¿Y si me arrancase los ojos y en sus cuencas (acostumbradas a no ver, a no acertar, a ir a tientas casi como un ciego) colocase los de un rico, los de un poderoso, los de un rey, los de un obispo, los de un político?
Oh pobres cuencas mías portadoras de unos ojos que no son míos. Compadecería vuestra misión de ilegítimas transmisoras de una maldad que no nos compete, de una falsedad programada en los más pérfidos laboratorios de la ignominia, de quienes se acostumbran a masticar, tragar y digerir sapos crudos en el desayuno, por Dios, por la patria, por la bandera, por el escudo (palabras todas sinónimas, pero anónimas, política y religiosamente correctas de euro).
Obligaríais quizás bailar a los pies en fiestas de postín y caramelizada langosta, a hacerle entender de vinos al paladar peleón, a desentumecer los músculos atrofiados con vistosos y coloridos paisajes con envidiables viajes patagónicos o indonesios, lugares muy iluminados y azules por lo común en todos los escaparates de agencias de viaje, cuando duermen el koshkil y el monzón.
Tanta luz me cegaría. Tanto acertar me haría sentir equivocado. Tanta altura daría vértigo a mis ojos de ciego caminante a ras de tierra abonada con estiércol de puro animal, es decir con pura mierda, pero limpia.
Mejor seguir errando, igual que cada día, medio ciego, medio pobre, medio tonto, medio a oscuras,
pero con mis ojos, los míos, mi bastón y mi perro lazarillo.
Quiero dar un paseo esta noche (de noche es cuando más veo), a ver si veo un suspiro. No me cuesta. Suelo verlos a menudo. Así. Medio tonto. Medio a ciegas. Medio a oscuras. Virando a pobre. Hacia una muerte digna.
martes, 10 de septiembre de 2019
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