Entro a tu habitación, como quien entra
en un campo de labranza.
Doblada tu espalda hacia el bancal que es tu mesa, el bolígrafo en tu mano es como una azada creando surcos de azulados brillos sobre el blanco papel tendido.
Te observo trabajar, callado.
Labras tu porvenir con énfasis de empecinada, honrada campesina, entre los duros libros,
con los ojos de la ilusión puestos en el cielo futuro.
Cultivas esperanzas, tiempo y camino.
Te miro y eres en mis ojos tierna y nutritiva como el pan bien merecido, pero pesas también sobre mi mirada como fanegas de tierra áspera,
porque en mi corazón, dependiente del tuyo, se hincan como garras
las raíces invisibles de lo inseguro.
Te abrazo, y es posible que no sepas todavía que en ello está ya todo lo que en el fondo andas sembrando, todo eso bueno que esperas cosechar un día. Como selecto aceite o la mejor harina, como el fruto más preciado de la tierra: amor tan grande.
Y qué fácil te lo doy, y qué inmediato.
Tanto, que, viéndote luchar, casi resulta incómodo, de tan sencillo.
viernes, 27 de marzo de 2020
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