A veces mi cabeza es un desierto,
una noche de enero donde cantan
los grillos del silencio.
No es un estado anímico,
ni lo puedo entender como acto voluntario.
Es todo lo contrario. La quietud
se aposenta en mis entrañas.
Ni siento ni padezco. No poseo.
La noche pinta en bastos,
y entonces es así como sucede:
de repente echo en falta a los gorriones,
o acaso algún murciélago,
y libro a mis oídos buscando ese sonido
que motive mi sangre y la deshiele.
Y de pronto los trigos allá lejos, y los ríos
naciendo como nuevos, como nuevos fluyendo;
la casa, el pan, el vino, el plato, el beso;
y un ruido de polluelos dentro de mi cerebro.
Confusos garabatos sobre el papel en blanco
simulan universos, un gato, un puercoespín,
las huellas de algún lobo solitario y hambriento, o el viejo mapa párvulo
de islas con tesoros.
No hay lugar a la pena y me sincero:
volver a oler a espliego es todo mi deseo.
Sobre las altas cumbres, donde enloquece el tiempo,
y es tan distinto el cielo,
me guiña un ojo el viento.
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