miércoles, 8 de noviembre de 2017

Ese simpático nombre de perrita rusa


Desde lo alto de la copa del álamo negro se precipita el piar de un mirlo. Un ligero viento, ya levemente frío en los primeros días de noviembre, hace chirriar en lentos vaivenes el cubo de cinc colgado de un gancho. Alrededor del brocal del pozo da vueltas sin sentido una araña.

Trepa la humedad del patio igual que
enredadera por los pies descalzos de Natalia. Una carta por abrir tiene en su mano, y la mirada absorta en los insectos voladores del anochecer.

El aria primera de Las Variaciones es como un rumor de arroyo nacido en el interior de la vivienda. Rumor que inútilmente acaricia los oídos de la joven, abstraída ahora en una luna semioculta entre brumas pardas, las ramas de su higuera.

El tronido de un petardo proveniente de la calle le hace despertar de su embeleso y en un fugaz y sonoro aleteo huyen todos los pájaros del huerto, ajenos por completo a las fiestas que se anuncian.

De pronto el viento se encabrita, a la par que automáticamente hay un cambio de disco. Y suena Prokofiev, Obsession diabolique, en torrente, en cascadas, anegando toda la casa, el patio, saltando las tapias, sobrevolando la sierra, llegando hasta el mismo cielo, cielo donde esa luna está ahora oculta detrás de una enorme nube negra. Cállase el mirlo. Se balancea el cubo con más ahínco. Un torbellino de hojas secas y papeles rotos se eleva en mitad del patio, ya desierto.

Cerrada es ya la noche, y fría, tremenda, insoportablemente fría. Tan fría como una mala noticia del frente de Leningrado. O de Teruel. O como el resultado positivo de un análisis clínico. O como la notificación de un desahucio.

Alrededor del brocal del pozo continúa dando vueltas una araña, indecisa entre la luz y el abismo.

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