martes, 15 de octubre de 2019

Hasta hoy que no me llega inspiración para escribir, sólo por el simple hecho de pensar que habrá un día en que dejaré de hacerlo para siempre, nada más que por eso tengo que escribir, hoy que todavía puedo.

Así que tengo que espabilarme, y mirar por ejemplo la noche. Ya la miré ayer.

Por cierta duda de haber dejado por descuido la luz de la azotea encendida, subí a comprobarlo. La luz estaba apagada. Pero la eléctrica, porque aquella luz que yo veía resplandecer, como lluvia luminosa cayendo muda por el hueco de la escalera, era la de la Luna.

A veces siento un gran pesar de no haber sido pintor de cuadros. Ya lo he dicho en alguna otra ocasión. Lo que anoche contemplé en mi azotea era digno de pintarlo. Incluso aquel silencio merecía ser pintado, no sólo los colores, la gran gama de colores oscuros, como parientes misteriosos de esos mismos colores durante el día; o las nubes borrascosas, que desde mi azotea no sé si por determinada mayor proximidad, o por la amplitud panorámica, por el vértigo entre aquel espacio, me parecieron tan enormes, imponiendo miedo, como grandes fieras de melenas de algodón grisáceo rodeando a la Luna no sé si para custodiarla, o zampársela de un momento a otro.

Pero allí toda tensión provenía de mi interior. Porque todo era suave, templado: nubes, Luna, colores, temperatura, viento, y aquella luz tenue derramada por paredes y tejados como alargando el día, como no queriendo dejar huir al mundo a su guarida del sueño profundo, sino dejarlo colgante en duermevela, entre dos orillas, en un punto intermedio entre la nada y el todo, vivo apagado, muerto consciente.

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