jueves, 25 de febrero de 2021

 Antes de enseñar este escrito, quizás por ética o por moral, por vergüenza o por educación, debiera anteponer una advertencia, al estilo de aquellos rombos que antiguamente colocaban en una esquina de la imagen del televisor. 


Pues eso, esto que voy a escribir va precedido de dos rombos. (En verdad, yo cuando era niño, siempre imaginé aquellos rombos como un par de hermanos gemelos de las pastillas Juanola, pero blancos. Que no hacía falta para ser hermanos tener el mismo padre y la misma madre a la vez. Es que uno lleva mucho tiempo observando las cosas, cuestionándolas, haciendo comparaciones. Y en los finales de los setenta, y en bastante cacho de los ochenta, cada día contenía un instante mágico, el instante en que en la pantalla aparecía aquel par de rombos, sobre todo los viernes. Y yo, o más bien mi sangre, se volvía lava, y mi boca y mis ojos cráteres, y mi aliento olía a azufre, y mi piel emanaba gases. Pero yo no sabía todavía que tocando por aquí y por allá, y una vez tocado lo preciso, y luego agarrado, y después de agarrado si lo subes, si lo bajas, y luego otra vez, y después otra, en fin, que yo todavía era muy niño, y tardé, claro que tardé, seguramente lo descubrí en el otro cacho restante de los ochenta, en las fronteras de mis catorce, quince, o dieciséis. Benditos calcetines que ya no sólo servían para colocártelos en los pies, ni los pañuelos de tela ya no eran sólo para sonarte los mocos o secarte el sudor, sus funciones habían aumentado, para una cosa nueva, y qué cosa dios mío, qué cosa tan maravillosa, joder, y nunca mejor dicho, porque era lo que empecé a desear, aquellas Sofías Loren, aquellas Raffaellas Carrà, y Dios sabe que me daba aquello incluso Ana Diosdado. Quizás con Ana empezó mi poética, desear, aparte de carne, espíritu, y en la Diosdado todo confluía, meandros de mis deseos, separación a la par que unión, como en el crecer, como en el fluir, a veces consiste en descuartizar para continuar creciendo y fluyendo, que cada cosa críe por su lugar, para volverse uno solo al final. Sí, con Ana también me la casqué...)


Pero yo venía a hablar aquí de mi escrito, que es muy sencillo. Pero me vais a tener que perdonar, porque entre rombos, volcanes, Enmas Ozores, Victorias Vega, Charos López,  yo ya no sé qué iba a escribir. 

 Envejecer es desnudar el pan y el aire de todos sus disfraces, es apreciar mejor lo azul del cielo, la calidez de la carne en un simple beso.


Envejecer es cuando toca hacer las paces con el sol, dar gracias y pedir perdón.


Envejecer es "ascender a mendigo", suplicar un poco más de pan, más de sol, cierto abrigo, todavía más libros.


Envejecer es ir haciendo acopio de pobreza.

Envejecer es optar por la más fea, por la más despreciada acepción de las palabras.


Envejecer es dejarse insultar por los árboles y las piedras.


Envejecer duele como la desaceleración de un tiovivo.


Envejecer es tener miedo al marcapáginas de tu mejor novela.


Envejecer es dejarse elevar con el humo del tren que se va, y admitir para luego que aquí nada pasó, que fuimos simplemente un bello sueño de la nada.


Envejecer es evitar un derramamiento de sangre en los eslabones de la cadena que ata el ancla de tu barca a tu ribera.


Envejecer implica incluso darle gracias a la piedra bajo la cual naciste e hizo de ti un espino amarillo, y así confesarás ante la muerte. Que a pesar, y por amor, fuiste pájaro y nube. Y aquí tu corazón lo corrobora.


Envejecer, y a fin de cuentos, es quererse a sí mismo sobre todas las cosas. Dar las gracias de nuevo y volver a pedir perdón. Envejecer es comenzar a marcharse, como se vino, en simple paz, o acaso mejor cantando, ”que hay ruiseñores que cantan, encima de los fusiles", y ante el fatal desenlace de la última batalla.

jueves, 18 de febrero de 2021

 SÉ TÚ, E INTENTA SER FELIZ. PERO ANTE TODO SÉ TÚ. (Al parecer, la frase es de Charles Chaplin. Solía leerla cada sábado noche hace ya ciertos años en un cuadro colgado en la pared de un pub, entre confusiones mentales, mucha música y jaleo, una cerveza de tercio y un sándwich vegetal.)


A veces amanece nublado y con viento. Otras veces amanece limpio y azul, y todo parece mostrarse en calma. 


Amanezca como fuere, el caso es que cualquier amanecer nos vale para salir de la cama inventando proyectos, proyectando objetivos, objetivando sueños. 


A veces uno se levanta de la cama con deseos de encontrar una bici de ocasión, original, magnífica y barata, lista para su uso, y pasear sobre ella por lugares así como encantados. 


A veces, las menos, uno se levanta de la cama queriendo comprarse un piso. Un piso determinado, no cualquier piso. Que tuviese una terraza, aunque pequeña, pero donde poder sentarse a mirar el cielo, que lo habrá, sea nublado o azul, o los árboles del parque, si existiesen, así estén desnudos, o vestidos de hojas frágiles, igual que alas de mariposa. 


A veces uno sueña con sus propios sueños, los perfecciona, y desea una reja firme donde anclar su bicicleta, reja que estará justo al lado del piso, para cuando regrese de sus oníricos paseos, por lugares así como encantados, es decir, como idílicos.


A veces uno se levanta de la cama y confunde el día con la noche, si aún sigue dormido, o ya despierto; si ese sol o ese azul o esa niebla o ese viento que azota la ventana son verdaderos, o ahora forman parte de sus sueños. 


A veces uno se levanta de la cama confundiendo las cosas. Y suele doler bastante (en lo más hondo del alma) cuando aclaras realidad contra deseo, cernudamente.


A veces uno se levanta de la cama maldiciendo haber leído mucho, tal vez demasiado: a Celine, a Sampedro, a Saramago, a Antoine de Saint-Exupéry, a Aldous Huxley, a Georges Orwell, a Cortázar y su Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj. A ti no te regalan un reloj, eres tú el regalado. Pues lo mismo. Tú no vas a comprarte un piso, si es que lo hicieras, sino que vas a vender tu vida, a cambio de ese piso, de esa bicicleta de ocasión, de esos paseos de ensueño.


Porque soñar es muy barato, diríase gratis. Pero la realidad cuesta un riñón, un corazón, un pulmón, un cojón, una enormísima hipoteca del grandísimo copón.

 Ayer, a solas, pasé por Los Mesones. Calle (aparte de determinadas actuales circunstancias) fantasma, entre un barrio fantasma. Recordé, por esos lares, en esa soledad, procesiones, la misma calle, el mismo barrio, abarrotado de gente, de tiendas de chucherías, de bares aún vivos y a rebosar de clientes, de aromas a fritanga, pero de la buena, de aquélla y única que podía hacer renacer tu estómago harto de ochíos, magdalenas, roscos trenzados, arenques de vigilia, puras tortillas francesas al más puro estilo tortillas de bacalao, pero sin bacalao, con simple huevo, aunque el huevo se aproxime más a la carne que el bacalao, pero era cuestión de dinero, más que de religión. Aunque tampoco en mi casa supimos lo que era tener hambre, ni de carne ni de pescado ni de religión, porque para Señor y Cristo nos bastaba con nuestro padre, que fue un excelente trabajador, y a mi madre, que era maestra, Santa Carmen, en multiplicar las pesetas. Comíamos a diario, y de todo, fuese Octava o Semana Santa. Fantasía accesible, y barata. Y la algarabía de El Salón repleto de chicuelos, cáscaras de pipas desparramadas por el suelo, bolsas de gusanitos, palos de polos. Aquella plaza de abastos, cuando en verdad abastecía a toda su población sus necesidades básicas. Lunes pescado, miércoles telas, plásticos los viernes, carnes y legumbres los demás días, los más precisos, siendo sinceros. Gicos, Alfonso Toro, El Toldo (¿o se decía Tordo?), ancá Blanquito, y su rifa, los relojes de Pollique. La ferretería del Seasero, dame dos alcayatas, y un par de cáncamos, de los cortitos, para un par de retratos, de comunión, y una bombilla, de ciento veinticinco, encargar el butano, una sartén que no se pegue, y que no sea muy grande. La Villa de Madrid, y sus enamoradizantes dependientas, con sus collares y aromas a colonia buena, y sus dedos y uñas bien largas y pintadas, envolviendo tu compra con ese papel que al plegarlo, por dichas manos, te sonaba algo así como a celestial, pliegue que te pliegue, que te dejaba sonámbulo, no digo una, ni dos, ni tres, tal vez diez noches o más sin poder dormir, de puramente enamorado, embalsamado en aroma, en collares, en sonsoneo de pulseras tocando sobre el cristal del mostrador, extasiado en aquel crujir del envoltorio, negro y amarillo. Y el tema de los jeringos, casi mejor ni pensarlo. Sí, ahora sé que hay un hombre (de Aguadulce) que hace churros en la plaza, la de ahora, donde estaba aquella plaza, la de entonces. Tampoco son malos. Todo hay que decirlo. Pero aquellos churros de entonces eran mucho más jeringos que churros, aunque parezcan lo mismo, creo yo, y yo era mucho más yo que yo, sin dudarlo. Para estar en enero, no hacía mucho frío ayer por Los Mesones que digamos. Pero yo me sentía helado. Imaginé que así será la temperatura en las venas de los fantasmas. Ayer, creo que yo también era un fantasma 

por la Calle Mesones. Mi sangre seguía corriendo, eso es cierto, pero con cierto olor a gladiolo, a notificación de entierro, a vida ya sólo viva en Los Mesones de mi memoria, a una Estepa ya más cierta en mi corazón, que ésta que ven hoy mis ojos.

 Cuando miro los árboles del parque

no me bastan los ojos simplemente:

sobre mi corazón debo dar golpes,

son golpes armoniosos, musicales,

conectarme a la esencia que me dictan los árboles

más allá de su imagen.

La que flota invisible entre en sus ramas

como pulso en la sangre, como grito en el aire.

 Por los fríos senderos de aquel parque,

de repente ante mí,

como frutos de nieve sobre un árbol desnudo,

decenas de palomas, de arrullos blancos.


Yo no buscaba nada.

Si acaso soledad.

Si acaso cierta calma en las bodegas

de los troncos helados donde duerme la savia,

donde sueña y espera.


Los parques en invierno son crueles.

La umbría de los parques en invierno huele a tumba,

a materia podrida, a tierra desterrada.


Mas pude comprobar que todo es falso:

la nieve era de plumas, 

la hierba verdeciendo entre los fangos.


Quise cantar muy alto,

pues vi mi corazón, igual que las palomas,

aterido mas vivo posado en aquel árbol.


El ruido del silencio puso un dedo en sus labios.


Cerré los ojos. Guardé mi canto.


Me fundí en el invierno de aquel parque.

Suspiro fui, suspiro contenido en los pulmones,

invisible materia en las arterias

fluyendo entre la umbría de los desnudos álamos.

 Sí fui fábrica de instantes,

de qué me quejo si el sol, 

puro engranaje del tiempo,

"eriza sus pitas agrias"

sobre las tiernas adelfas

de mis dulces horizontes.

 El tiempo permanece.


Sin embargo los días,

cuando llega la noche,

se parten en mil trozos

como estrellas caídas 

en el cauce de un río.


Y hacia el mar se encaminan,

igual que peregrinas,

igual que pobres viudas

al campo de cipreses.

Callados. Lentamente.

 Debajo de esta lluvia y este viento

lucha cierto silencio

por seguir existiendo.

Se parece bastante a cuando te recuerdo.

O es quizás tu recuerdo

el que ante tanto ruido

no consiente investirse

en notario de ausencias.

Será que nuestras manos 

unidas nunca usaron las palabras,

será que nuestras bocas

en plena guerra de besos tampoco.

Será que fuimos música,

será que fuimos baile

en mitad del invierno.

 En el desierto:

amor es el oasis.

Nos mantenemos.


En el silbo de un pájaro perdido.

En el hueco de un nido abandonado.

En el eco que brilla en cada estrella

cual canción compartida.


Amor es el oasis.

Allí nos mantenemos.

 La oruga del limpiabó

se esconde en la concha 

de un caracol.


Sol, sol, sol.


Como el sol brillan las botas 

del gran señor.


Col, col, col.


Hierve la col en el nido 

de un ruiseñor.


Y en el balcón del halcón

luengas lonchas finas cuelgan

de buen jamón.


Jamón, jamón, jamón.


Saetas entona el barro

en las sandalias de esparto

de los pajarillos blancos.


Harto, harto, harto.


Dolor de espina dorsal. 

Vinagre, reúma y sal. 

Y la luna es un pañuelo de paño.


Daño, daño, daño.


El ruiseñor ha soñado

con peces color de estaño 

para sus pájaros blancos.


Llanto, llanto, llanto.


Sobre la espalda del limpiabó,

horizonte de alcanfor,

nunca amanece el sol.

 CARTA DE UN INDIO DE MINNESOTA A UNA INDIA DE KENTUCKY


Hemos de ser libres hasta para morirnos. Te cambio toda la hipocresía del mundo por un ramo de margaritas. Quién sabe, igual me atrevo un día a retomar la bicicleta o la caza de búfalos. Ando algo confuso. Imagina que te sumerges en agua, y cuando sales no recuerdas nada. A veces quisiera que eso ocurriera (a veces parece que algo así me sucede). Volver a descubrir la mejorana, a inyectarme Lorca en las venas por vez primera. En cuanto el suelo se me vuelve duro busco barro desesperadamente, orino en él si es preciso. A los pájaros sin alas no nos gusta demasiado pisar mucho en lo sólido. Por algo es líquida la sangre. Te cambio toda la rutina del mundo por un volcán en punto de erupción, por toda la nieve en la orilla de licuarse. Prueba a partir un bolígrafo que no te pinta bien, que no te agrada: es como pegar un grito en un abismo, ya verás qué divertido, qué desahogo, y coges otro que sí te pinte como Manitú manda, porque qué coño es un artesano sin buenas herramientas (acaba de ocurrirme, acabo de hacerlo). Si la muerte me llega que lo haga bien abierta de piernas. Ya no sabes el asco que me supone mirar por la ventana de mi tienda y ver una población en permanente Semana Santa. Ellos no, pero yo sí les veo sus capirotes, todos bien enfilados, en su circuito. Entonces me entran unas terribles ganas de vomitar, como un pequeño Jean-Paul Sartre. Los veo mirarme a través de sus agujeros en la tela. No entienden nada, por qué los miro así. A mí me dan pena. Hemos de ser libres sin miedo alguno a la muerte. Hoy los pinos me tiraron los tejos los muy cachondos, camino de Gilena, la de Minnesota, y yo con mis problemas. Pero me alcanzaron sus flechas los muy cabrones. Ya iré a verlos, que estén tranquilos. Espero que sigan igual de cachondos ese día en que vaya a visitarlos. Si la muerte me llega ese mismo día que se traiga en una fiambrera una buena tortilla de papas, o filetes empanados, y que se siente conmigo un rato entre los pinos. Dejemos el trabajo para luego. Tiempo hay de contar estrellas en aquella inmensidad. Yo pondré pan recién hecho y un tarro de aceitunas aliñadas por mí, que ni una cosa ni la otra se me dan mal, tampoco las matemáticas, si quieres te explico por qué cualquier número elevado a cero es igual a uno. Mejor no. Mejor será despedirme, tengo que aclararme con las instrucciones de mi tren eléctrico. Escríbeme pronto. Echa algunos chicles en el sobre, sabor hierbabuena de Los Apalaches a ser posible. Tu indio.

 Los barcos escasean ya en el puerto.


Las mañanas elevan cada día

murallas de certeza menguando su horizonte.


Cada vez menos barcos en el puerto,

y la sombra acosando lentamente

los últimos reclamos de la luz.


Ha tardado en saber sobre gaviotas,

el profundo silencio cuando cesan el canto.


Ha tardado en saber.


Ahora que distingue el ruido de la música

en cada golpeteo del reloj

desde su última barca sólo quiere

volver a ver en orden las estrellas,

ceñirse al mapa, conciliar el rumbo.


Mas gira su mirada hacia la costa:

imágenes borrosas se pliegan en la tarde

como páginas blancas de libro nunca escrito.


Tan sólo le sorprende el brillo de un rosal 

en lejano jardín, un murmullo de esquilas 

bajando de los montes, y en la arena,

mientras juega algún perro con las olas,

un niño pide viento que vuele su cometa.


Pequeñas silüetas que va dejando atrás

en su viaje hacia el sol,

remando a contra giro de la tierra.

 REPARTO DE TAREAS FAMILIARES 


Que la abuela marche tranquila al psiquiátrico a ingresar al abuelo. Mamá mientras tanto puede irse encadenando a la reja del juzgado por lo del desahucio. Tú, Genara, como hija mayor que eres encárgate de lo del adulterio de tu cuñado Ceferino a tu hermana Bienaventuranza, que le pida perdón, que se arrepienta, no sé, arregla eso, y pronto, antes de que lleguen los de Servicios Sociales para la custodia del pequeño Ovidio. Tú Bienaventuranza deja de llorar y lleva a tu hermano Ignacio Edmundo al ambulatorio que le den algo para el coma etílico. Ignacio Edmundo: atiéndeme un momento, ya sé que no es momento y no sé si podrás oírme, sólo será un segundo: en cuanto estés mejor tienes que averiguar lo del atropello mortal de tu hermano Euladio con su Vespa al cartero del barrio, que sin cartero no funciona un barrio, si hace falta y como el cadáver aún está en el callejón te pones tú la gorra, te cuelgas la cartera y terminas tú de repartir. Euladio, tú te vas al veterinario y que cape ya de una vez a Pulgarcito, puto chihuahua calentorro que ha preñao hasta la gata de la vecina. Todo irá bien, ya veréis, confío en vosotros. Estad tranquilos, y haced lo que os digo. ¿Y tú, papá, qué vas a hacer? ¿Yo?, quedarme con los nervios de todos y la botella de DYC encerrado en mi cuarto, ya sabéis que no puedo salir a la calle, que estoy amenazado de muerte por mis deudas con el juego, si no mirad a través de las cortinas, veréis un coche rosa con tres tipos dentro con gabardina y gafas oscuras, son sicarios, tipos duros. Moraleja: ciertas familias pueden pasarse lo del COVID por el forro de los testículos.

 Tiene mi voz por oficio

cosa de madre y de tierra.


Bajo mi duro arrecife de ciega ignorancia,

bajo este muladar de yerros y décadas

si digo a buscarla

ahí sigue ella,

siempre paciente a la espera en volverme

otra vez al camino,

reconstruirme no importa qué tiempo

idéntico al sol, idéntico y nuevo

al plato, al beso, a la manta,

al grano de trigo empapado de lluvia

en la sementera.


Tiene mi voz por oficio

no más que cosa de amarme.


Como una madre.

Como la tierra.

PARA "OCEÁNICA", COMPAÑERA DE RISAS Y SUSTOS POR LOS RINCONES SECRETOS DE UNA CRIPTA ENCANTADA

 


Se desliza el otoño por tu pelo

como un río cargado de nostalgias.

Y piensas en San Marcos, en el tiempo

sin prisas, en tu risa cuando niña

trepando de tu vientre hacia tu boca 

como rosa espontánea en el arriate

por la alegre pared de aquella ermita.

Jamás sentirse libre fue tan fácil,

jamás amar la vida tan sencillo.

Pero el mundo es un juez que nada escucha.

Tu vida de después fue muy distinta.

Como un león hambriento devoró

tus sueños, algo así como una niebla

se interpuso entre el sol y tu sonrisa,

la pena fue tu sombra noche y día.

Como hierba en el borde del camino

han pasado los años ante ti

ignorando tu gracia, tu bondad

encerrada como perla en la concha,

silenciosa, sin claveles ni aplausos.

No busca recompensa amor sincero.

Tú conoces el rojo de la sangre

como nadie, tú has quemado las ropas

de tus padres heridos, la hemorragia

corriendo por tus piernas lentamente,

hospitales, la muerte tan cercana,

el robo, el desengaño, las guantadas,

olvidada por todas las cigüeñas.

Sin embargo, el odio y el rencor

también supiste justa echar al fuego,

no cabe la venganza en corazón 

tan dulce. Mira: cosa hermosa y grande

es nuestro sol, tan grande y tan hermosa

que nadie se da cuenta que le falta

alguno de sus rayos más pequeños.

Es lo poco que le has quitado al mundo,

un rayito de sol para ti misma,

ese mundo que sólo te dio inviernos

tú le ofreces a cambio primaveras.

Mujer alegre, hija de la sombra,

cien jilgueros anidan en tu pecho,

en tu boca florecen siemprevivas,

gladiolos y geranios, y una orquídea,

simpática, graciosa y presumida,

luciendo su color de aguamarina.


Estepa, 10 de octubre de 2020

CANCIÓN ANFIBIA



Debajo del agua

el sapo imagina.


Encima del agua

la luz encandila.


Debajo del agua

blancas margaritas.


Encima del agua

hierbas con espinas.


El sapo es un ciego

cautivo en la orilla.


Debajo.

Encima.


Con caña de junco,

la arena es cuartilla


donde el sapo escribe,

donde el sapo pinta


curiosas doncellas

con boca de piña.


Y los días pasan.

Y las noche tiznan.


El sapo es un ciego

cautivo en la orilla.

  Allá por las últimas alturas respirables le dijo el zángano último a la abejita reina: -Frótate una de tus últimas patitas por entre la úl...