jueves, 30 de octubre de 2025

 Hace tiempo que no voy a la sierra. Estoy recordando cuando después de pasear, de tocar las hierbas aromáticas, luego en la noche y después de la ducha, aún conservaba en mis dedos el olor de la mejorana, del tomillo o del romero. Esa sensación nunca la tuve del todo clara: si era cierto ese olor aún en mis dedos, o más bien una creencia, una ensoñación. 

Mientras leo, mi mente está en la lectura y a la vez en una visión, mantenida en mi memoria después de varias horas de que dicha visión fuese real.

Ocurrió esta tarde, casi atardeciendo, en mi patio. Acababa de llover y al abrir la puerta para darles de comer a las gallinas, la luz que allí había me dejó impresionado. 

Ahora, mientras leo y pienso cada dos por tres en esa luminosidad, siento como una necesidad de plasmarla por escrito. No es fácil pensar dos cosas a la vez, pero puede suceder; no es fácil entender la lectura y al mismo tiempo imaginar con qué palabras, qué adjetivos o comparaciones podría expresar dicha luz.

He pensado en los antiguos cuadros del Renacimiento, en Fra Angélico por ejemplo, en concreto en su cuadro La Anunciación, en sus dorados, conseguidos al parecer con auténtico pan de oro. Así era esa luz de hoy en mi patio. El aire era oro. Oro transparente, yo diría que de una nitidez extrema, pero dorada a la vez, muy dorada.

Si a dicha luz se le añade la blandura del terreno encharcado, los tonos ocres de las hojas de la morera o de la parra comenzando a marchitarse, el olor a tierra húmeda, el brillo y los colores vivos, como recién pintados, de mis gallinas y mis patos, más se potenciaba aquel color de oro del aire, tan intenso y a la vez intangible, pues no era ningún cuerpo lo que lo emitía, sino el aire en sí, incorpóreo pero presente.

miércoles, 29 de octubre de 2025

 Las lentejas platerescas no son de mi agrado, y no me estoy refiriendo a un tipo de estilo artístico. O sí lo son, de mi agrado digo, pero matizando.

Lo de que sean pequeñas no me afecta en absoluto; lo de peludas sí, y mucho. En cuanto a lo de suaves habrá que retorcerse un poco más lo sesos: si ese suave se refiere al sabor estoy en contra: yo quiero unas lentejas que sepan bien y fuerte a lentejas, pero tampoco a tierra; no sé si me explico.

Y en lo referente a lo de blandas por fuera que se diría todas de algodón, que no llevan huesos, pues bueno, puede ser, pero sólo por fuera; por dentro al dente, sin pasarse, como los espaguetis o los macarrones.

domingo, 26 de octubre de 2025

 Mírame, soy provisional. Tú también, y nadie te comprenderá.

Yo no puedo leer esas frases sin la música en la que están inmersas; me es imposible.

El Padrenuestro me lo inculcaron, unos a quienes también se lo inculcaron otros unos. Pero Mi patria en mis zapatos no me la inculcó nadie. Entonces ahí fue cuando se produjo en mí la desunión. O como con la hamburguesa de aquel taxi que leí a los catorce años, envuelta en niebla. Qué bien vi la hamburguesa, cuántas cosas leí sin estar escritas pero por culpa de cómo estaba expresada esa hamburguesa en aquel taxi de Nueva York. Todo mi aprendizaje hasta entonces en la escuela se convirtió de repente en un simulacro de enseñanza; todos los padrenuestros ídem frente a Mi patria en mis zapatos; eso sí que me caló.

Lo de la poesía en mí viene de muy lejos ya. 

La noche está propicia para entrar más adentro en la espesura.

Dónde vas, si a donde tienes que ir es a ti mismo, vuelvo a recordar al maestro Juan Ramón.

Deshacerme en palabras para construirme. Desaparecer para encontrarme. Alcanzar el caos total para lograr el orden máximo. Desandar para avanzar. Apagar toda luz para iluminarme. Cuanto más desnudo más abrigado. Dios inexistente, en Ti sí creo.

Y cuando mis palabras comiencen a asomar cierto grado de superficialidad, cortar el verso sin remisión. No decir nada sin poesía verdadera, como el que sin oxígeno simula respirar.

Esta tarde he vuelto después de varios días a pasear por el cerro de mi pueblo. Me detuve ante un pozo antiguo, que no estaba visible antes de 2004*, cuando fue descubierto. Actualmente el pozo está techado y protegido con una cerca metálica. Tan protegido está que realmente no se puede ni ver bien el pozo, sólo una rejilla que lo tapona, y unos escalones en espiral esculpidos en la piedra, descendentes hacia la misma boca del pozo. Un pozo que al parecer no es pozo, sino aljibe, un depósito para aguas vertidas en él, pero no manantial. Al lado hay un cartel explicativo. El pozo, o algibe, tiene nombre: se llama Pozo Airón. Airón fue un dios autóctono de estos lares antes de la conquista romana, y era el dios de la vida y de la muerte, el dios de las profundidades sin retorno, el dios del mundo y del inframundo. Así más o menos lo explica ese cartel. Se dice ahí también, en el cartel, que el pozo tiene unos cuarenta y cinco metros de profundidad, aunque puede que tenga más. 

A veces uno piensa mucho en el futuro, pero yo siempre tuve mucha curiosidad por el pasado. Ya conté por aquí mi infantil afición a la arqueología, que me costó más de un disgusto, a mí y a mi primo y a su madre mi tía. Mirando hoy aquel pozo no pude contener mi imaginación, que se me disparaba. Pensaba en los tiempos en que aquel pozo era útil, en quiénes lo usarían, en qué lenguaje hablarían, qué ropas tendrían, cómo sería todo ese entorno entonces, qué viviendas habría. ¿Viviría ya por allí un antepasado carnal mío? ¿Un retatararetatarabuelo mío? Qué alegría notarme aún estas magias mías, idénticas a cuando era niño. Son como imperecederas, inalterables. Así de igual pensaba cuando de niño miraba los restos de construcciones antiguas del cerro de mi pueblo, hasta sigo haciéndolo igual que entonces, siempre con un perro conmigo, hoy es perrilla, mi Anne, mi chihuahua. Qué bonito lo veo ahora mismo. Me comparo con esa roca negra a la que los musulmanes circunvalan, la Kaaba creo que se llama. Más allá de esas más profundas magias mías, todo en mí es mutable. Hay un centro en mí que no cambia. Una Kaaba. Alrededor todo gira y es alterable.

Llevo muchos años ya con esto de la escritura, pero muchas veces pienso que no logro evolucionar. Cuando paseo por mi cerro a mí me encantaría reflejar con palabras exactas esa sensación que sólo ahí alcanzo a sentir. Cuando voy andando y miro los antiguos muros, los conventos, la iglesia de Santa María, siento algo que me encantaría que no fuese tan inefable ni yo tan torpe para decirlo. Intelijencia: dame el nombre esacto de las cosas, que mi palabra sea la cosa misma... Decía Juan Ramón Jiménez. Si él que alcanzó tan alto se lo suplicaba a sí mismo, qué puedo esperar de mí. 

Si alguien me preguntara: ¿Podrías definir en una sola palabra ese sentimiento tuyo allí? Y aunque mi "intelijencia" es la que es, y posiblemente no dé con esa palabra "esacta", más o menos vendría a responder que esa palabra es: despreocupación. Y afinando más el término cambiaría el prefijo des- por otro más "esacto": apreocupación, si es que existe esa palabra, y si no existe pues dicha está.

• Releyendo este escrito, corrigiendo algunas faltas antes de publicarlo, pienso en esa fecha: 2004. Hace ahora 21 años. Y me ha dado como cierta pena. No sé qué he estado haciendo durante todo ese tiempo, que es mucho tiempo para la vida de un hombre. Por qué lugares anduve tan alejados de mí mismo. Yo frecuentaba anteriormente muchísimo mi cerro. Casi parezco un turista ahora en mi propio pueblo, sin haber salido de él. Se me viene de pronto a la mente la palabra "telúrico", y su significado me está golpeando con puños de luminosidad en mi interior.

Menos mal que sé y puedo escribir. Me desahogo mucho con esto. Lo necesito, como el comer o el agua, como el aire. 

sábado, 25 de octubre de 2025

 Llega un tiempo donde 
uno comienza a no querer 
mirar dos cosas: 
ni el espejo, 
ni el carnet de identidad. 

Si ve canas, 
si ve arrugas, 
si ve párpados hinchados.

Si ve fechas,
si ve palabras,
nombres, parentescos...

Llega un tiempo donde 
es mejor cerrar los ojos 
para poder seguir caminando.

 MORRIÑA EN VIERNES DE UN ANDALUZ EXTRAÑO 

Dios andubo bebido 
cuando me lanzó a este sur.

Sentado, ante mi ventana,
leo poemas galegos.

Estoy pisando su hierba.
Estoy oliendo su aire,
pero no cierro ventanas:
quiero también este frío 
que me viene muy lejano.

Yo degusté las ofrendas
de la mujer en Santiago.

Mi paladar lo recuerda,
como mis ojos, como mis manos.

Era de piedra musgosa 
la rúa tan solitaria.
(Qué parecida a mi alma;
mi alma también retrato 
de la mirada 
de la mujer de Santiago).

No, no cerraré la ventana.

Anuncian lluvia cercana 
las lavanderas 
con su llegada.

Será el agua más que agua,
será como mi alma,
será como la mirada
de la mujer de Santiago.

martes, 21 de octubre de 2025

 Escribir, y el viento, 
son cosas muy parecidas.
O al menos en algún momento.

Pasa el viento por la puerta 
de un tanatorio repleto 
de coches aparcados,
sobre los techos y sobre los capós
de esos vehículos, sobre los 
parabrisas de esos mismos vehículos,
sobre los fumadores del exterior, 
que suelen ir a lo suyo; 
pasa el viento por la puerta 
de la iglesia de las lágrimas 
y por palomas indiferentes 
sobre los tejados aledaños,
acostumbradas al estruendo 
de las campanas; 
pasa el viento por la puerta 
de cualquier cementerio 
como por las ramas 
del erguido ciprés delantero,
cuando ya se fueron todos, 
y aún está fresco el yeso.

Escribo para ser como ese viento:
pasar como lo hace el viento 
por la puerta de todas las cosas,
a través, por encima, por debajo,
por el lado de todas las cosas.
Alcanzar ese punto.
O al menos en algún momento.

Pero no puedo.

lunes, 13 de octubre de 2025

 Vieja torre de piedra.
Muda.
Pero yo sé que cantas.

Vieja caja de música:

escondes,

secretamente,

idénticas canciones 

que yo también escondo. 


Si miro hacia tu base,

retrocedo a los días 

de la miel y el espliego.


Si miro a tus ventanas,

la misma luna inmensa 

sobrevive.


Si miro hacia tu altura,

las nubes dan la vuelta.


Vieja torre de piedra,

a tus pies todavía canta un niño.

Contigo.

sábado, 11 de octubre de 2025

 Normalmente suelo tener más ganas de escribir que de leer. Lo sé porque me observo: al leer siento impulso hacia la escritura, pero casi nunca cuando escribo me dan ganas de leer.


El otro día, en uno de esos periodos de aburrimiento que me produce la dichosa muerte de Artemio, cansado, aburrido como digo, tonteando con el libro, miro la última página. Ya no era una página de la novela, cuyo fin está varias páginas atrás. Es una hoja que puedes recortar (una línea discontinua y el icono de unas tijeritas sobre ella así lo indican), con una serie de preguntas que debes rellenar tú mismo, preguntas referidas sobre qué libro de la colección a la cual pertenece dicha novela te gustaría adquirir, en caso de que tu distribuidor habitual no te lo pueda suministrar. Vienen ahí además unos datos, unas señas, una dirección, un teléfono.


Mi ejemplar está editado en abril de 1981. Ahora lo pienso y me da cierto escalofrío: dos meses antes, quienes ya tenemos una edad, sabemos qué ocurrió por aquí. 


Tratando de echarle un pulso a la realidad, y como esa última página me proporcionó un algo que no lo he encontrado hasta ahora en toda la novela, me dan ganas de usar unas tijeras, cortar la hoja, rellenar el cuestionario, guardarla en un sobre, escribir en él la dirección indicada, pegarle un sello, ponerla en un buzón, y enviarla a Barcelona.


¿Y si alguien me contestara? Habrá que poner remitente. Lo pondré. Con mis señas. ¿Qué señas pongo? ¿Las actuales, o las de 1981 (aquí un argentino diría: mil nueve ochenta y uno)? 


¿Por qué no soñar? ¿Por qué ceñirse a lo que todos sabemos? ¿Qué sentido tendría vivir entonces? ¿Por qué no hacer el disparate de recortar la hoja, rellenar los datos, enviarla en un sobre? ¿Tiene algún precio esa espera de después, esa ilusión, esa magia de saber si alguien te responderá, un día y otro mirando si el cartero te dejó una carta extraña en tu zaguán?


¿Dónde están los límites de la realidad? ¿Tú los pones? ¿O te los imponen?


Sigo jugando. Rompo fronteras. Me salgo de la linde cruel. Sí. Un día llego a mi casa y veo una carta en el zaguán. La recojo. Viene de Barcelona. La abro. La leo. Está escrita a mano. Su caligrafía es excelente. En cursiva, clara, azul. Perfectamente educado su mensaje. Pero, resumiendo, con una negativa: los libros que deseo ya no me los pueden suministrar; no existen, es decir, que no los tienen. Algo que en el fondo no me entristeció. Yo ya estaba allí, en aquel otro lado. Como lo estoy ahora. No me puso triste porque al final de la carta había un agradecimiento desde su parte hacia la mía por mi confianza, y una firma, y sobre la firma un nombre:... Aquí que cada cual ponga el nombre que desee. Yo tengo el mío, pero no lo diré. Te toca.


Te toca y te suplico que sigas jugando tú también, porque en el otro lado cada vez somos menos, y está llegando el frío, y yo pienso en mis gallinas, que no sé por qué no duermen en los barrotes que les tengo preparados, como suelen hacer las gallinas, sino en el suelo, en un rincón del gallinero, apretujadas las unas contra las otras además de los patos, todos en unión, calentitos, en un lugar como entremedias de realidad y ficción, entre la imposición y el amor, entre la aceptación de mi conducta paternalista y sus deseos de libertad.

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