sábado, 11 de octubre de 2025

 Normalmente suelo tener más ganas de escribir que de leer. Lo sé porque me observo: al leer siento impulso hacia la escritura, pero casi nunca cuando escribo me dan ganas de leer.


El otro día, en uno de esos periodos de aburrimiento que me produce la dichosa muerte de Artemio, cansado, aburrido como digo, tonteando con el libro, miro la última página. Ya no era una página de la novela, cuyo fin está varias páginas atrás. Es una hoja que puedes recortar (una línea discontinua y el icono de unas tijeritas sobre ella así lo indican), con una serie de preguntas que debes rellenar tú mismo, preguntas referidas sobre qué libro de la colección a la cual pertenece dicha novela te gustaría adquirir, en caso de que tu distribuidor habitual no te lo pueda suministrar. Vienen ahí además unos datos, unas señas, una dirección, un teléfono.


Mi ejemplar está editado en abril de 1981. Ahora lo pienso y me da cierto escalofrío: dos meses antes, quienes ya tenemos una edad, sabemos qué ocurrió por aquí. 


Tratando de echarle un pulso a la realidad, y como esa última página me proporcionó un algo que no lo he encontrado hasta ahora en toda la novela, me dan ganas de usar unas tijeras, cortar la hoja, rellenar el cuestionario, guardarla en un sobre, escribir en él la dirección indicada, pegarle un sello, ponerla en un buzón, y enviarla a Barcelona.


¿Y si alguien me contestara? Habrá que poner remitente. Lo pondré. Con mis señas. ¿Qué señas pongo? ¿Las actuales, o las de 1981 (aquí un argentino diría: mil nueve ochenta y uno)? 


¿Por qué no soñar? ¿Por qué ceñirse a lo que todos sabemos? ¿Qué sentido tendría vivir entonces? ¿Por qué no hacer el disparate de recortar la hoja, rellenar los datos, enviarla en un sobre? ¿Tiene algún precio esa espera de después, esa ilusión, esa magia de saber si alguien te responderá, un día y otro mirando si el cartero te dejó una carta extraña en tu zaguán?


¿Dónde están los límites de la realidad? ¿Tú los pones? ¿O te los imponen?


Sigo jugando. Rompo fronteras. Me salgo de la linde cruel. Sí. Un día llego a mi casa y veo una carta en el zaguán. La recojo. Viene de Barcelona. La abro. La leo. Está escrita a mano. Su caligrafía es excelente. En cursiva, clara, azul. Perfectamente educado su mensaje. Pero, resumiendo, con una negativa: los libros que deseo ya no me los pueden suministrar; no existen, es decir, que no los tienen. Algo que en el fondo no me entristeció. Yo ya estaba allí, en aquel otro lado. Como lo estoy ahora. No me puso triste porque al final de la carta había un agradecimiento desde su parte hacia la mía por mi confianza, y una firma, y sobre la firma un nombre:... Aquí que cada cual ponga el nombre que desee. Yo tengo el mío, pero no lo diré. Te toca.


Te toca y te suplico que sigas jugando tú también, porque en el otro lado cada vez somos menos, y está llegando el frío, y yo pienso en mis gallinas, que no sé por qué no duermen en los barrotes que les tengo preparados, como suelen hacer las gallinas, sino en el suelo, en un rincón del gallinero, apretujadas las unas contra las otras además de los patos, todos en unión, calentitos, en un lugar como entremedias de realidad y ficción, entre la imposición y el amor, entre la aceptación de mi conducta paternalista y sus deseos de libertad.

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