jueves, 25 de junio de 2020

CIERTOS LUGARES

Entrar a ciertos lugares para mí, no es entrar a cualquier lugar. Es mucho más que atravesar una puerta y colarme dentro, porque eso es sencillo, y todos los lugares valen para eso. En cambio hay otras puertas que al cruzarlas y nada más entrar te das cuenta de que no lo has hecho solo. Algo en ti y contigo hace acto de presencia de repente, llamémosle alma. Y es ella la que a partir de ese momento dirige tus pasos, tus movimientos, mientras que tu cuerpo pasa a un segundo plano, no por ello menos importante, pues seguirá siendo el portador de tus cinco sentidos, que parecían dormidos, igual que el alma, que el lugar también despierta.

Como ejemplo haré mención de un par de esos lugares. Uno, los viveros, otro, las papelerías. También podría decir las floristerías y las librerías, pero las primeras son mucho más pequeñas que los viveros y todo está ahí como demasiado limpio, demasiado ordenado y perfecto, y muy cortado todo, lo que me lleva un poco a sentirme engañado, y en las librerías con respecto a las papelerías me ocurre que en ellas todo está como concluido, algo de cementerio tienen las librerías, de demasiado serio. Una librería viene a ser en cierta forma una invitación a conocer lo que otros dijeron, mientras que la papelería viene a ser una invitación a que digas a los demás quién eres tú. Una librería es como una tienda de muebles, mientras que una papelería es como un almacén de madera y ferretería. Una librería es como un almacén de alfas y omegas, pues cada libro tiene su principio y su fin. En cambio una papelería es como un universo aún por abrir y descubrir, en ella encuentras las herramientas, y el viaje te lo fabricas tú. Eres tú quien puede marcar el principio y el fin.

Tanto a los viveros como a las papelerías entro sin necesidad, según se entienda. Entro como el que va al cine o al teatro. Compro porque esos lugares están ahí para eso, son negocios. Pero yo sé que compro como el que paga una entrada, y además salgo de allí con algo en las manos, un minicactus o un boli, una macetita de albahaca o una libretilla. Objetos que en cierta forma me sirven de consuelo cuando ya me empieza a dar apuro por llevar demasiado tiempo extasiado entre infinidad de plantas y charcos del riego y olor a tierra y vegetal mojado y mi piel se ha humedecido y las suelas de mis zapatos están llenas de barro y mi cabeza perdida entra palmeras y melocotoneros y jazmines y rosales y geranios y el infinito de todas las plantas lo estoy viendo ante mí, o ante las pilas de cuadernos de todos los tamaños y colores y en blanco o a rayas o a cuadritos o los provocadores puñados de bolígrafos y lápices allí, a menos de un metro de mí, detrás del mostrador, tan apetecibles, tan... iba a decir vírgenes. Carpetas, portafolios, gomas de borrar, sacapuntas, compases, reglas, cartabones, paquetes y paquetes de folios, joder, si es que ahí hasta los blocs de facturas me ponen... iba a decir cachondo.
Es verdad. Mucho se habla de los libros, del hojear un libro sólo por sentir su olor, pero lo mismo me ocurre con los cuadernos o los blocs de albaranes, que cojo alguno y lo hojeo y procuro hacerlo cuando no me vean porque mi cara tiene que ser todo un poema, erótico o algo parecido. Así que llega un momento en que decido pagar, y salir, un poco menos triste con mi souvenir en las manos, como si viniese de Venecia o Acapulco, y vuelvo mi cabeza hacia el lugar, como el que se despide del puerto, entre ruidos de sirenas de barco y gaviotas. Recién ido, y ya tan deseoso de volver.

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