En las tundras de mi soledad, terca
y extraña, llovía sobre mí en la ciudad sin miedo el agua de los viejos cuencos.
Todo era alegre y lejano con denuedo
cerca mío, y era un parque verde y soleado, y olía a café y había despilfarro de risas y rechinar de columpios, o tímidos murmullos tal vez de amor o secretos, preocupaciones varias venteadas a la tarde sin viento. Busqué la callejuela amarga y su sombra. Encontré el vacío, su silencio. Apenas cuatro pasos me faltaban para el llanto. Preciosa la vida detrás de la pantalla. En mi bolsillo una llave, tabaco, mechero, algún dinero. Y un puente o puerta con aldaba inerte desde la mañana. Un bar que recién abren, punto perfecto de desencuentro. Me siento. El sol ya declinaba, la sangre se licuaba. Coches que pasan. Una mujer me mira impropiamente con tu mismo cabello. Y suena la aldaba sujetando el suicidio de la primera lágrima. Tus palabras como abrazos previniendo autopsias. Y un sol languideciendo renació en mi boca. Y de pronto fui transeúnte también con mis derechos.
sábado, 13 de octubre de 2018
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