LOS MANIQUÍS TAMBIÉN HACEN PIPÍ
Oh sí, ése es poeta; escribe muy bonito, escuchas por ahí.
Luego te buscan, te leen,
y hay quien te halaga,
y quien le importas una mierda;
hay quien te sube al Olimpo
y luego allí te abandona;
hay quien te anima a seguir,
a seguir así,
así de quietecito;
hay quien le molas,
y hay quien te inmola;
hay quien te da bola
porque se siente muy sola;
hay quien te hace la ola,
y hay quien te ahoga en su ola;
hay quien te dice hola,
hola y adiós.
Hay quien quiere tu traje,
y hay quien te corta el traje.
Hay quien más cosas
que...
que no vienen a cuento.
Pero todo pasa y
sólo te queda al final
el mismo retorno al principio:
la misma duda,
el mismo abismo,
tu misma cara (y cuerpo)
de maniquí,
tu pose quieta, hierática,
el puto sol dañándote
la vista
tras el cristal del escaparate,
una mosca puñetera
de repente en la nariz,
un calambre en el corvejón,
un alfiler que te pincha...
Aunque bien mirado
tengo suerte:
peor están los del almacén,
los olvidados,
los caducados,
los inservibles:
el que le falta un brazo,
o una pierna,
o un ojo,
o el que tiene dislocada
la nuca y su cabeza le pendulea.
Yo al menos sigo entero,
erguido,
con mi cierto aire
marcial
-y un tanto marciano,
medio verde,
cuasi amarillo,
extraño,
frío,
pero en el escaparate,
firme aún,
tieso,
aunque con unas
ganas tremendas
de orinar desde hace tiempo.
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