Pasó toda su vida con un único afán:
el de encontrarse a sí mismo.
Una vez conseguido
trazó fronteras a su alrededor
y se juró no traspasarlas nunca.
Pero a veces derrapaba en la oscuridad y atravesaba sus alambres de espinos y luego se sentía herido (tremendamente herido) por haber resultado vulgar.
La cabra sigue tirando pal monte, meditaba. Cosa que no admitía.
Entonces pensó que seguía siendo demasiado generoso consigo mismo
y decidió elevar y comprimir aún más sus fronteras.
Sus escritos ya eran rotundos,
cegadores de lúcidos,
cuasi exactos,
rozaban la perfección.
Pero no era suficiente todavía para él,
así que continuó estrechando su propio cerco.
Dejó de utilizar letras y las sustituyó
por pequeños puntos y largos espacios,
como en un código secreto que sólo
él (que ya se creía un dios, o Dios) y los demás dioses o semidioses
serían los únicos capaces
de descifrar y comprender desde sus palcos VIP, por encima de los asientos vulgares del populacho vulgar que les adula, en recíproca alimentación.
Pero todavía creyó que era enorme la libertad que se otorgaba, y no pudiendo comprimir ya más sus fronteras decidió comenzar a amputarse miembros. Primero un pie, después hasta la rodilla, luego un dedo, más tarde el brazo,
la cabeza sin miramientos, hasta dejar sólo su ombligo.
Ya lo tenía conseguido. En lo mínimo estaba lo máximo, se dijo.
Un día se miró al espejo y se llenó de todo
con aquella diminuta redonda,
tan estúpida como hipócrita,
tan mentirosa como solitaria,
pero eso sí, absoluta y perfecta,
Como la nada.
viernes, 3 de abril de 2020
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