serio". Nunca lo vi reír, y creo que ni sonreír siquiera. Tenía un Seiscientos color chocolate. Caminaba más erguido que un lápiz por mi calle, que ya tiene su mérito. Porque mi calle era lo más parecido a esas pistas de saltos de esquí que antes salían en televisión cada primero de enero, cuando había más nieve y las navidades eran mucho más navidades.


A mi vecino se le ocurrió un buen día comprar un terreno. Tenía en proyecto construir una nave ganadera. Todo estaba perfectamente planificado en su cabeza, como merece cualquier proyecto. Una de las cosas más en común que existía en mi calle era que los presupuestos de las familias siempre andaban todos muy justitos, lo cual tuvo de primera hora en cuenta mi vecino. Nada de préstamos, se dijo (y muy bien dicho), todo lo haré yo mismo. Yo excavaré a piocha los surcos de la cimentación, yo haré mis propios ladrillos, yo levantaré las paredes, yo buscaré las chapas para el tejado, y cuando esté todo listo, iré de aquí para allá buscando las mejores vacas de selección. Mientras llevo a cabo el primer segmento de mi proyecto mis hijos se irán criando. Llegarán sanos y fuertes y justo a tiempo para empezar a ordeñar, a dar de comer, a repartir de calle en calle la leche de mis vacas con mi Seiscientos marrón.


Qué bonitos son los sueños, qué dulces. Y qué agria y fea la realidad.


La nave la construyó, y tal como lo había previsto. Ole los huevos de mi vecino. Pero se topó con Industria. Que yo esa palabra creo que ya la había escuchado antes, y que más o menos la comprendía. Pero escuchada en boca de mi vecino, con ese rictus, y esas gafas de Videla, me sonaba distinta. Era como si el significado de esa palabra pasara de ser simple a poderoso, qué digo poderoso, pasara a ser dios, o diosa mejor dicho.


Yo ya no me preguntaba qué es industria, o la industria. Sino quién es Industria.


Y como no encontraba respuesta oral, posiblemente porque tampoco me atreví a preguntarlo dada mi timidez, perenne también como el rictus de mi vecino, comencé a imaginar quién era esa Industria de la que mi vecino hablaba.


Así que la vi como una diosa griega. Como una estatua gigante de mármol. Un pelín provocadora. Cabello largo y de rizos. Turgentes senos bajo la túnica. Sensuales labios. Mirada esquiva. Firmes muslos. Esbeltos tobillos. Lindas sandalias. Aristocrática. Omnipotente. Mi diosa Palas Industhria. Un brazo caído, lacio, y en su mano, una caja de herramientas. En la otra mano, erguida, tensa, en lugar de antorcha o lira, un manojo de billetes. 


Maldita la hora en que escuché que Palas Industhria no era más que un organismo del Estado. Un lugar de papeleos y donde se dan permisos y hay gente con muy mala cara y bostezos y máquinas de café arrinconadas.


Palas Industhria de pronto pasó a darme asco. Le había negado a mi vecino el permiso de enganche eléctrico. Yo me derrumbé un poco. Pero mi vecino siguió insistiendo. Y tan pesado se puso que al final se lo dieron. 


Pero sus hijos crecieron, y le dijeron al padre que nanái de vacas. Y dijo el padre: pues entonces cabras. Y allá que compró unas trescientas. Arrendó algunas fincas, cambió su Seiscientos por un Cientoveintisiete, mucho más coche, dónde va a parar. Pero dos años duró el negocio. Peleas entre hermanos, lo típico.

 Una dedicatoria en la primera página

de un ajado libro.

Dos o tres fotos en el teléfono móvil

que yo no sé decir cuántos megas de memoria ocupan.

Cerrado tengo el libro junto a mí, y el teléfono apagado.


Y apenas hace unas horas... usted conmigo, yo con usted, hablando juntos.


Es así, como usted bien decía: el tiempo nos castiga.

Ya ve. Hace unas horas, repito, me firmaba un libro, mi viejo libro, su libro.

Hace unas horas, insisto, me preguntaba mi nombre, le recogía su bastón caído al suelo, y usted buscaba su pluma por los bolsillos, y me contaba de aquel frío que pasó en Córdoba hará treinta y dos años, y de la escritura como una buena amiga, y de cambiar su León por Sevilla.

Hace unas horas, como digo.


Hace unas horas, perdón si desvarío, quise romper todos los relojes del mundo.


De usted he sabido quizás mucho. Más que de Dios, se lo aseguro. Pero jamás supe de su mujer. Tierna mirada de abuela sobre la mascarilla. "En León... hace sol todavía. Y estamos en octubre." Cansada mirada de mujer mayor. Débil voz. Bastón. Torpeza. Lentitud. Pero a su lado aún, Don Antonio. A cientos de kilómetros de vuestra cama y de vuestra mesa. Apurando con usted, compartiendo con usted, todavía ahí, después de ya casi todo, después de ya tanto de tanto, hasta el punto final de los finales de todos sus poemas.


"Si usted escribe, y siente que su vida en algo, aunque sea mínimo, es mejor, no le pidamos ya más a la escritura", tampoco lo olvidaré mientras viva.


Don Antonio. Déjeme decirle una cosa: usted, en aquel banco sentado, era un hombre, y nada más que eso. Usted, no sé cómo lo hizo, me desnudó su disfraz de ídolo. Yo no sé bien cómo sucedió. Hablábamos del tiempo, como con cualquier desconocido. Usted llevaba audífonos, y yo no estaba nervioso. Nuestra conversación era fluida. Normal. Común. Y creo que se hubiese alargado de no haberse empezado a llenar todo de corbatas.


Media hora primera de palabras vacías, vanas, de elegantes cumplidos, pero fríos, distantes. Mientras, usted, a lo suyo, a callar, a aguantar el chaparrón, a esperar su turno. Y a leer luego por fin. A recitar. Que para eso vino. Y a eso fuimos. A ESCUCHAR A USTED. Media hora segunda de palabras profundas. En directo. Ya no eran vídeos. Su voz desde sus pulmones en el mismo aire que compartíamos.


No, hoy no eran vídeos. 


Don Antonio, usted es sencillo. Usted es un hombre, simplemente. Pero también es profundo, muy profundo, y aromático y extraño, como los claveles. Tan extraño y enrevesado y tan normal y doméstico como los claveles. 


Es posible, es muy posible, creo, que usted y yo no volvamos a estar juntos.


Su firma, sobre mi viejo libro, su libro, la toco y está fría.

Y apenas hace unas horas.


El tiempo nos castiga, como bien dijo.

 A veces mi cabeza es un desierto,

una noche de enero donde cantan

los grillos del silencio.


No es un estado anímico,

ni lo puedo entender como acto voluntario.


Es todo lo contrario. La quietud

se aposenta en mis entrañas.

Ni siento ni padezco. No poseo.


La noche pinta en bastos,

y entonces es así como sucede:

de repente echo en falta a los gorriones,

o acaso algún murciélago,

y libro a mis oídos buscando ese sonido

que motive mi sangre y la deshiele.


Y de pronto los trigos allá lejos, y los ríos

naciendo como nuevos, como nuevos fluyendo;

la casa, el pan, el vino, el plato, el beso;

y un ruido de polluelos dentro de mi cerebro.


Confusos garabatos sobre el papel en blanco 

simulan universos, un gato, un puercoespín, 

las huellas de algún lobo solitario y hambriento, o el viejo mapa párvulo

de islas con tesoros.


No hay lugar a la pena y me sincero:

volver a oler a espliego es todo mi deseo.


Sobre las altas cumbres, donde enloquece el tiempo,

y es tan distinto el cielo,

me guiña un ojo el viento.

  Allá por las últimas alturas respirables le dijo el zángano último a la abejita reina: -Frótate una de tus últimas patitas por entre la úl...