miércoles, 5 de mayo de 2021

 Estoy aquí, tranquilo, en mi taller, la puerta del patio abierta, dibujando, haciendo planos, y escucho una tórtola arrullando cerca. 


No puedo concentrarme en mi trabajo. 


Compruebo que el ruido dulce y sereno también puede alterarte como lo hace el ruido de mucha gente concentrada, por ejemplo una manifestación, o los motores de muchos vehículos juntos. Pero este ruido, aunque me arranque del deber, me lleva a otros lugares y estados tranquilos. La tórtola, sin ella saberlo, me está transportando al cerro, a sus laderas entre pinos, a sus bancos metálicos y verdes, a ver mi pueblo blanco allá abajo, entre ramas, bajo un cielo muy azul, y paseantes con perros, y patios de casas viejas, y tendederos de alambre y sobre ellos secándose la ropa. La tórtola sin saberlo trae con su arrullo a mi mirada perdida en la pared el azul y el rojo y el amarillo de unas flores diminutas de ciertas plantas sembradas en los arriates de las laderas del cerro, así como el olor del romero y el de la lavanda. No le hace falta tampoco a la tórtola esmerarse mucho en su canto para que en mis oídos suenen las campanas de la iglesia de los frailes, tocando al Ángelus, y escasamente después lo hagan las de Santa Clara.


La tórtola persiste. Pero yo debo seguir con mi trabajo.


Así es la vida, así es el tiempo que nos arrastra, lento, pero no para.


Tendré que acercarme a mi casa para coger mis gafas de cerca. Antes de que apareciese la tórtola ya se me torcían las líneas de mis dibujos. Ahora noto que la cosa en mis ojos se ha puesto peor.

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