Para quererte no hay que subir, nadar a tal orilla.
Tú me subes,
rescatas sola y siempre
desde cualquier estrato de mis residuos subterráneos,
perdidos oceanos hacia tus pies o playa
que beso, náufrago
que al fin arena pisa y firme,
que al fin arena pisa y firme,
y se yergue sobre sí,
y contempla el escenario, sí, su mundo imaginado
en tantas noches de vaivén y desvarío, perdida toda fé, toda ilusión,
ante él, cierto como el frío o el hambre.
Lo primero que sanas es mi corazón,
cascarón de nave donde arden
tanto sueño derrotado,
anhelos de alegría y de gloria que a remolinos destrozó la vida.
Ahí directas cual experta cirujana tus palabras primeras clavas,
y vuelve mi sangre a fluir y cierta luz
a modo de actriz secundaria
comienza a tomar protagonismo,
y a su paso
iluminándolo va todo: antigua luminaria y pródiga
que a su casa o venas vuelve.
Y se me reactivan miembros, vellos, dientes, epidermis;
ojos viejos que desde la nada
nuevos vuelven a mirar
el todo en su comienzo (el descubrir
es cosa asidua, terca la sorpresa):
plenitud de verdes
en las palmeras
hacia la orilla erguidas, broncos azules de cielo y mar,
dulce sonoridad de aves
cruzando altas más allá de las nubes
que hipersensible aprecio,
tal esa levedad en mis articulaciones,
colisión de huesos
sobre almohadillas de algodón que a ritmo pausado,
mas no torpes, luego de años atrofiados
a su mover ilusionados tornan,
y cruzan la playa y se adentran
en la oscuridad... que no es bosque
ni selva,
sino tu pecho,
donde tu corazón habita,
y con el mío,
en uno y sólo,
ambos se funden.
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