miércoles, 23 de octubre de 2024

 Una seta en la cocina, 

más allá de su forma, 

de su color o su aroma, 

emite un gemido mudo.


Tú, que ni anduviste la tierra,

ni volaste entre los vientos,

ni nadaste en río alguno;

tú, que no conoces 

la suerte de tu progenie;

tú, tan sin boca ni oídos, 

tan sin ojos ni manos, 

tan sin olfato ni espíritu, 


y aun así,

tan tú, 


tan en ti, 

tan monte aún, 


que no tienes corazón pues tu latir es el mundo, 


dime por qué brillan tus esporas

atrapada en cadáveres de mimbre.


Dime por qué escucho tu gemido.


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A este poema mío, recién parido, aunque no sé si terminado, creo que le viene bien un par de explicaciones.

La primera es llevármelo a un verso de Gamoneda: "La belleza no es un lugar donde van a parar los cobardes", que creo que tiene mucho que ver con mi poema.

La segunda es que este poema surgió de una visión de varias escenas de una película que nada tiene su argumento que ver con lo expresado por mí. En dicha película un grupo de personas recolectaba setas en el bosque. Luego, uno de los protagonistas, llevó su canasto de setas a su cocina. Yo sé que era una película. Yo sé hasta qué punto era falso todo aquello. Pero la realidad a veces tiene la facultad de seguir siendo verdad en la mentira. Quiero decir que yo no tenía en mí o ante mí la presencia real de esas setas, pero las percibía igualmente reales, tanto primero en el monte, como luego en la cocina. Y de manera quizá instintiva comenzó a fraguarse mi poema.

Ahora no sé si con mis explicaciones he matado mi poema. Nunca se sabe cuándo es correcta la intención, desafortunadamente. Aunque ya puestos, qué más da. Sigamos.

La belleza no siempre es sinónimo tal cual de lo bonito, ni lo agradable lo es también de la felicidad. A veces ambos conceptos sobrepasan sus comunes significados. Yo creo que estoy tratando un asunto más allá. Que puede haber, y la hay, belleza en la tristeza, y que existe determinado placer en los estertores de la muerte, y no tiene por qué tener connotaciones de venganza o conquista de ansiada paz definitiva, sino que, a modo de canto de cisne, más bien se trata de una proclamación del amor a la vida ante la muerte en los momentos finales de la existencia.

 Tu pelo es la cortina 
que me ampara del mundo.

Tu pelo es la cortina 
que embellece lo arisco.

Mi voluntad es dócil 
envuelto en tus cabellos.

Arcilla soy 
dentro de su negra luz.

 Con qué lentitud se crearon las montañas y los valles; con cuánta paciencia el bosque.

Un terremoto, un incendio, fulmina en un instante milenios de creación.

Así sucumbe el amor también. No hay pasado a considerar. Nada importa para el temblor y el fuego.

Nada eres. Nada has sido. Tus piedras y argamasa, tus ramas y su sombra, hoy volátiles pavesas.

Sólo el dolor aguanta en su estructura. La pena inaguantable. El arrepentimiento firme que ni el perdón suprime.

martes, 15 de octubre de 2024

 Creo que emito la voz de quien, ya inexistente, por mí, se sigue haciendo oír.

Soy, quizá, lo que no conozco, lo dilatado en el tiempo; un algo más allá de este vivir y este morir.

Por mí cantan pájaros pretéritos, se recompone la selva, y un fuego extinto aún arde en mis manos. Estoy, creo creer, más allá del humo, del hidrógeno, del carbono y el oxígeno. 

Quizá, cuando yo ya era, yo aún no era palabra.

Quizá, detrás de mi materia, soy un algo incombustible. Quizá soy, también, lo no viviente nunca. 

Pero canto. 

Aunque no sepa por qué. 
Ni para qué.

Mi canto, bien mirado, es mayor que el mayor de los desiertos.

Porque mi canto ya no es materia.

Mi canto es un deber y no lo es. En campos de eternidades, no existen nimiedades.

Tal vez canto para mi ser de mañana, cuando ya el ser no sea mi ser. Y soy puente. 

Puente soy, tal vez, que prolonga el ser y estar de muchos, por mí, por muchos, entre dos indefiniciones.

Quizá soy sólo eso.

Y nada más.

Y todo así de simple.

 Me dicen mis cercanos  que gasto mucho frío últimamente.  Será porque es invierno o que ya pocas cosas me calientan.  Será que estoy llegan...