domingo, 16 de noviembre de 2025

 Amores de los que matan no he sufrido en mi vida; a la vista está. Como mucho de los que marcan.

Llevo desde ayer, y sin parar, hurgando con la punta de mi lengua en un pequeño cráter recién descubierto en una de mis muelas. 

Como en tantas otras cosas que me pasan: sólo la culpa es mía (ni de dioses ni diablos ni karmas ni mal de ojos ni duendes ni hechizos ni otras gaitas ni más parafernalias). 

La semana pasada me acordé, con goloso deleite sensorial, y un tanto erótico, de un tipo de turrón: blanco, duro y con almendras. Fui a por él; lo compré; lo degusté a diario, cada día un trocito, después del almuerzo. Se terminó. A la siguiente semana, es decir ésta, compré otra tableta. Eso fue ayer.

Ese turrón tiene una particularidad: al masticarlo, aunque sea duro, vuelve a su origen, a su primitiva viscosidad, a su pegamentosidad originaria, a su adherencia superglutrescial sobre cualquier superficie del interior bucal. 

Pero no importa: mayor es el poder de la saliva aliada con la lengua. Saliva y lengua son toda una cohorte legionaria romana capaz de desprender toda una Galia de infieles trocitos pegamentosos de turrón y otras delicias que no quieren someterse a su deglución definitiva.

Lo malo es que tras toda batalla, aun saliendo de ella victorioso, no siempre queda el mismo paisaje: bosques ardidos, verdes prados encharcados de roja sangre, huecos nefandos de viles proyectiles sobre la faz de la inocente tierra.

Pero yo quisiera llevarme esa contienda, más que al del odio, al terreno del amor: A batallas de amor campo de plumas, porque fue por amor, y no por otra cosa, por lo que emprendí tan fiera y desigual refriega.

De verdad que me encanta ese turrón, es como cosa única para mí, algo que me desvela, que me desvive, que me ciega y cautiva... Pero mis muelas no están para hacer con ellas, precisamente, colchón de plumas, sino más bien jergón de astillas: siguen siendo duras, pero tienen ya su edad, y toda materia caduca, no en lo de seguir siendo materia, que ya lo sabemos, pero sí en su estructura, y más cuando un amor tan temperamental y tan joven y tan entero les acomete con todas sus fuerzas, con todo su ahínco, con toda la dureza de su cuerpo y de su espíritu.

Sigue mi lengua hurgando en la herida, que igual vale la frase para bella metáfora poética como para la más tangible literalidad. 

Pienso, medito, recapacito en este episodio amoroso mío con el turrón como un amor de esos que llaman "pasajeros", tan fuerte como volátil, tan grande como instantáneo, tan omnipresente como tan ya se fue, tan ya no está, ni volverá, aunque eso sí: dejándome marcado para siempre, y con lo que cuesta un dentista.

lunes, 10 de noviembre de 2025

 Mi tía no es tía mía, lo es en todo caso por haber sido la esposa de mi tío, que tampoco era tío mío, sino primo de mi madre. Mi tío siendo muy niño quedó huérfano, mis abuelos maternos lo adoptaron, así que cuando nací el primo de mi madre era como su hermano y por tanto tío mío. Mi tío murió, y su mujer, mi tía, a veces voy a visitarla. Mi tíos tenían una tienda de comestibles en su popia casa hasta que enfrente plantaron un Mercadona. Cada semana, siendo yo pequeño, acompañaba a mi madre a los mandados, íbamos a la plaza de abastos, a las zapaterías, a las tiendas de ropa, y a la tienda de mis tíos. Aquella tienda tenía "menos cuatro metros cuadrados", allí no había espacio, aunque sí muchos productos. Mi tía tenía una virtud extraordinaria: los cálculos numéricos. Tenía un lápiz amarrado a una cuerdecita colgando por dentro del mostrador, y un taco de papeles de estraza, que igual servían para empaquetar los suculentos chorizos, morcillas, quesos, filetes, chuletas, etc. como servían también para ir anotando en uno de ellos a cada clienta el precio de sus consumiciones una vez pesadas en aquel peso de balanzas con platillos plateados y pesas de bronce de diversos tamaños y fabricado en Vitoria. Aquellas retahílas de cifras en columna mi tía las averiguaba rápido: las seccionada en partes mediante líneas horizontales, sumaba cada parte poniendo el resultado a un lado de la columna, cuando terminaba todas las sumas fraccionadas sumaba los resultados obtenidos, pero todo a una velocidad de vértigo. A veces mientras iba haciendo sus cálculos no faltaba proponerle a la clienta algo más, recordarle cualquier artículo, por si se le había olvidado, y solía suceder, entonces la clienta le decía mira pues sí, córtame un poquito de salami, o dame cuchillas de afeitar, o échame también unas peras, con lo cual aquella columna se alargaba aún más antes de resolver su cómputo total. Con el mismo cuchillo que cortaba las pellas de carne para hacerlas filetes, hecho éste que a mí también me dejaba hipnotizado (cómo afilaba mi tía aquel cuchillo más grande que mi cara con la chaira, o el sonido de la pella de carne al soltarla sobre el mostrador, aquel "plaf", y con qué destreza cortaba cada filete al grosor que la clienta quisiera, si más gordos o más finos, pero todos iguales, y siempre pesando un poco más todo el conjunto de lo que la clienta le pidiese), con el mismo cuchillo como iba diciendo le hacía también punta al lápiz, y yo comparaba aquella punta tosca con las puntas de mis lápices de la escuela afiladas con sacapuntas, mucho más bonitas y perfectas las mías, pero también más delicadas, más frágiles, porque a mi tía jamás vi que se le partiera la punta de su lápiz. Cuando mi madre hacía su compra, mi tía siempre me regalaba chucherías, las metía en una bolsita de plástico transparente, yo súper contento, era como un premio, aquellas chucherías nunca estuvieron apuntadas en la columna de mi madre, eran un regalo. Luego calle arriba acompañando a mi madre y ayudándole lo mejor que podía a transportar aquellas bolsas con comida que tanto pesaban me iba comiendo algún que otro caramelo o gominola, pero sin pasarme, porque se me picarían los dientes si abusaba y porque se me quitarían las ganas de almorzar, según me decían. Ayer fui a ver a mi tía. Veía a mi tío también allí, aunque ya no estuviese, y veía la habitación donde estaba la tienda, y recordaba o más bien incluso podía oler todavía los olores a chacinas y frutas y quesos de aquella casa. Todo lo sentía tal como yo lo sentía de niño. Todo allí lo sigo percibiendo igual cada vez que voy. Ir a ver a mi tía es mucho más que ir a ver a mi tía para mí. En su casa hay todavía como un tiempo presente que ya se extinguió pero que dentro de allí aún permanece. Allí hay para mí como un consuelo todavía de fondo, invisible, inodoro, intangible, aunque poderosamente manifiesto.

 "El hombre, solo, frente al mar, por último".


Eso decía Ángel González. Si le tengo que poner un pero es que no solamente está el hombre solo al final de todo, que es muy cierto eso, pero quizás existe otra cosa peor: sentirte solo toda tu vida. Hasta llegar a agradecer haber alcanzado ese mar. Hasta sentir añoranza de ese mar que todavía no has visto. A veces uno no puede más. Y así mucho tiempo achicharra. Los débiles no tenemos cabida en esta vida, sólo somos alimento de los fuertes. Para eso valemos.


Qué dolor me producía y aún me producen las peleas de perros. Cuando uno de los dos perros ve que no puede, que le han ganado, se tiende en la tierra y extiende su cuello. El ganador al ver ese gesto normalmente se basta con eso, no lo remata. No le corta la yugular. Así de cruel es la naturaleza a los ojos de un sensible. Es mejor un dominado que un muerto en la jauría.

 LOS MANIQUÍS TAMBIÉN HACEN PIPÍ 


Oh sí, ése es poeta; escribe muy bonito, escuchas por ahí. 


Luego te buscan, te leen, 

y hay quien te halaga, 

y quien le importas una mierda;

hay quien te sube al Olimpo 

y luego allí te abandona;

hay quien te anima a seguir,

a seguir así,

así de quietecito;

hay quien le molas, 

y hay quien te inmola;

hay quien te da bola 

porque se siente muy sola;

hay quien te hace la ola, 

y hay quien te ahoga en su ola;

hay quien te dice hola, 

hola y adiós. 

Hay quien quiere tu traje, 

y hay quien te corta el traje. 

Hay quien más cosas 

que...

que no vienen a cuento. 


Pero todo pasa y 

sólo te queda al final 

el mismo retorno al principio: 

la misma duda, 

el mismo abismo, 

tu misma cara (y cuerpo) 

de maniquí, 

tu pose quieta, hierática, 

el puto sol dañándote 

la vista 

tras el cristal del escaparate,

una mosca puñetera 

de repente en la nariz,

un calambre en el corvejón,

un alfiler que te pincha...


Aunque bien mirado 

tengo suerte: 

peor están los del almacén, 

los olvidados, 

los caducados,

los inservibles: 

el que le falta un brazo, 

o una pierna, 

o un ojo, 

o el que tiene dislocada 

la nuca y su cabeza le pendulea. 


Yo al menos sigo entero, 

erguido, 

con mi cierto aire 

marcial 

-y un tanto marciano, 

medio verde,

cuasi amarillo,

extraño, 

frío, 

pero en el escaparate, 

firme aún,

tieso,

aunque con unas 

ganas tremendas 

de orinar desde hace tiempo.

 Cuánto nos complicamos la vida.


Si a cualquiera le preguntan qué es la fé para él, posiblemente la mayoría no tenga respuesta. Pensaría que esas son cosas teológicas, filosóficas, cosas muy gordas para su flaca inteligencia.


Sin embargo qué cerca tenemos la respuesta. Lo malo es que no la vemos.


Te dicen que cierta leche Puleva lleva colágeno, y la compras porque te dijeron que el colágeno es bueno para esto o para lo otro, y porque Puleva siempre será mejor que Hacendado (¡dónde va a parar!), y como no es muy habitual tener un laboratorio en casa ni tampoco mucha idea, como en mi caso, de qué es el colágeno, te la tragas enterita, y tan feliz.


Pues ahí está la fé, mira qué cerca.


Si te das una vueltecita por cualquier supermercado y pasas por la zona de lácteos, cómprate antes un diccionario de bioquímica. Yo me lo estoy planteando. Qué nivel, Maribel. Cuánta palabreja. Que si bifidus, que si omega 3, que si rico en fibra, y avanzando, así te hicieran un examen y sacaras sobresaliente, de nada te sirve si no te actualizas casi a diario, porque cuando crees que ya te lo sabes todo te embisten con un kéfir o una vitamina B9 y se te cae el ánimo a los pies, de nuevo eres un paleto ignorante, de nuevo otra vez tu cara blanca y los ojos desencajados ante lo último de lo último en la más alta y más sana de todas las alimentaciones posibles.


Una tía abuela mía trincaba una cabra lactante, le agarraba una teta, y como el que bebe en una fuente: del chorro a la boca. Duró casi cien años, los mismos que mi abuela, su hermana. No me lo contaron: la vi hacerlo en un cortijo. Si las pobres levantaran la cabeza...

sábado, 8 de noviembre de 2025

 Me imagino que no seré el único, que hasta puede que sea normal para cualquiera: soñar despierto. Pero no sueños en el sentido de anhelo, de deseo de algo; sueños más bien extraños, sin sentido (al menos aparentemente), como visiones, como estampas o a veces una secuencia desarrollada en imágenes consecutivas. Si hay una razón para ello, primeramente la desconozco, y segundo no me interesa. Sé que a veces me ocurre, y a veces también es tan bello lo que sueño despierto que de seguido siento un impulso a expresarlo con palabras por escrito. 

En este sueño, que me ocurrió creo que hace dos días pero hasta ahora no he podido ponerme a escribirlo, yo caminaba por una vereda junto a una tapia muy larga. La tapia era más alta que yo, de manera que no podía ver lo que hubiese por detrás de ella. Era una pared encalada, con pilares delgados de hormigón cada cierto tramo. En uno de esos tramos de pared faltaba un ladrillo. Por ese hueco me asomé y vi un campo con árboles, no sé si olivos, porque su tamaño era mayor; tampoco eran encinas, porque las encinas no se plantan en hileras, y esos árboles sí lo estaban. Era de noche, en el cielo había luna llena, muy blanca, pero no muy luminosa, porque había cierta neblina, cierta bruma, y grandes nubes negras alrededor de la luna. Aquella luz lograba muchos matices de colores azul oscuro hasta el negro pasando por diferentes tonos de grises. Ya no hubo más visión ni ocurrió nada. Pero impactaba aquel colorido entre campo y cielo gracias a la luna y a la tímida bruma. Más que impactar, serenaba. Cautivaba al contemplarlo. 

domingo, 2 de noviembre de 2025

 Aquel hombre era cabrero; nunca supe su nombre, sólo su apodo: Botija. Se sentaba al sol sobre la misma acera de su casa, que hacía esquina, tal vez cincuenta metros más arriba y enfrente de la mía, con sus flacas y largas piernas flexionadas, siempre vestido igual, independientemente de la estación del año: chaqueta gris, pantalón gris, botas de tela y goma rojas y negras, una camisa que en tiempos fuera blanca, después algo amarilla, de manga larga, siempre abrochada hasta arriba. También usaba gorra, o mejor dicho gorras, porque esa prenda sí era distinta en verano que en invierno: de tela más ligera cuando el calor, más gruesa cuando el frío, como quien no le da importancia a proteger el cuerpo pero sí mucha a sus ideas. 

Era alto y delgado. Yo siempre lo conocí viejo: Botija era un viejo, uno de los viejos de mi calle. Hizo algún dinero, más por la venta de unos terrenos que por sus cabras. El porqué de que aquellos terrenos fueran suyos se me pierde en el tiempo, y nunca nadie me lo explicó, quizás tampoco yo lo preguntara. Un nieto suyo y yo somos amigos. Pero nos hicimos amigos después de ser vecinos. Arrendó, mi amigo, un bar. Una vez, mi amigo, me regaló un llavero: el logotipo de "su" bar: una figura de metal con forma de botija. 

Haciendo cálculos, más o menos calculados, cuando yo era niño el abuelo Botija tendría quizás 60 años, puede que cincuenta y tantos. Mi madre estaba hasta el pandero de las cabras de Botija. Mi casa tenía un zócalo en la fachada de los llamados "a la tirolesa", cientos de piedrecillas puntiagudas adheridas al cemento, un lujo para las cabras, que cada vez que pasaban calle abajo y calle arriba, y eso era a diario, estaban deseando de llegar a mi puerta para una tras otra en fila india rascarse por aquella maravilla, por aquel gustirrinín, con la consiguiente huella de sudor y suciedad que dejaban a su paso marcadas en el zócalo. Así que la cubeta de pintura y la brocha no faltaban en las manos de mi madre. 

Yo crecí en un barrio alto, pero por lo geográfico, no por lo económico. La espalda de mi casa daba justo a la ladera del cerro, la fachada al pueblo. Por mi calle no pasaban procesiones, ni desfiles, ni cabalgatas; pasaba el camión de la basura; pasaba la Pepa la lechera con su Citroën C15 y su escandaloso claxon; pasaba, en verano, ”el tío los polos", también llamado anteriormente "el rubio los pasteles ", con su carro y su voz pregonera; pasaba el afilador, con su bicicleta y su música, música que según mi madre, cuando era niña, decían que anunciaba el hambre; pasaban las golondrinas, con sus vuelos intrépidos rozando el suelo presagiando lluvia. Y pasaban las caprichosas cabras de Botija; y las mierdecitas de las cabras de Botija, que también eran asunto de mi madre, esa pobre que soltaba la cubeta de pintura y la brocha para coger la escoba y el recogedor. Si algo bueno tenía aquella cansina barrendía era su repercusión fertilizadora en las macetas de mi casa, siempre lustrosas e incluso aromáticas. 

De niño fui muy aficionado a la Semana Santa, y me dolía que por mi calle no pasaran santos, y me quejaba a mi madre, como si la pobre tuviese la culpa, y ella, tan santa, tan condescendiente, me decía: ni falta que nos hace, si no pasan santos pasarán otras cosas, y yo en mi infantil cabreo y nunca mejor dicho le respondía: sí, mira, ahí va San Pedro, y por allí El "Niño perdío", y por allí El Cristo, señalándole con mi dedo índice aquella especie de "Conguitos" solo iguales a ellos en color y forma. 

Botija el viejo, cada vez que yo pasaba por su lado, cuando tomaba el sol en su acera, era normal encontrármelo hablando solo, murmurando frases, sentencias, refranes, cosas así, muy lapidario todo y muy como de ultratumba, porque del más allá me parecía que vendría aquella voz ronca y seca. Le recuerdo como un Cristo en la cruz cuando volvía al atardecer calle arriba junto a sus cabras camino de su casa y de la cabreriza anexa. Su garrote, ese palitroque que por el norte llaman cayado, lo llevaba sobre el cogote, horizontal, con cada una de sus manos agarrando sendos extremos del palo, caminando despacio, al compás de su piara, a veces cantando canciones que nunca me enteraba de su letra. Quién sabe; igual subía susurrando la nunca registrada Octava Palabra.

Este texto quizás debería de haber terminado ahí, en Palabra, pero se me ha venido de pronto una idea, una imagen, que no quiero dejarla pasar. Es normal que un hijo se parezca a su padre, pero no es normal que una nuera se parezca a su suegra. Botija el viejo tenía una nuera que para mí era muy parecida a su esposa. Ambas muy calladas, ambas con cara de muy buena mujer, de muy buena persona. No llegué a tratar a ninguna, ni a la suegra ni a la nuera, en realidad he tratado a muy pocos "botijas". Pero el tiempo, ese devorador de historias, ése que nunca descansa y le importa cien mil millones de "conguitos" todo, no puede borrar ni barrerlo todo. A veces veo en rostros de nietos y ya también en biznietos de aquel Botija las mismas caras de buenas personas de su abuela y de su bisabuela. Me quedo pensativo. Empiezan a faltarme las palabras. Todo texto ha de tener su final y ahora sí, aquí termina éste.

 Amores de los que matan no he sufrido en mi vida; a la vista está. Como mucho de los que marcan. Llevo desde ayer, y sin parar, hurgando co...