Mi tía no es tía mía, lo es en todo caso por haber sido la esposa de mi tío, que tampoco era tío mío, sino primo de mi madre. Mi tío siendo muy niño quedó huérfano, mis abuelos maternos lo adoptaron, así que cuando nací el primo de mi madre era como su hermano y por tanto tío mío. Mi tío murió, y su mujer, mi tía, a veces voy a visitarla. Mi tíos tenían una tienda de comestibles en su popia casa hasta que enfrente plantaron un Mercadona. Cada semana, siendo yo pequeño, acompañaba a mi madre a los mandados, íbamos a la plaza de abastos, a las zapaterías, a las tiendas de ropa, y a la tienda de mis tíos. Aquella tienda tenía "menos cuatro metros cuadrados", allí no había espacio, aunque sí muchos productos. Mi tía tenía una virtud extraordinaria: los cálculos numéricos. Tenía un lápiz amarrado a una cuerdecita colgando por dentro del mostrador, y un taco de papeles de estraza, que igual servían para empaquetar los suculentos chorizos, morcillas, quesos, filetes, chuletas, etc. como servían también para ir anotando en uno de ellos a cada clienta el precio de sus consumiciones una vez pesadas en aquel peso de balanzas con platillos plateados y pesas de bronce de diversos tamaños y fabricado en Vitoria. Aquellas retahílas de cifras en columna mi tía las averiguaba rápido: las seccionada en partes mediante líneas horizontales, sumaba cada parte poniendo el resultado a un lado de la columna, cuando terminaba todas las sumas fraccionadas sumaba los resultados obtenidos, pero todo a una velocidad de vértigo. A veces mientras iba haciendo sus cálculos no faltaba proponerle a la clienta algo más, recordarle cualquier artículo, por si se le había olvidado, y solía suceder, entonces la clienta le decía mira pues sí, córtame un poquito de salami, o dame cuchillas de afeitar, o échame también unas peras, con lo cual aquella columna se alargaba aún más antes de resolver su cómputo total. Con el mismo cuchillo que cortaba las pellas de carne para hacerlas filetes, hecho éste que a mí también me dejaba hipnotizado (cómo afilaba mi tía aquel cuchillo más grande que mi cara con la chaira, o el sonido de la pella de carne al soltarla sobre el mostrador, aquel "plaf", y con qué destreza cortaba cada filete al grosor que la clienta quisiera, si más gordos o más finos, pero todos iguales, y siempre pesando un poco más todo el conjunto de lo que la clienta le pidiese), con el mismo cuchillo como iba diciendo le hacía también punta al lápiz, y yo comparaba aquella punta tosca con las puntas de mis lápices de la escuela afiladas con sacapuntas, mucho más bonitas y perfectas las mías, pero también más delicadas, más frágiles, porque a mi tía jamás vi que se le partiera la punta de su lápiz. Cuando mi madre hacía su compra, mi tía siempre me regalaba chucherías, las metía en una bolsita de plástico transparente, yo súper contento, era como un premio, aquellas chucherías nunca estuvieron apuntadas en la columna de mi madre, eran un regalo. Luego calle arriba acompañando a mi madre y ayudándole lo mejor que podía a transportar aquellas bolsas con comida que tanto pesaban me iba comiendo algún que otro caramelo o gominola, pero sin pasarme, porque se me picarían los dientes si abusaba y porque se me quitarían las ganas de almorzar, según me decían. Ayer fui a ver a mi tía. Veía a mi tío también allí, aunque ya no estuviese, y veía la habitación donde estaba la tienda, y recordaba o más bien incluso podía oler todavía los olores a chacinas y frutas y quesos de aquella casa. Todo lo sentía tal como yo lo sentía de niño. Todo allí lo sigo percibiendo igual cada vez que voy. Ir a ver a mi tía es mucho más que ir a ver a mi tía para mí. En su casa hay todavía como un tiempo presente que ya se extinguió pero que dentro de allí aún permanece. Allí hay para mí como un consuelo todavía de fondo, invisible, inodoro, intangible, aunque poderosamente manifiesto.
lunes, 10 de noviembre de 2025
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