jueves, 18 de febrero de 2021

 Ayer, a solas, pasé por Los Mesones. Calle (aparte de determinadas actuales circunstancias) fantasma, entre un barrio fantasma. Recordé, por esos lares, en esa soledad, procesiones, la misma calle, el mismo barrio, abarrotado de gente, de tiendas de chucherías, de bares aún vivos y a rebosar de clientes, de aromas a fritanga, pero de la buena, de aquélla y única que podía hacer renacer tu estómago harto de ochíos, magdalenas, roscos trenzados, arenques de vigilia, puras tortillas francesas al más puro estilo tortillas de bacalao, pero sin bacalao, con simple huevo, aunque el huevo se aproxime más a la carne que el bacalao, pero era cuestión de dinero, más que de religión. Aunque tampoco en mi casa supimos lo que era tener hambre, ni de carne ni de pescado ni de religión, porque para Señor y Cristo nos bastaba con nuestro padre, que fue un excelente trabajador, y a mi madre, que era maestra, Santa Carmen, en multiplicar las pesetas. Comíamos a diario, y de todo, fuese Octava o Semana Santa. Fantasía accesible, y barata. Y la algarabía de El Salón repleto de chicuelos, cáscaras de pipas desparramadas por el suelo, bolsas de gusanitos, palos de polos. Aquella plaza de abastos, cuando en verdad abastecía a toda su población sus necesidades básicas. Lunes pescado, miércoles telas, plásticos los viernes, carnes y legumbres los demás días, los más precisos, siendo sinceros. Gicos, Alfonso Toro, El Toldo (¿o se decía Tordo?), ancá Blanquito, y su rifa, los relojes de Pollique. La ferretería del Seasero, dame dos alcayatas, y un par de cáncamos, de los cortitos, para un par de retratos, de comunión, y una bombilla, de ciento veinticinco, encargar el butano, una sartén que no se pegue, y que no sea muy grande. La Villa de Madrid, y sus enamoradizantes dependientas, con sus collares y aromas a colonia buena, y sus dedos y uñas bien largas y pintadas, envolviendo tu compra con ese papel que al plegarlo, por dichas manos, te sonaba algo así como a celestial, pliegue que te pliegue, que te dejaba sonámbulo, no digo una, ni dos, ni tres, tal vez diez noches o más sin poder dormir, de puramente enamorado, embalsamado en aroma, en collares, en sonsoneo de pulseras tocando sobre el cristal del mostrador, extasiado en aquel crujir del envoltorio, negro y amarillo. Y el tema de los jeringos, casi mejor ni pensarlo. Sí, ahora sé que hay un hombre (de Aguadulce) que hace churros en la plaza, la de ahora, donde estaba aquella plaza, la de entonces. Tampoco son malos. Todo hay que decirlo. Pero aquellos churros de entonces eran mucho más jeringos que churros, aunque parezcan lo mismo, creo yo, y yo era mucho más yo que yo, sin dudarlo. Para estar en enero, no hacía mucho frío ayer por Los Mesones que digamos. Pero yo me sentía helado. Imaginé que así será la temperatura en las venas de los fantasmas. Ayer, creo que yo también era un fantasma 

por la Calle Mesones. Mi sangre seguía corriendo, eso es cierto, pero con cierto olor a gladiolo, a notificación de entierro, a vida ya sólo viva en Los Mesones de mi memoria, a una Estepa ya más cierta en mi corazón, que ésta que ven hoy mis ojos.

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