jueves, 1 de agosto de 2019

QUE VAYAS A ABRIR LA PUERTA, CANTABA HOY EL DE TRIANA

Para recorrer los últimos cien metros antes de llegar al convento tuve que echar mano de mi mejor pericia como conductor. El fuerte viento me inclinó el coche de tal manera que tuve que conducir sobre las dos ruedas laterales de la izquierda. Yo desde dentro intentaba hacer contrapeso levantándome lo que podía del asiento e inclinando mi cuerpo hacia la derecha, y dando así como empujones, tirones al volante, haciendo con la cabeza así, así, así, sí, así, como si tuviera un tic, como si fuese hijo de la crucera, aquella que lavaba los pañitos de San Sebastián, y con la lengua fuera, pisándomela con los dientes y medio asomada.

Pude llegar. Logré aparcar tras el parapeto de los sillones de piedra, y con un último empujón, el coche volvió al suelo sobre sus cuatro ruedas.

Pero ay después cuando dije a salir. Por temor a que la puerta al abrirla saliera aleteando metí mi pie izquierdo sobre la agarradera de la puerta, y mis dos manos. Me trabé de tal forma que ahora no podía sacar una mano para darle a la maneta de abrir la puerta. Por fin pude sacarla, y abrí. El viento me sacó del coche y caí al suelo con un pie y una mano metidas todavía en la agarradera y la otra mano haciéndome la señal de la cruz en la frente.

Como pude saqué mi pie y mi mano, me puse a cuatro patas. Sacando fuerzas de donde no las tenía cerré la puerta y entré al convento reptando, igual que un marine en Vietnam.

Cuál fue mi sorpresa al entrar. Bajo los aleros del patio del compás pude ver apiñados un cuadrillón de albañiles abrazados entre sí; los paguitas tambien estaban allí refugiados, que son ese grupo de hombres que están todo el día y todos los días dando paseos por el cerro, que o bien son jubilados o enfermos o están cobrando el paro, son los paguitas, claro. También había un montón de aves, gorriones, tórtolas, palomas, y la mujer esa de la Vicaría que tiene un montón de perros, pues allí estaba también, ella y todos sus perros.

Al verme un albañil me lanzó una cuerda. Un extremo sujeto por varios forzudos albañiles y atado además a una de las columnas de piedra centenarias. El otro extremo me lo até fuerte a la cintura. Ellos tiraban y tiraban, yo me aferraba a la cuerda mientras entonaba desesperado las lamentaciones de Jeremías.

Me abrazaron con lágrimas en los ojos, la mujer de la Vicaría también, y sus catorce galgos y diecisiete raterillos me lamían los esollones.

Me dirigí entonces hacia el portón de entrada al convento propiamente dicho pegado a la pared como camina el curvitas por las aceras. Llamé. Me abrió una monja. El aire que le levanta el hábito, yo como el que no quiere mirar, pero viendo, y vi. Unas piernas tipo Macario, luengas lianas de pelo colgantes. Pero ay cuando miré un poco más arriba. Yo me creí que aquello era un nido de mirlos. Como las clarisas derivan de la orden franciscana, digo nada, su afán de protección animal las lleva a lo más disparatado. Pero no, aquello era lo que era, es decir eso, sí, eso. Por Dios, cuánta frondosidad, qué exuberancia, qué Amazonía. Tal vez eran aves exóticas lo que sonaba graznando desde aquel centro tan negro como el carbón. Y eso que la mayor parte estaba oculto bajo la ropa interior. Pero que viendo los reorsitos, digo qué no habrá ahí debajo!

Y bueno, poco más. Entré. La monja sonrojada cerró la puerta diciendo huyuyuyuí. Hice mi trabajo. Cobré, y me salí del convento con mi dinero y una caja de pollitos de lavar como regalo.

El aire se había calmado.

FIN

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