lunes, 24 de noviembre de 2025

 Mis gatas se me crecen. 
Se les parecen a mis hijas. 
Un día siempre conmigo 
y mañana ya no. 
Buscan su espacio. 
Trepan por el tronco del moral. 
Se pierden por los tejados. 
De momento 
siguen siendo puntuales 
a la hora de sus comidas. 
Abro la puerta del patio 
con el miedo en mi mano
sobre la manilla.
Las llamo, y aparecen. 
No sé de dónde vendrán, 
de qué lugares, 
de hacer qué. 
Van de tejado en tejado,
brincando,
descendiendo,
hasta alcanzar el suelo. 
En sus descendimientos, 
en sus brincos hacia abajo, 
me parecen como volviendo 
de las altas montañas. 
Dos cosas les tengo dichas, 
dos prohibiciones: 
"a mí no me volváis 
ni preñás, ni muertas, 
así que ustedes veréis". 
Entran, se ponen a comer, 
y a beber su leche.
Yo les acaricio sus lomos, 
ronronean, me miran, 
con esos ojitos suyos 
celestes como dos peladillas 
de cielo en abril, 
y se me cae la baba 
sin poder remediarlo.
Y se me olvida incluso el miedo.
Miedo que volverá mañana,
que volverá siempre.

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