sábado, 17 de agosto de 2019

Dicen que el corazón tiene ojos, manos, oídos, boca. Algunos además de pies tienen alas, y vuelan casi sin esfuerzo. Su olfato es intuitivo, jamás se equivocan, y esa exactitud también suelen utilizarla para precisar el tiempo: la contabilidad de las horas y de los años; la de las hojas de los árboles cuando el otoño aún no es ni un espejismo en las tórridas jornadas del verano, o la de las yemas tiernas que ni son todavía deseo en la rama durante los gélidos días del invierno.
Yo me pregunto cómo un ser tan privado de luz y de conocimiento exterior, puede saber tanto. Quizás como nosotros sus dueños, cuando apagamos la lámpara y nos quedamos en silencio en la cama mirando hacia ese todo que es esa nada colgada del techo, y comenzamos a pensar en nuestros asuntos, y se nos van aclarando las ideas de manera inversamente proporcional a la luminosidad del cuarto: el error cometido cómo se va transformando en arrepentimiento y éste en ganas de pedir perdón, o al revés, cuando uno es ofendido y a esa ofensa se le pulen las aristas y eres tú quien desea dar ese perdón. Cuando al orgullo se le desinflan las agallas y comienza a respirar por los pulmones, por esos mismos pulmones que todos tenemos; cuando lloras a escondidas por multitud de historias; cuando ríes y te ríes de ti mismo y piensas pero qué tonto he sido. Cuando la verdad en suma te llega sigilosa como un fantasma en la noche y con su dedo índice te muestra claramente cuál era y es el camino... es ahí, en ese preciso instante cuando sientes un sonido extraño, acompasado, misterioso, hondo. El de tu corazón latiendo bajo tu pecho, esa mágica linterna que no precisa bombilla y sin embargo... hay que ver lo que alumbra.

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