lunes, 13 de julio de 2020

La plaza era un bosque humano. Yo era otro árbol más entre los árboles. No me sentí extraño. Yo agradecía el fresco de la mañana, mañana fresca de verano, el banco de piedra a la sombra sobre el que sentado todo lo observaba. La plaza era un hervidero de sonidos y olores y movimiento. Nada allí estaba quieto, salvo la fuente, fuente sin agua. La observé durante un buen tiempo. Me fijé en su diseño y descubrí el arte de construir fuentes. También estaban quietos los edificios, y los bancos, y las barandas, y los árboles, los de verdad. Lo demás todo se movía. Gente que pasaba, cruzaba la plaza, y luego se perdía. Creo que ya se han perdido para siempre. Un cicloturista hace entrada y apoya su bicicleta repleta de mochilas y trastos sobre un banco. El ciclista es un muchacho joven. Su cara muestra rasgos orientales. Se sienta sobre el banco, luego se levanta, busca algo entre las bolsas de su bicicleta. Dejo de mirarlo. La mayoría de los árboles del bosque humano eran mayores. Casi todos con su mascarilla. Los árboles de edades menores no se detenían en la plaza. Niños y niñas con ropa deportiva. Mujeres con carros de la compra. Algunas al cruzarse hablaban entre sí. Algunas mujeres jóvenes llegaban con sus hijos pequeños en los carritos. Dos de ellas se sentaron cerca. Primero una con su hija, luego otra con la suya que llegó justo al irse la anterior. Esas dos niñas fueron como mi visión de que aquel bosque estaba en continua renovación. Yo sólo miraba esas niñas, aunque también sabía que el empedrado del suelo y la iglesia y la plaza de abastos y el ayuntamiento y el casino eran cosas muy antiguas y llenas de historias y personas que por allí han pasado pero que hoy ya no están.  Me embrujaron esas niñas. Lo demás era como secundario. La primera porque tenía una cara que no podía ser más bonita, nariz chata y ojos verdes, que se caía cada dos por tres intentando caminar. Yo pensé que aprender a caminar sobre aquel suelo deforme y duro era un buen ejercicio para ella. En un descuido, madre e hija ya no estaban. Entonces llegó la siguiente. Madre joven también, y la hija un pelín mayor que la anterior, pero más chiva, más inquieta, un pequeño torbellino dentro del bosque que acabó por embrujarme por completo. Sentó a su muñeco en el banco de piedra, le daba agua de beber, parece que "su hijo" no quería agua o no estaba conforme con estar allí porque la niña, que todavía no sabía hablar, no hacía más que cogerlo y cambiarlo de sitio pero con malos modos, como cuando las madres están hasta el moño de su niño patoso que no para de dar la lata y ya no saben qué hacer para que esté contento. Con un espectáculo así ante mí me sentí olvidado de todo. Entretenido y relajado al máximo. La niña a veces me miraba y sonreía mostrando sus escasos dientecillos. Pero también llegó la hora de irse. Y se fue. Creo que ya también se ha ido para siempre. Mi hora también llegó. Me levanté y me fui de allí. Al pasar junto al cicloturista me fijé en la cantidad de pegatinas de su bicicleta, todas o eso me pareció eran de banderas. Pude ver la de Gran Bretaña, creo que la de Escocia, y sí vi con claridad la de Euskadi. Había más, estoy seguro, muchas más. Y allí quedó todo. Allí quedó aquel bosque humano. Ahora mismo recuerdo el frescor allí sentado a la sombra, y cierta pena o algo parecido de que aquella fuente no estuviese echando agua, como buscando otro punto más de perfección. Todo era idílico. Olía a churros y a tostadas y a café. La gente iba y venía. El sonido de los coches tampoco era desagradable.

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