Aquel hombre era cabrero; nunca supe su nombre, sólo su apodo: Botija. Se sentaba al sol sobre la misma acera de su casa, que hacía esquina, tal vez cincuenta metros más arriba y enfrente de la mía, con sus flacas y largas piernas flexionadas, siempre vestido igual, independientemente de la estación del año: chaqueta gris, pantalón gris, botas de tela y goma rojas y negras, una camisa que en tiempos fuera blanca, después algo amarilla, de manga larga, siempre abrochada hasta arriba. También usaba gorra, o mejor dicho gorras, porque esa prenda sí era distinta en verano que en invierno: de tela más ligera cuando el calor, más gruesa cuando el frío, como quien no le da importancia a proteger el cuerpo pero sí mucha a sus ideas.
Era alto y delgado. Yo siempre lo conocí viejo: Botija era un viejo, uno de los viejos de mi calle. Hizo algún dinero, más por la venta de unos terrenos que por sus cabras. El porqué de que aquellos terrenos fueran suyos se me pierde en el tiempo, y nunca nadie me lo explicó, quizás tampoco yo lo preguntara. Un nieto suyo y yo somos amigos. Pero nos hicimos amigos después de ser vecinos. Arrendó, mi amigo, un bar. Una vez, mi amigo, me regaló un llavero: el logotipo de "su" bar: una figura de metal con forma de botija.
Haciendo cálculos, más o menos calculados, cuando yo era niño el abuelo Botija tendría quizás 60 años, puede que cincuenta y tantos. Mi madre estaba hasta el pandero de las cabras de Botija. Mi casa tenía un zócalo en la fachada de los llamados "a la tirolesa", cientos de piedrecillas puntiagudas adheridas al cemento, un lujo para las cabras, que cada vez que pasaban calle abajo y calle arriba, y eso era a diario, estaban deseando de llegar a mi puerta para una tras otra en fila india rascarse por aquella maravilla, por aquel gustirrinín, con la consiguiente huella de sudor y suciedad que dejaban a su paso marcadas en el zócalo. Así que la cubeta de pintura y la brocha no faltaban en las manos de mi madre.
Yo crecí en un barrio alto, pero por lo geográfico, no por lo económico. La espalda de mi casa daba justo a la ladera del cerro, la fachada al pueblo. Por mi calle no pasaban procesiones, ni desfiles, ni cabalgatas; pasaba el camión de la basura; pasaba la Pepa la lechera con su Citroën C15 y su escandaloso claxon; pasaba, en verano, ”el tío los polos", también llamado anteriormente "el rubio los pasteles ", con su carro y su voz pregonera; pasaba el afilador, con su bicicleta y su música, música que según mi madre, cuando era niña, decían que anunciaba el hambre; pasaban las golondrinas, con sus vuelos intrépidos rozando el suelo presagiando lluvia. Y pasaban las caprichosas cabras de Botija; y las mierdecitas de las cabras de Botija, que también eran asunto de mi madre, esa pobre que soltaba la cubeta de pintura y la brocha para coger la escoba y el recogedor. Si algo bueno tenía aquella cansina barrendía era su repercusión fertilizadora en las macetas de mi casa, siempre lustrosas e incluso aromáticas.
De niño fui muy aficionado a la Semana Santa, y me dolía que por mi calle no pasaran santos, y me quejaba a mi madre, como si la pobre tuviese la culpa, y ella, tan santa, tan condescendiente, me decía: ni falta que nos hace, si no pasan santos pasarán otras cosas, y yo en mi infantil cabreo y nunca mejor dicho le respondía: sí, mira, ahí va San Pedro, y por allí El "Niño perdío", y por allí El Cristo, señalándole con mi dedo índice aquella especie de "Conguitos" solo iguales a ellos en color y forma.
Botija el viejo, cada vez que yo pasaba por su lado, cuando tomaba el sol en su acera, era normal encontrármelo hablando solo, murmurando frases, sentencias, refranes, cosas así, muy lapidario todo y muy como de ultratumba, porque del más allá me parecía que vendría aquella voz ronca y seca. Le recuerdo como un Cristo en la cruz cuando volvía al atardecer calle arriba junto a sus cabras camino de su casa y de la cabreriza anexa. Su garrote, ese palitroque que por el norte llaman cayado, lo llevaba sobre el cogote, horizontal, con cada una de sus manos agarrando sendos extremos del palo, caminando despacio, al compás de su piara, a veces cantando canciones que nunca me enteraba de su letra. Quién sabe; igual subía susurrando la nunca registrada Octava Palabra.
Este texto quizás debería de haber terminado ahí, en Palabra, pero se me ha venido de pronto una idea, una imagen, que no quiero dejarla pasar. Es normal que un hijo se parezca a su padre, pero no es normal que una nuera se parezca a su suegra. Botija el viejo tenía una nuera que para mí era muy parecida a su esposa. Ambas muy calladas, ambas con cara de muy buena mujer, de muy buena persona. No llegué a tratar a ninguna, ni a la suegra ni a la nuera, en realidad he tratado a muy pocos "botijas". Pero el tiempo, ese devorador de historias, ése que nunca descansa y le importa cien mil millones de "conguitos" todo, no puede borrar ni barrerlo todo. A veces veo en rostros de nietos y ya también en biznietos de aquel Botija las mismas caras de buenas personas de su abuela y de su bisabuela. Me quedo pensativo. Empiezan a faltarme las palabras. Todo texto ha de tener su final y ahora sí, aquí termina éste.
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