Ciertos libros parecen guardar el secreto de la dicha eterna, como una primavera sin límites, como un día perpetuo capaz de evitar a la noche, siempre luminoso y cálido.
Ciertos libros parecen conocer el antídoto contra aquellos atardeceres que sonaban a martillo de juez dictaminando que acabó la fiesta, la jornada de gira campestre y familiar, donde hacíamos candelas, carne asada, arcos y flechas.
Entre las hojas de ciertos libros hay un laberinto sencillísimo; sin embargo, llegando al final uno mismo retrocede voluntariosamente al principio, porque no quieres salir jamás de ahí, porque no quieres desdicha, inviernos, noche, oscuridad, frío; porque quieres seguir lanzando flechas de varetas contra aquel juez hijo de la gran.
Digamos que ciertos libros podrían denominarse uterinos. O ajardinados. Protegen a la par que seducen. Y son buenos con y para uno al uso de la bondad de la buenas abuelas. Más altos que murallas, más que montañas, una vez dentro de ellos el mundo empequeñece, queda como muy abajo o muy detrás, apenas si se le oye.
Pero lo más curioso para mí de ciertos libros es ese sospechar si su autor te conocía de tan para ti que parecen haber sido escritos.
viernes, 14 de febrero de 2020
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