Atrás truenos, tempestades,
pedestales de la euforia.
Que mi ola más gigante
apenas pase de onda.
En esa quietud sonora
proclamaré mi misterio.
Abisal y laberíntico.
Negro como el pozo negro.
Denso, hondo, escueto, frío.
Acariciando el silencio.
Árbol yo, podré dar muchas flores, pero pocas manzanas; se perdió la abejita que las polinizaba. Barco yo, llegaré a muchos mares, pero a poquitas playas; extravié el astrolabio que me orientaba. Explorador, sediento, orador yo: cruzaré muchas selvas, beberé en muchas aguas, podré decir mil cosas con muy pocas palabras. Pero: ¿quién calmará mi sed de fondo, quién de las fieras frías será mi ángel custodio? ¿Y hasta cuándo mi viaje? ¿Seré cual ser inane, bogando día tras día, mes a mes, año tras año, implorando al pasado eternamente un poco de alimento almacenado? Porque eso hago, satisfago tal carencia con recuerdos: tus manos en mis manos eran dulces y tibias como el pétalo de orquídea y la sandía crujía de colores y aroma entre tu boca y mi boca como en un bodegón de pintura flamenca. Es así: millones de partículas ionizadas -cual diminutos soles-, orbitan en el siempre entre una pertinaz lluvia de lágrimas. Y en la noche infinita, mi salmódico llanto prolongado: Ofelia sólo duerme, sólo duerme, duerme...
Las estrellas parece que se apagan. ¿Algo escuchó mis súplicas? Parece que se anuncia un nuevo alba. Las cosas reorganizan su antiguo organigrama: el pez vuelve a ser pez en amplias aguas; la liebre, el regaliz, la tórtola y la esquila, el trigo y la lavanda, la delicia melódica del casco del caballo entre la grava... El todo gira hacia su ser lentamente, a su única sustancia. Tras la noche lluviosa, mi alma se asemeja a la amapola en cálida mañana: yérguese, prístina de sangre, y con la renovada brisa danza. Has regresado.
Dónde está lo que aparta
entre mi ser y mi tierra;
si es mi amor esto de aquí, o simplemente el verdor
de esta yerba, de aquella sierra.
En el estar, en el manifestar:
bajo la piel y la piedra nos fluye una corriente invisible, idéntica.
De algarrobo y romero tengo mis pestañas llenas. Late mi corazón entre arrullos de tórtolas. Me despista algún jilguero,¿acaso ya está aquí la primavera?
Me alejo de la campana para sentirte a ti, sola, solamente. Para sentirme a mí, contigo, sin más voz que el balido de la oveja.
Para adormilarme en ti, sentidamente conmigo. Serenamente al sol, otro domingo cualquiera.
Puede que ya alcancé (tal vez sobrepasé)
lo que yo más seré. Tal madura granada,
tiempo viene a ser ya de degustar mi propia
dulzura, como así degusta todavía
el río en estuario las mieles de sus aguas.
Sólo el viento me basta. Este viento de ahora,
por ejemplo, que esconde sinfonías, retira
o trae la lluvia, viene, sacude los cristales
de las ventanas, luego pasa, y no se oye nada.
Mas la ausencia de Eolo ha despertado a Cronos,
le sacó de su alcoba de madera, silente.
Prodigio de tictac. Es el reloj. El viento
vuelve. Yo vuelvo a mí. Vuelve otra cena, vino
de pasas, ensalada. Y la cama. ¿Y mañana?
Pero esta noche aún es moscatel, almíbar.
Que ya no es cosa mía la palabra mañana.
Vuelve el tictac, de fondo. Y hay música en mi alma
-el viento me adormece con gusto a mermelada.
Tejo un mantel con palabras, un manto.
Lo agarro en los extremos con mis manos.
Salto, y la tela se ambomba igual que un paracaídas. Mi distancia hasta el fin sigue siendo la misma. Mi objetivo: mesurar mi paso por el recorrido, aún ofertado; entretener mi visión mientras tanto a ritmo más pausado. Nada me salva, ni hay peros admisibles. Tan solo lentifico mi consumo inexorable. No describo, porque no veo, sino siento. Ni color ni paisajes. He cerrado los ojos. Parece que es invierno, y la madera cruje con su grito de siempre: apenas perceptible a mis oídos. ¿Es totémico el sonido? No lo sé. Lo supongo. Lo imagino. Puedo estar junto a mi madre, hace mil años, o mil océanos, o entre mil vientos de incertidumbres. Sin embargo, en mi estómago, la vida continúa. Siento hambre. Olvido este inútil empeño ¿en qué? Me atengo a lo único y veraz: lo primitivo: tengo hambre.
Ya no es pasión, ahora, lo que me impulsa, sino lo viejo, de donde vengo, lo que sí soy, el artefacto tangible y definido, con lo que verdaderamente existo: animal, con hambre. Y en todo caso: animal hambriento gastando (¿malgastando?) su tiempo tras no sé qué luz.
La primavera se extiende por la pared de los meses como dolor sin olvido, como el peor de los daños que hayas cometido. Ya no hay nieve que borre tus huellas en el camino. La chimenea bosteza mostrando su negra boca. La manta es artículo inútil. Qué mérito tendrá abril, cuál mayo. Maldigo al buen poeta y sus plegarias de eternas primaveras. Depreco yo, mediano rimador, más llorón que poeta, por todo lo contrario: necesito un invierno. Un invierno que ofrezca algún sentido a este discurrir continuo, sin alternancias, monótono, cálido, sí, y florido. Tanto como aburrido. Que no es vida esto, si lo analizo. Un invierno. Un invierno a lo antiguo, de escarcha en las cunetas, de vaho en los cristales, de aroma a sahumerio bajo el religioso manto de las nagüillas. De lirios blancos, violetas, amarillos; del anhelo del almendro y del romero allá en la sierra, por ser flor sencilla. De la traviesa aventura al regresar de la escuela dibujando, saltando, universos de órbitas concéntricas, líquidas, expansivas. De botitas de paño, luego, al amparo del ascua, secándose en la tarima.
(Este poema comencé a escribirlo hace ya varios días, cuando enero sólo era enero en el almanaque. Parece que mi ruego, quizás por ser tan sincero, no necesitó ser mostrado para surtir efecto por quién sabe qué misteriosos agentes. Hoy, que lo hago público, enero sí tiene pinta de enero en la calle, en el cielo, en el aire y en los campos, incluso en mi propio espíritu. Otras cosas sé de sobra que ni los mismos dioses podrán devolverme.)
Me siento entrando en una nueva preadolescencia, a la par que voy entrando en mi preobsolescencia, si es que no estoy allí ya.
Lo malo es que antes, si fallabas, no importaba: había futuro donde remendar, retractar, corregir. Y ahora ya no.
El tiempo excluye hasta lo peor: la capacidad, la oferta, la oportunidad de remendar, retractar, corregir.
Ya no hay ni un por qué, un para qué.
Y en ese punto, digamos, mi preobsolescencia es igual a mi preadolescencia. Se actúa sin más; se actúa sin pensar en consecuencias. Es así.
Tengo absoluta certeza solamente de una cosa: voy a morirme. Lo demás qué importa, como en la adolescencia.
Canto, lloro. Leo poemas. Escribo poemas. Sí, voy a morirme.
Cada vez más cerca. Cada vez me cuesta menos percibir su olor.
Me voy desnudando de lo absurdo ante ello. Es cuestión de peso. ¿Qué obligación pesa más ahora aquí que mi propia ceniza luego?
Canto, lloro. Escucho música. Veo películas.
Miro el fuego, relleno mi copa, pienso.
Ah, pero mi nueva perra joven, como la manifestación corpórea de las antiguas primaveras. Viene hacia mí, con sus ojos brillosos y su pelo áspero y a la vez tan dulce en mis dedos. Sus grandes manos, su gran fuerza. Y no más: ahí está el punto de mi dicha ahora. Como cuando yo también joven. Como cuando la leña, recién cortada, tardaba tanto en quemarse en la chimenea. Y cuánto calentaba.
Preadolescencia.
Preobsolescencia.
Ahora, es así, las veo idénticas.
Invierno. Vale. Apenas llueve. Ya no huelen las calles a molienda oleícola. Hace mucho que ya no.
Vale. Pero es invierno. Hay lavanderas piando allá fuera. Y es blanda la tierra por el rocío. Es una madre vieja, la tierra, en estas alteraciones huérfanas de costumbre. Aún te quiere.
Pero,
tanto sol, aún, sobre mí, tanto verde alrededor.
¿Para qué?
¿Sobro?
Mi materia presta está para el futuro. Mas no mi ser.
Hiende la tierra.
Hiende la tierra.
Como una voz, senil, oigo pedirme.
Ni eternos como el tiempo o la materia universal.
Sino humanos, falibles y finitos.
¿Alguien puede entender mi interés por las rosas, la mejorana, la lluvia y las palomas?
Miguel, depresivo y escolar, compañero. Mirarlo fue mirarme. Su foto en el monte: espejo.
Dejadme por fin en paz.
Y callad. O amadme si lo entendéis y uníos a mi propio vértigo.
Mi poesía nace en mis ojos.
Un niño, a la entrada de la estación, sentado sobre un rebate, comiendo una hamburguesa.
El bocadillo, mordido entre sus manos, pequeñas y morenas, parecía una media luna morena.
Humildad en sus ropas y alegría en su boca.
Una muchacha, quizás fuera su hermana, a su lado sentada, le sonaba los mocos y le daba a beber zumo de una pequeña botella.
Alrededor, la nada ruidosa. A mi lado, más palomas de dedos amputados, se me acercaban por el extremo opuesto al de la violencia.
Busco chivata en el diccionario y aparece con significados idénticos a su homónimo en masculino. Pero no existe un significado que con tal palabra se designaba una especie de cesta flexible de mano, muy liviana, con asas circulares, y cuyo recipiente donde guardar las cosas estaba confeccionado con tela de rejilla.
Imagino que lo de chivata le viene a tal objeto porque la redecilla dejaba trasver el contenido de la cesta.
Mi madre las usaba. Recuerdo una suya azul. Y que no era muy cómoda según ibas aumentando su contenido en la plaza de abastos, pues al ser de rejilla, ésta se dilataba, se alargaba en vertical. También, las asas, a la par que circulares, eran muy finas, y se te hincaban en las manos por el peso, delicadas por aún no trabajadas mis manos de cuando niño. A veces, camino a mi casa, la chivata iba rozando el suelo, lo cual, dada mi estatura de entonces, aumentaba mi esfuerzo, pues debía cuidar de llevarla elevada, de no irla arrastrando por la calle y se rompiese.
Hace mucho que no veo una chivata. Quizás ya no se usan. Quizás ya no existen. Con el tiempo he aprendido que el azul no es sólo uno, sino que al igual que todo color, posee matices. Con el tiempo he aprendido que el azul de la chivata de mi madre era de un azul índigo, que es ese tono que por ejemplo, por un instante, muestra el cielo en sus amaneceres y en sus atardeceres, siempre y cuando sea un cielo limpio.
En mi calle los cuerpos de los hombres
olían a sudores y a tomillo.
En arrugas faciales,
en uñas y nudillos deformados,
la piel era un reflejo del secano
o el tronco retorcido del olivo.
No conformes, en los ratos de asueto,
sobre el rebate tibio,
urdían lentamente las sierpes del esparto.
El vino florecía en sus mejillas
como una rosa roja, justo junto a la orilla
de sus ojos acuosos.
Cada tarde mi calle se moría
en revuelo de juegos de chiquillos:
intrépidos partidos de pelota en la empinada cuesta;
en combas y escondites; pillapillas
al son de Los Chunguitos y Los Chichos.
En navaja afilada sobre un trozo de pan y algo de tocino (y un cazo de gazpacho si sobrara a mediodía).
Los gatos peleaban al sacar la basura, mientras con sutileza,
en el aire sencillo del barrio corachero,
de la dama de noche se expandía
un aroma (tan humilde y profundo)
que en el sueño vencido aún me persigue
igual que golondrina desnortada
en las nieblas del tiempo,
sin rumbo ni camino hacia su nido.
Entre un cauce de olvido todavía me suenas
con tu canto secreto, tu arrullo de planetas.
Tu potestad de ala eleva allí donde mis pasos
se pierden al reclamo de falsas primaveras.
Del alto campanario o de una estrella
desciende con descargas de luz remediadora
tu voz de miel o vino, de brisa marinera,
cuando mi aliento gris reproduce el ocaso.
Alba y abril, una pintura, la carta de soldado
en la trinchera. Peregrina es tu voz por el bosque
como una vendedora de benéficos vientos.
Ven y repinta con la certidumbre de tu brújula
este mapa maltrecho de borradas señales.
Regrésame a la cumbre de mi única música.
Yo ya sé que tus manos se pueblan de hierbabuena cada tarde,
y que luego tu pelo es la noche,
o que amanece en tu cara antes que en cualquier planeta;
que en tu lenguaje se filtran sortilegios contra toda dolencia,
que es de pan tu risa en mí,
y de vino tu mirada.
Pero y qué hacemos, amor, dilo a mí
si leguas de moral y compromiso
nos impiden yo ser marino que a tu ribera isleña llega y se descansa,
o ser sirena tú que en mi oído contara las viejas leyendas de tribus extinguidas.
Dime, amor, cómo hacemos.
Extiende tu mano si acaso
que yo vigilo si esta luna
se vuelve más cálida y blanda,
más verde y aromática.
O canta.
O despliega tus alas.
Que yo seré oído atento
guardián del silencio
para hacer nacer al mundo,
girar el girasol,
untar con brillo y danza a la amapola,
o el ojo que primero vea
el primer pájaro de la alborada.
Noche en el tren. Tras el cristal,
la invisible visión
es un puma al acecho.
En la espesa negrura
imagina paisajes de olivar
en un campo infinito,
huertas, caminos,
acequias que discurren su agua clara
con agradable plática.
Desde el fondo le llega,
tal música de pájaros,
celestial y gloriosa,
como una voz divina:
"Nada se ha dicho aún
en el preciso instante en que se sueña.
Todo está por hacer,
nada está consumido."
El sueño en su labor
es abeja que liba la exigencia en nacer
de las cosas del mundo.
Y ante el necio pretender desandar
hirientes y obcecadas agujas de reloj,
tal vez pueda caber relativa esperanza,
pues toda aurora en ciernes,
al igual que el lentisco en la infancia de marzo,
acarrea algún grito presentido.
Porque aún hay deseo, aunque exiguo,
en el fondo del alma del viajero
barruntan con torpeza determinadas filias:
quizá quede más fe, más margaritas;
quizá quede más miel por apurar de aquellos días.
Pero es noche en el tren.
Y avanza su viaje al compás del otoño.
Tras el gélido vidrio
-realidad sin cortinas-
la invisible visión es un puma al acecho.
Mi choza es idéntica a la tuya.
No supimos aprender la correcta arquitectura. A veces percibo el lodo trepando las laderas de mi cama,
y una danza de fauces en el sólido estuario de la negrura.
Más allá, a través de catorce mil ramas
y adobe,
escucho jugar un niño.
Pero ciertas veces, también, una luz cuela por el torpe techo.
Y confundo el día y la noche: si es de luna o de sol esa luz precipitada -o tal vez de una galaxia aún sin nombre.
Has de saber, compañera, que ante ella me desnudo y me entrego completo.
Porque suelo pensarte entre esa luz: ave acuática libre,
volando sobre líquidos espejos
de océanos lacustres al cobijo
del junco y la espadaña.
Y el mundo, de tan claro y polícromo,
no me dicta más juicio
que una canción luminosa.
Sentado, sobre las raíces aéreas de un eucalipto, pienso en que tal vez este árbol conoció el humo del carbón de las locomotoras. Mis brazos no alcanzan rodear su tronco. Pienso en cuántas cosas trata de decirme desde su vegetal silencio: más allá de aquellas locomotoras, quizás, también conoció un entorno sin raíles ni pitidos, sin lágrimas de despedida. Sólo campo. Sencillamente campo.
Algo alejado, se escucha un trasiego de tractores con remolque. Van directos hacia los campos. Allá va la jauría de hombres y mujeres a golpear otro tipo de árboles, a conquistar su pan, a su ir transitando por la tierra y la mesa transformando la aceituna en garbanzo, el sudor en mensual recibo, el ahogo en regalo de compromiso. (El aceite primero y más virgen no nace en la almazara, sino en las varas de los jornaleros y en los fardos de plomo de las jornaleras, por lo común humildes. Y así fue siempre.)
Ya clarea el día. Una muchacha llega, arrastrando su maleta. Es como una cerilla que arranca el incendio que me espera después. Las prisas, los semáforos.
Yo apuro otro cigarro. Aguanto un poco más sobre mi amigo eucalipto, bajo las últimas estrellas, donde el silencio rey comienza a perder de nuevo su corona.
Dicen que los eucaliptos crecen a la orilla del agua. Aquí no hay agua por ningún sitio. Sólo adioses. Por eso comprendo lo que el eucalipto intenta decirme desde su vegetal silencio, desde su soledad sonora. Que los adioses son de agua. De ellos se alimenta. Por ello mis brazos no alcanzan rodear su tronco. (Es un hombre serio. Es un hombre sabio. Es un hombre viejo, serio y sabio, el eucalipto. Es como un abuelo que te duele).
Los holas son como golondrinas que pasan. Sólo los adioses permanecen alimentando cuerpos de eucaliptos legendarios, solitarios, por detrás de la verja, anclados, tenazmente enraizados en su perenne otoño, adosados al andén del tiempo y de la pena.
Tengo tímidos proyectos contigo.
Cuando te los comente quizás no valgan nada.
No tendré más proyecto para entonces que detener el tiempo, sostener esa música aérea en la órbita de Venus -hacia donde tus ojos se inclinan,
tronchar remos, bajar velas, lanzar ancla entre tus brazos fiordos regados de mar y de luz constelada. Y adentrado en tu tierra rogar al dios del viento espléndida cosecha.
Porque
campo de trigo, sol, la propia lluvia eres.
Que todo lo demás será pírrica inventiva.
Tal fenicio me siento en costa extraña.
Mas tú me ofreces calma de hogar y de muralla.
En ti se me desnuda la verdad.
Adiós lastre del tener que pensarte ahogado entre las reglas del silencio.
Aunque así bien está todo:
embrionario, en estado quiescente de crisálida.
Y a más tardar mejor.
Que lo malo es pasar.
Que no te me conviertas otra vez en recuerdo.
El volver a tenerte sabiendo que te irás
igual que mayo.
Todo lo que encuentro caminando me entristece porque camino, sin percatarme, buscándote, esperando nuestro encuentro.
Y no vendrás, no nos encontraremos.
No sé si volverán a alinearse de nuevo los astros.
Mientras tanto la ciudad se me atraganta. Todo es de piedra o cristal, de caro perfume o pírrica limosna si tu mirada no encuentro.
Si te encontrara podría salvar lo que me infunden los pordioseros de la calle, por los que puedo hacer poco. El mismo sol bajaría hacia mí también y la comida tendría su sabor auténtico.
Decir te pienso,
decir te añoro,
decir te espero.
Aunque te esfumes como engaño
ante el niño inocente frente al mago del circo.
Te pienso
te añoro
y te espero
allí donde el poema
aún no tienen plumas.
Donde un sol soñoliento
acaricia y te besa tus ojos vegetales.
Te espero en ese instante en que la luz
dejó de ser canal del mal augurio.
Te añoro donde el viento
lamenta su misión para el otoño.
Te pienso con el alma
tendida en el diván de un calendario
que a tu ser me regrese,
allí donde el verano amplía su existencia.
Una esperanza late.
Una esperanza viva que hoy vierto
en las cunetas, en barbechos,
en rastrojos que tímidos
rocíos reblandecen cuando miro a través
del vaporoso vidrio.
Algunas personas me hablan -en su preciado anonimato de
gente común y actual y sencilla,
sin percatarse
de que suenan en mí a manzanos en flor,
a acequia rumorosa entre mimbreras,
a pan con queso y aceite,
a grifo goteante de barril de bueno y dulce vino, su caldo en el cubito para el no desperdicio.
Me cuentan sus historias, sus proyectos,
el pasado y presente de sus vidas,
sus cotidianos quehaceres como si tal cosa.
Pero sus palabras, en lo oscuro y de lejos,
me vienen cargadas de agua y sol, de tormenta y pedrisco, de azada y laboreo,
de paisajes de higueras extinguidas, calles de piedra y junco, viejas costumbres, olor a incienso, balcón engalanado, mujeres de mantilla. De arcones y alacenas jugándoselo todo a la esperanza.
Me dicen cosas preciosas y hondas, sí, mas tal pájaros cantores que ignoran cuánto cantan lo que cantan con su canto.
Es cierto que las oigo,
y atentamente además. Pero con la imposibilidad de olvidar por un momento
su color y su aroma, la luz que me proyectan sin saberlo, deleitándome, rozando con la devoción.
Porque un regusto
a recuerdo vivo despierta en mi paladar.
Porque ciertas personas no saben aún
qué son sus palabras en mi oído,
lo que fabrican en él, lo que me animan.
Una especie de oros sepultados
resucita en mi dormido ser
cuando las escucho.
De tocayo a tocayo,
de paisano a paisano,
de compañero amigo
en este extraño arte
del hilvanar palabras,
del tricotar renglones,
del zurcir con las notas
que ciertos raros vientos
de cuando en cuando otorgan
curiosas sinfonías
por lo común románticas,
por lo normal nostálgicas,
en general tristonas.
Del caprichoso oficio
-que no conoce ley,
regla o doctrina-
que no atiende a más jefe ni más rey,
sino a esas delincuentes
por lo común salvajes,
por lo normal indómitas,
en general ladronas
denominadas musas,
de tocayo a tocayo, como digo,
de paisano a paisano,
si pudiera, mi amigo,
si tuviera el poder de devolverte
todo aquello que te robó la vida,
tanto olor a canela y almazara,
los almendros en flor del Becerrero,
tantas Cruces de Guía,
tanta Octava, las Ferias,
tanta Romería.
Te lo digo, tocayo mío,
porque cuando me asomo
a tus poemas, a esa nostalgia tuya
que no tiene artificios, natural, transparente,
idéntica a ese agua de los caños de Roya
que no sabe mentir, y es valiente, y sabe de la vida, y lentamente ocupa los pilones de piedra legendarios, y refresca a las cabras y al cabrero, al perro y la paloma, y que luego se pierde por un cauce entre juncos, por un surco entre olivos, como humilde afluente hacia mayores ríos...
la pena y la impotencia me atragantan
el alma, el dolor me atenaza.
Qué desgracia, tanta Estepa lejana, sufrir el día a día en tierra extraña, y además ser feliz, y tirar para adelante con dos... canterones.
¿Y a mí me llamas maestro?
En tu verso la pureza brilla como luna llena en la veleta de Santa María,
como en el blanco del azahar en la Vitoria.
Tienes la esencia, lo que no se aprende.
Tus palabras son verdades. Tu palabras y Estepa son la misma cosa.
Yo no sé si al leerte estoy leyendo o paseando por las calles de nuestro amado pueblo.
De estepeño a estepeño,
y ya por último,
permíteme decirte:
gracias.
Y entregarte estos versos
que con todo cariño te regalo.
LAURA
De qué aceite de monte tu piel se nutre,
de qué flor estival tus ojos aprendieron
a derretir la nieve,
de qué estrella su brillo.
De qué harina tus manos a copos sobre las cosas se posan.
De qué insecto tu maga risa volandera
aletea en mis sienes.
Das tu olor a la rosa temprana y tu color al cielo tras la lluvia.
Eres baño de perseidas en río transparente.
Laura de pan y de miel.
De trino y trigo.
Contigo mayo, el verso limpio.
Caño de fuente serrana, jazmín, ejido.
La noche escancia estrellas
en el brocal de mi pozo
cuando me miras.
Haría de mi piel una pancarta;
de sus manchas un himno.
No habría mejor forma de expresarme,
mayor bandera o canto
ante esa realidad que nos oprime.
Me refiero en mi caso
a débiles conscientes.
Me refiero en mi caso
a cierta inteligencia.
Que la piedra por piedra
es más feliz que el hombre,
la yerba por ser yerba,
las galaxias ignotas y distantes.
Me refiero en mi caso
al ángel que me habita en cada ocaso.
Ya no existen mis padres ni sus huesos.
No existe camposanto en que rezarles.
Existen ligamentos invisibles
que me atan al pasado,
al olor del pescado en la plaza de abastos, tinajas de aceitunas para el año. Mi madre en delantal fregando platos. Mi padre y su mandil y su flor de madera exhalando en sus manos.
No debí de existir.
No me lo preguntaron.
Yo no vivo, me engaño con poemas.
No camino, me arrastro.
No debe de ser sangre lo que surca mis venas, sino extraña sustancia.
Un líquido sin nombre
nacido en las montañas del fracaso.
Una tórtola arrulla en yo no sé qué árbol vecindario. Me entretiene su canto. Le divido el compás en tres por cuatro.
Si me apuran podré reconvertirlo en gregoriano.
Y así voy por las trochas de mi vida,
buscador incansable de algo extraordinario,
de aquello que me eleve hacia los cielos magnos,
al instante sutil de los relámpagos,
bandadas de palomas,
un charco en la mañana tras la noche lluviosa,
una pella de barro entre mis manos,
y moldear figuras a mi antojo
donde nadie me vea,
lejos, muy lejos,
en una cueva huraña,
reservado del viento y las tormentas
de esta sociedad pestilente y macabra.
Cuando todo a mi alrededor se me detiene
mi cabeza es como un circo obligado al silencio dentro de mí mismo; como una planta con avidez de cielo que debe crecer hacia adentro. Si una tórtola escuchara entonces, me comunico con ella a través de extraños signos en otra realidad distinta.
Yo soy el viajero de la sola mochila cargada de preguntas sin respuestas. Yo soy el viajero que halla su descanso justo en los puentes.
Mariposas pasan. Nadan los peces. El sol es un cereal escapado del campo, allá en lo alto. Grillos chillan entre el fragor brillante
de estrellas lejanísimas. Pero puedo dormir tranquilo sobre el infinito tálamo aromático de la dama de noche. Ya no sé si soy humano o molusco sobre el asiento del tren. Blancas ovejas pastando entre un huerto gris solar detrás de la ventanilla. Gentes que no veré más se apean en cada estación. Nunca faltan nuevas gentes ni paradas del tren.
Ya no sé si soy humano o pájaro avizor en su atalaya vigilando el ciclo de los campos.
Nuevos trigos. El mismo trigo. Dentro mío hay un afán de pintor, de músico. Una muchacha a lo lejos caminaba por un sendero. Era en mitad del tiempo, no sé si primavera. Tal vez fuera primavera. Los campos eran verdes. Entre los campos verdes, a lo lejos, caminaba una muchacha,
por un sendero. Quizás entre Arahal y Marchena. En Bellavista, otra vez, pude leer el nombre de una calle con el tren detenido: Pamplona. En el número 55 tuve allí un amigo en tiempos de la milicia. Su padre trabajaba en FASA-Renault. Mi amigo era atleta. Su madre una tarde nos preparó croquetas. Mi amigo tenía un hermano, era rubio, más joven, y con el pelo largo. La calle Pamplona de Bellavista recuerdo que era muy recta, ya no sé si muy larga.
Este espíritu fantasma es el que me habita cuando en el presente estoy en Sevilla. Algo noto que falta. Algo que ya nada puede devolverme. Como fantasma asisto a la facultad. Mi memoria es el almacén de una antigua imprenta cerrada o el de una fábrica de cartones abandonada. Hay volúmenes sin peso y demasiado peso a veces sin volumen. Pero aún me asalta la humedad del vergel recién regado del parque de María Luisa. Noto su notificación hacia mí, mientras en piedra Bécquer, sombreado por el sauce llorón, mantiene vivas sus musas con un canto profundo y silencioso, más allá de este mundo, lejano, muy aparte de los cronómetros en los semáforos. Y el café con leche que me sirve la camarera de trencitas, sin tener que ya pedírselo. Y el trasiego de turistas. Y el tintineo caballar. Y las sirenas de la policía. La ciudad estática en verdad es un río que fluye, no es materia recia, sino líquida. Me quejo sin derecho alguno, pues he visto raíces aéreas de árboles exóticos décadas de años mayores que yo, inamovibles en su acera, firmes ahí, idénticas como en treinta, cuarenta, cien años atrás. La catedral es antiquísima, pero es más antigua su piedra. Y sigue siendo enigma quién la creó, con qué materia hija de la nada.
Materias hijas de la nada que un día fuisteis flores, labios, sauces, música, mañana seréis polvo, viento, sueño, frágiles melodías voladas del instrumento, peregrinas del sendero sin retorno en las brisas del tiempo hacia los pórticos sin gloria de las criptas del olvido.
Aventar: lanzar mieses al aire, en una era, en día ventoso, separando así el grano de lo inservible, de lo que no produce harina en el molino.
Y así a veces nos ocurre que de todo lo escuchado apenas nos queda en el recuerdo un humilde puñado de palabras, que no harán un gran pan, pero que pan serán, aunque pequeño.
Y así yo me sustento con escuetas frases, lanzadas con cariño: "ya no hay edad para prisas", por ejemplo. Y doy órdenes al mulo que haga girar las grandes moles de granito, tamizo, amaso, agua, algo de sal, fermento, dedos húmedos, y enciendo el horno, y poso mi culo sobre el taburete antiguo de madera de olivo, y espero, medito.
Y como luego el pan preciso, mientras el mundo altera, tras la ventana, nubes, nieves, viste de nuevas mudas las ramas del árbol de la sabiduría.
En ocasiones camino por las calles sintiendo que ya no me pertenecen.
Quiero mirarlo todo, y a la vez que nadie me vea.
Si escucho campanas, siempre suenan a muerto. Aun sea la hora del Ángelus.
Y me aferro a mi organismo inteligente,
que no a mi inteligencia.
Me transformo en puente:
por un órgano me cuelan, por otro vuelan las campanas que escucho, la gente que me ve y saluda una imagen de un ser en vísperas de desaparición.
Mi futuro rezuma pasado por cualquier costado.
Está herido, huérfano como el balcón de ahora: desnudo de geranios.
Hace días, eché en falta a Joaquín, a su furgoneta amarilla cargada de Donut's. Hoy le vi, me saludó, le respondí.
Como responden los fantasmas.
Seres que ya no existen.
¿Por qué coño he de ir a Los Mesones?
Antes por bares y por bancos.
Hoy sólo por bancos,
los que me roban la vida.
Los que aún me la dan sin saberlo.
Tienen los adoquines de esa calle
cara de páramo, como los eriales que circundan el Cortijo de Gallo en la plenitud del verano.
Tiene la tierra eterna facultad de recuperar lo suyo, lo que le fue quitado.
Así crecen las higueras en los patios de los cortijos abandonados y en los cementerios la hierba primigenia entre los rosales falsos.
JARDÍN ANTIGUO, de Luis Cernuda. (Las nubes)
"Ir de nuevo al jardín cerrado,
que tras los arcos de la tapia,
entre magnolios, limoneros,
guarda el encanto de las aguas.
Oír de nuevo en el silencio,
vivo de trinos y de hojas,
el susurro tibio del aire
donde las almas viejas flotan.
Ver otra vez el cielo hondo
a lo lejos, la torre esbelta
tal flor de luz sobre las palmas:
las cosas todas siempre bellas.
Sentir otra vez, como entonces,
la espina aguda del deseo,
mientras la juventud pasada
vuelve. Sueño de un dios sin tiempo."
Composición general del poema:
Poema estructurado en cuatro estrofas de cuatro versos eneasílabos cada una. Rima asonante en los pares: a-a en la primera estrofa, o-a en la segunda, e-a en la tercera, y e-o en la cuarta.
Reseña general a modo de introducción:
Jardín y juventud es lo mismo. El poeta retorna a su viejo jardín (plano físico), lo que le devuelve mentalmente a su juventud (plano metafísico). La repetición del retorno en cada estrofa: "Ir de nuevo", "Oír de nuevo", "Ver otra vez", " Sentir otra vez", es una redundancia para remarcar con insistencia la idea principal del poema: volver, repetir, retornar, sentir de nuevo lo que se perdió en el tiempo pero el jardín custodia. Lo estático y lo mutable se entremezclan: no es lo mismo el mismo tiempo en la vida del poeta errante que entre las paredes de ese jardín estable, bucólico pero real. Subyace una comparación aquí: antes se deterioran los hombres que las casas, al menos en aquel tiempo donde las construcciones arquitectónicas eran más duraderas que hoy en día.
Análisis de versos:
"Jardín cerrado", como el alma del poeta encerrada en el cuerpo; "magnolios, limoneros", como pinceladas de un cuadro expresionista, cortas, escuetas, pero muy marcadas en color, en esencia; "guarda el encanto de las aguas", el agua para el poeta contiene eternidad, juventud sin fin, frescura, claridad, renacimiento constante, todo eso guarda el jardín, y lo mantiene vivo, pero el poeta físicamente no puede hacer eso con su vida, por ello le surge la nostalgia, la tristeza.
La segunda estrofa comienza con algo muy profundo: "silencio, vivo de trinos y de hojas". Aquí hay una antítesis o contradicción: si se escucha algo no puede haber silencio, a qué silencio se refiere entonces: a la tranquilidad, a la calma, al sosiego, como escuchar a Chopin alejado del mundanal ruido. Y continúa con una prosopopeya o personificación junto a una sinestesia, "el susurro tibio del aire", el aire no susurra, se escucha, pero el aire no tiene boca para susurrar, que eso solamente pueden hacerlo las personas, es una cualidad humana principalmente, y la tibieza, que significa ni calor ni frío, sino templanza y equilibrio de temperatura, adjetivando a susurro como sujeto en la oración (oración averbal, sin verbo, no hay acción explícita, sino implícita en el contexto) y no al aire, complemento del nombre susurro, remarca la prosopopeya: el aire es un ser (y no un fenómeno atmosférico) que le habla con templanza, con dulzura. ¿Y qué le susurra el aire al poeta? Ese susurro le transfiere la imagen de una especie de barco o cualquier otro medio de transporte, invisible pero sensible, donde aún se mantienen intactas las viejas almas, tanto las diferentes almas cronológicas del poeta en edad temprana como las almas que conoció, bien de personas que ya no existen, o que existen pero son ya viejas.
De la tercera estrofa hago mención del último verso: "las cosas todas siempre bellas", que es una extensión de lo expuesto hasta ahora: en el jardín se guardan las cosas tal y como existieron en el pasado para el poeta, cuando todo era bello, nada estaba corrompido, en una especie de perfección eterna. Las cosas sí, el instante sí, todo era bello, menos la separación del poeta y el jardín: el primero no conoció nada mejor después, y por ello el jardín, lo estático, lo no caduco, le retrotrae a aquellos tiempos felices. De aquí se pueden sacar enlaces con Manrique: "cualquiera tiempo pasado fue mejor", y cosas por el estilo.
Y por último: la última estrofa, el colofón, la revelación de lo que "subterráneamente" se ha venido insinuando en el fondo de todo el recorrido del poema: aquel jardín, en aquel tiempo, provocaba, incitaba, encendía el ánimo, la voluntad, querer vivir, daba pie a desear. Es lo que Gamoneda llama "la desaparición de los componentes de la juventud, de la energía", pero que hoy, tomado ese hoy por aquel día en que Cernuda regresó al jardín, han vuelto.
La apoteosis culmina en el final del último verso: "Sueño de un dios sin tiempo". Verdaderamente aquí me enfrento con algo tan grande que no sé si soy capaz de analizarlo. Qué quiere decir exactamente esto. ¿Hasta los mismos dioses considerados todopoderosos han de soñar en el sentido de que el sueño proporciona lo que en realidad no se puede hacer?, ¿hasta los mismos dioses tienen sus límites frente a determinados imposibles?
Que por qué para mí Cernuda es el más grande: por lo que he intentado explicar aquí con mi análisis de un poema que posiblemente tenga poco de famoso entre su obra. Primeramente el uso de las nueve sílabas, poco común, y que aun siendo de arte mayor son versos de los más pequeños en ese arte; porque dieciséis versos es poco más que un soneto, y en lo corto hay que ser muy artista para comprimir tanto sentido y tanta profundidad sin mutilarlos. Profundidad, ornamentación; sentido y belleza; compresión; afinamiento; arte extremo.
Estructura y expresión en conjunto, orden y espontaneidad, equilibrio, armonía, sonoridad, lo antiguo y lo moderno, hipérbaton barroco, escaso pero presente, suavizado: "las cosas todas siempre bellas", cuando cabría decir "todas las cosas siempre bellas"; el uso de la asonancia y sólo en los versos pares ante la consonancia recargada. Aquí todo es suavidad, licor de lo bello, esencial, bien cribado, sublime. La cima de la escritura artística, emocional y sensitiva, profunda en superficie. Podada de lo sobrante sin llegar a la aridez de lo moderno.
Sé que me quedo corto, que quizás este solo poema necesita mucho más análisis que lo aquí expuesto, que no he reseñado por ejemplo a qué se refiere con lo de "el cielo hondo", que para cualquier mortal lo hondo es hacia abajo por lo común o hacia el frente, pero es difícil dar cualidades de hondura a lo que está arriba, porque ahondar es caer o seguir hacia adelante en una cueva, pero casi nadie entiende que se pueda ahondar hacia arriba, hacia la luz; las connotaciones religiosas subyacentes también en el poema. Y en lo puramente estructural tampoco he dicho nada de varios encabalgamientos, casi siempre suaves y casi nunca abruptos (lo cual incide en la criba entre barroco y moderno dejando sólo lo esencial, lo importante, sin menoscabo de nada).
He aquí el reto principal para cualquier aspirante a antropólogo: hacer ciencia sin hacer ciencia de la vida en su conjunto, y ser capaz de demostrarlo.
Poeta de cartera.
Y no por lo económico,
sino por el tamaño.
En un bolsillo cabe,
en una billetera
-por haberlo doblado en tantas partes-.
Poeta de retrato (pero cosa invisible).
Poeta que no es foto ni es cristal ni es respaldo,
ni tan siquiera el marco,
ni muchísimo menos
ese arquito que gira
a modo de trompita de elefante
-a modo de arbotante en planos góticos- que lo sostiene todo: la foto y el cristal, la trasera y el marco.
Sino ese cartoncito (y a veces papel sólo)
entremedias de todo. Devorado.
Algo así de invisible. Algo así de aislante y de aislado. Prescindible.
Idéntico a De Niro en Taxi Driver.
"Hamburguesa en la niebla.
El caos, la dulzura, poética delicia en los labios
del negro trombonista.
Sangre y metralla. De repente.
Manglares, jungla, hélices.
Salpicándome.
Anegándome,
¿desde qué altas, impolutas ventanas o desde qué campanas?
La maldita afición a los porqués sin un porqué, un para qué.
Carteles macilentos se descuelgan -a modo de luceros-
junto al telón noctámbulo de Brooklyn.
La manzana gigante
es una boa constrictor
desperezándose.
Todo es cristal, todo empaño y de empeño.
De marfil.
De colmillo.
La niebla no emblandece: acristala, endurece.
De cristal son las llagas en los labios del trombonista negro.
Mas no cesan aún, supuran insaciables
igual que incontenibles corrientes africanas.
Pero está Iris (mi dulce Iris. Verdadera.
Como las llagas purulentas. Pero en el otro bando, donde cesan las hélices y callan las campanas, cauterizan los labios del músico africano, se abren sumideros, y la ciudad se limpia y queda como una nube blanca), como una margarita que me espera en los prados de la acera."
TANKA I (esencial)
Oh maravilla
de corazón tan blando.
Toda la vida
soportando porrazos.
Y nunca se endurece.
TANKA II (malformación)
Oh grande maravilla
de corazón tan blando.
Te golpean sin tregua
las corrientes del mundo,
y un puñado de aire
pareces en mi mente.
Habita en ti la esencia
del vegetal lacustre.
Le das envidia al mármol
cuando te vuelves nube.
Hiendo la hoz salvaje
en mi raíz razonante.
Yo también soy lacustre,
vegetal de ribera,
un puñado de aire,
un aspirante a nube.
Sigo nadando en ti.
Vuelo contigo.
GRACIAS A UN AMIGO
Después de cien kilómetros de espera
y largos días,
como glicinia hambrienta por nacer,
ayer, sobre la espalda de mi tronco
floreció, natural, un nuevo impulso.
Gracias al abrazo de un amigo.
Se llenó el foso seco y antiguo
con las aguas del alma
que el recuerdo mantuvo
-aunque calladas
siempre vivas.
Se alzaron las palmeras frente al Alfonso Trece cuatro sueños tal vez, quizás más de seis nubes;
de peineta y mantilla se vistieron las acacias en Doña Marialuisa;
incluso el cascabel del coche de caballos por curva de San Telmo
sonó distinto, más sinfónico, no sé,
más profundo.
Fueron tus brazos firmes apretándome
un par de estrellas
que colmaron de luz
mi firmamento ciego en tú ya sabes qué sombras,
fogata y manta sobre mi corazón helado,
sal mineral, dulce savia
que en verde y blanda fronda
hoy me transforma, que me incita a seguir,
a luchar,
a no ceder.
Siempre hasta la victoria, como dijera el Ché.
Porque ya no es por mí
solamente mi senda,
mi trocha, mi vereda a seguir,
sino por ti también, contigo,
mi entrañable, -va por ti,
amigo mío.
En la risa del niño se manifiestan todas las lenguas del mundo al unísono.
Tiene el canto del tucán la risa de ese niño.
Es la lava del volcán desparramada y libre; es el dantzari y el abeslari a ritmo del txistu y la txalaparta euskaldunes.
Con el color y la rugosidad del clavel ríe un niño; el timbre de la estridulación del grillo tiene, pero dulce.
Un arco iris es la risa en plenitud desde la boca del niño, y toda la hegemonía de la transparencia del río.
No importa el sol para la risa del niño.
Una risa de niño es una nube blanca y gruesa en lo alto, y la musicalidad silenciosa dentro de la oscura gruta isleña.
Yo cuando escucho a un niño reír me mantengo a distancia, que mi existir no demuestre su existencia frente a ella.
Porque por ella el mundo se me da completo, natural, sin artificios.
Como la risa de un niño no hay cosa mayor de feliz. Tal vez amores ciertas veces con intencionalidad manifiesta de parecerse a la risa de un niño.
Me están entrando ganas de un poema.
Así, tal cual, de pronto…
Buscaré por detrás de ese fondo cantor de pájaros cruzando los umbrales de mayo. Tampoco en los trigales quiero hallar el impulso; no en ese estado absurdo entre dos mundos que fácilmente damos por viviente, sino en el pensamiento, en esa no materia, en el costal de harina ya vaciado, barco anclado sin rumbo ni codicia, sin noticia del viento, sin vergel, sin oasis ni isla, aventurero fiel a su naufragio.
Escarbaré cenizas hasta hollar esquelético silencio. Será su cueva gris el idóneo cimiento.
Los pájaros insisten con su canto, y es verde el campo.
Pero niego. Reniego. Oídos sordos. Ciegos los ojos. Y un corazón latiendo simplemente.
Quiero un poema a secas. Quiero un poema a solas, sin historia ni histeria. Versos sueltos, ingrávidos. Sin costumbre ni ley. Carentes de objetivo.
Quiero el germen, la génesis. El afán de algún futuro beso si aún no existen labios. El confluir de átomos antes de la presencia de la mezcla de agua con deseo, es decir, la saliva; de la bruma en el bosque; de un cielo en acuarelas; de letras que flirtean entre ellas por volverse palabra.
Algo así de sencillo y primigenio. Sin moral ni doctrina. Como una golondrina extramuros de la grey.
Sólo empuje vital.
El grito de la luz sobre la sombra.
Era hermoso aquel pan sobre la mesa.
En el aire flotaban
palabras de proyectos, risas, quejas;
y de fondo, un silencio.
Era hermoso aquel pan
que el cuchillo del tiempo
fue rompiendo a pedazos.
El tiempo con su hambre irrefrenable.
De aquel pan han quedado
migajas solamente en el tapete.
Con mi mano de canto
las hago un montoncito,
las presiono y las uno,
les impregno vapor desde mi boca.
Pequeña bola cálida que amaso,
le doy forma de pan.
Prendo un cigarro.
Asciende, lento, el humo.
Por la ventana cuela un sol medroso,
apenas si disipa
el vaho inoportuno en los retratos.
En el patio se desmadró la higuera,
rosales sin destino, regentes madreselvas.
Hay olvido en el río y en los álamos.
Se terminó el incienso.
Y abril clavando en mayo
herraduras de plata.
Ya no quedan vecinas cantaoras de coplas.
Tan sólo alguna tórtola.
¿O acaso ni eso sólo, sino que estoy soñando con arrullos de tórtolas?
Con un pequeño pan entre mis manos,
sentado ante una mesa,
de fondo escucho risas, quejas,
palabras de proyectos;
y en el aire, un silencio.
Y tras la puerta el viento.
Al entrar en Casariche, a la izquierda, había un hombre sentado cuya piel era negra y arrugada, plateadas las barbas, y sus vestidos largos y azules. Tomaba el sol, serio, ensimismado.
Una cooperativa de aceite, a la derecha, tenía sus puertas cerradas; sus paredes eran blancas y puertas y ventanas de color verde. Quizá fuera un oasis.
Enfrente la estación de tren, clausurada.
Hacía bastante sol, aunque también fuerte viento.
El viento es como el tiempo que todo paisaje transmuta, arrastra o cierra: la temporada, el viaje, las dunas del África.
Incluso la esperanza.
Las paredes medianas de su corraleta, aparte en sí por la propia estructura de su esqueleto, impiden al cerdo esclavo conocer los caminos, los ríos. Tan sólo tiene un leve conocimiento del cielo y su variedad de colores y antojos: si azul le calienta y adormila, si gris le aspavienta y empapa. Y del viento: ora suave y le calma, ora fuerte y le aloca. Otra desventaja para él es su gran panza, harta de maíz, despojos y afrecho. Tendencia a estar tendido comúnmente es la suya, haragán entre el lodo de su propia inmundicia. Y a chillar cuando le falta el susodicho alimento, y a destrozarlo todo, aunque esto vaya en contra de su misma supervivencia. Es cierto: los cerdos esclavos rompen hasta el bebedero semiautomático que les aporta agua. Quizás los cerdos esclavos ni son cerdos ni tienen facultad de esclavos, sino que filosofan a escondidas tras las medianas tapias de su corraleta, y ansían transitar los caminos y bañarse en los ríos que vislumbran cuando meditan. Y por eso, tal vez sea por eso, les da por acabar con todo, menos con las tapias de hormigón que les someten y aprisionan, demasiado fuertes para su hocico de ser vivo a fin de cuentas, y como tal caduco, y por lo cual frágil, y si lo intentan: sangran (en este punto un cerdo o una mariposa o un diente de león o un estromatolito o un poeta son justa y esencialmente idénticos). Suicidio, sí, llamémoslo suicidio. ¡Pero es tan hermoso!
Los árboles que orillan el estanque
inclinan su interés hacia las aguas.
Vegetal expresión de amor callado.
Un ballet de diez peces de colores
ensaya su espectáculo sin público
en la hora temprana.
Sólo un espectador ocupa una butaca:
provincia de Almería en azulejos,
Almanzora, Comarca de los Vélez,
Fiñana, Oria, Huécija, Bacares,
y otras toponimias singulares:
Velefique, Tabernas, Carboneras,
Chirivel, Lucainena de las Torres.
Medio siglo en la tierra
y no conozco toda Andalucía.
Tampoco en su existencia
sabrán de mar o lago o río auténticos
esos peces del agua,
y sin embargo danzan... cómo decirlo: deshinibidos.
Y además con dulzura;
cual coro que acompaña con su baile
el amor de los plátanos de sombra
hacia las verdes aguas estancadas.
Escucho un ditirambo en cascabeles,
y la onomatopeya lejanísima de una campana.
Despierto de mi ensueño.
Un coche de caballos comienza su jornada,
y la primera misa de la mañana.
Amanece. Sevilla.
Plaza de España.
En un día cualquiera.
Bueno, no tan cualquiera.
A veces me distraigo en los semáforos
con minúsculas hierbas de la acera.
Vegetal reflexión, fugaz filosofía,
bastión irreductible
de un tiempo cuando aquí todo era campo.
Los naranjos me lanzan
de nuevo su azahar a mis fosas nasales,
y si puedo afinar más el olfato
alcanzaré el incienso;
y si también mi gusto
manzanas de rubí con traje caramelo,
y torrijas de miel, y arroz con leche;
y si también mi oído
el rasgar de alpargatas bajo el cancel vetusto;
y si también mi vista
el niño inflando a gotas su pelota de cera.
Bien está lo que vive en cualquier forma,
pero vive.
Bien está lo que ama como puede,
pero ama.
Bien está la rutina, el día a día.
Bien está la visita entresoñada a provincias lejanas que nunca conociste,
el amor inventado por tu parte en árboles del parque, o el bailar de los peces en su cárcel de agua.
Bien están los recuerdos, escribir. Recordar y escribir es vivir todavía, es ansia, voluntad, coraje en repetir (de qué le vale un lápiz y un papel a los muertos bien muertos).
La dicha está en el sol y está en la lluvia;
la dicha está en el aire,
y en tus cinco sentidos.
La nostalgia y cualquier otra cosa semejante
es simplemente símbolo.
Sentir, sufrir, reír, llorar, el errar o acertar, el ganar o perder, creer o no creer,
el negar, el asentir. Todo es símbolo.
Qué más da dónde se halle la verdad.
La suprema verdad se encuentra en el ahora, con su carga pasada cargada de pesantes presentes y futuros.
Él y solo mantiene con su farsa o axioma
aquello que merece ser vivido.
Calcula de un plumazo el laberinto
del estar y del ser,
ignora lo perdido y lo no conseguido,
estimula al vencido,
rearma al desarmado,
realma al desalmado,
infla con viento renovado
las velas del sopor del desvelado,
y devuelve al carril de la creencia
al más descarrilado descreído.
El sonido de una campana,
suave, monótona,
entre el sonido de la lluvia,
dulce, cadenciosa,
limita el sonido de mi sangre.
Del casco antiguo vengo,
y no había casi nadie.
Es tiempo de cuaresma.
Yo pienso en magdalenas
y canastos de mimbre.
De los antiguos aromas
sólo queda una campana
sonando entre la lluvia.
Ha cesado la campana,
ha escampado la lluvia.
Y mi sangre reposa.
Del casco antiguo vengo.
Un niño solitario ayudaba a un fantasma a portar un canasto repleto de magdalenas invisibles.
Hasta ese callejón sin gracia alguna, estrecho y sin horizontes,
tus pasos lo convierten en espléndido otero.
De luz llenas sus rincones, de mirada amplia.
Porque amplio es el mundo donde quiera que transites,
pedacito de mayo en él caído,
aromita de azahar que llega y abre de par en par las puertas del espíritu.
Delicada es la estela que marcas en la piedra cuando te vas, de mágico cincel, de pincel finísimo. Eres algo así como un ángel efímero.
Mándame foto al menos
de tu andar peregrino por la vida.
Que mira que me cuesta distinguir
la materia en lo etéreo,
la química en lo físico,
el recuerdo a mi modo y mi capricho
entre lo más cruel y fidedigno.
Que mira que me sabe a beso tuyo
aquello que camine hacia la aurora,
aunque quiebre la noche por la lluvia
y no exista motivo en las farolas.
La intención de un poema ruega y llora,
aventa soliloquios nauseabundos
de púrpura sotana,
homilías sin rumbo ni destino.
Dale son a mi orquesta
de estrellas silenciosas entre nubes,
convierte mis relámpagos nocturnos
en otra luz distinta,
en otra arena y calma y dulce playa.
La agreste y montaraz Leire, por más socializada y educada que la tenga, no para de darme disgustos cada vez que la llevo a la sierra. Deberá ser pariente del zorro y la comadreja, del águila y el jabalí; su conducta en tal entorno humilla a mi razón, pues ella es quien conoce y controla siempre tanto mi ingenua ubicación como la suya incógnita. Ella sí sabe de modo constante dónde estoy yo; casi nunca sé yo dónde está ella. Desesperado, cuando se me pierde, cuando harto de silbarle nunca viene, me siento en una piedra a esperar a que aparezca. Y aparece, cuando le place, con fuerte olor a tomillo, a romero y mejorana, salpicado su pelo de púas vegetales, alguna pluma, con baba en las comisuras, su lengua afuera, sonriente, triunfadora, chula y garbosa, y me mira, con esa mirada suya tan muda como sonora, tan de respeto a mi mano, como insultante a mi espíritu, como diciéndome: "hola, ¿qué pasa, amo?, ¿por qué te pones nervioso siendo tú tan humano?" En la humedad de su boca, y en el brillo de sus pupilas, una verdad profunda, natural como indignante, se le asoma...
También soy consumista.
Devoro cuanto encuentro día a día.
Renovada ilusión que me mantiene vivo
en cada acequia clara, cada nube o aurora.
Y me olvido a bocados de ingenua fantasía
la sombra que me sigue pordiosera.
Y me siento volar en el vientre del aire, insomne, ingravido,
mas como enredadera ignorando raíces
que le atan a la piedra.
A veces me contengo, me freno y reflexiono,
y miro con los ojos de mi espalda,
y contemplo los huesos desechados,
la senda solitaria del camino a la escuela,
monasterios, molinos, higueras y chumberas, tapias viejas,
las huellas de mi vida y de mi tierra.
Y entonces surge en mí cierto odio al reloj,
al calendario,
a la flor del almendro y del durazno,
a la esperanza puesta
en la nueva cosecha cereal,
de rosas, mariposas, madreselvas.
Y me aíslo en nostalgias.
Y en el dolor falaz de lo pasado -lo irretornable-
me encuentro con aquello -lo innombrable- capaz de conseguirme lo que busco:
mirar en la distancia
las pieles que pelé,
las cáscaras vacías, y ya medio podridas,
que de modo inconsciente
lancé por mi camino.
SONETO SIN REGLAS, MAS CON AMOR Y ESTRAMBOTE
Me enseñaste a decir mama, papa, pan;
me ayudaste a caminar, a comer, a escribir y a leer.
A reír más que a llorar, a levantarme al tropezar.
A cantar, a jugar, a no embalarme con la bicicleta.
Calurosos los dos, contábamos estrellas
sobre el mismo colchón en la azotea.
Madre, si soy poeta, eres tú la culpable.
Tú, y tus macetas; sólo tú, ellas, y tu misteriosa tristeza.
Jamás sabré ponerle nombre a tu actitud frente al mundo.
Yo nunca alcanzaré en profundidad de qué se trata.
Si he de llamarla primavera constante o alegría, sombra o desdicha.
Madre, yo sé que tu visión del mundo siempre es media por desgracia.
Tal vez por ello así soy yo, medio humano feliz, medio poeta triste.
Madre, ¡me enseñaste tantas cosas!
Pero nunca este silencio que despierta al rendido,
y escucha atento por saber si aún respiras.
Igual que presa o dique,
con su ángulo agudo tan perfecto,
como embalse de ramas que fabrica el castor.
Aguantando la fuerza de las aguas,
el empuje constante al hormigón.
Y por más que lo intento, y por más que soporto,
imposible es que a veces se abren grietas,
y por ellas el agua cuela en versos,
en no sé qué relámpagos de amor,
no sé qué transparencias,
profunda lucidez, alto fulgor.
Y me abro inconsciente en amplitud de lluvia,
de par en par rasgado, y al demonio el aguante, como cielo empapando
a trombas los desiertos,
como padre esperando en el zaguán
-tras demasiado tiempo-
donde ha de aparecer su amada hija.
Recuerdo con dulzura el aroma a colonia
de hombres y mujeres que rodearon mi infancia.
Hombres, eran hombres.
Mujeres, íntegras mujeres.
El olor de los hombres y mujeres de mi infancia
ha llegado hoy a mí.
No sé por qué, ni para qué.
Quizás porque ando falto de verdad, de integridad.
Quizás porque un cometa me atrapó,
me elevó de la tierra.
Me apartó. Me convirtió a la vez
en el propio cometa de mí mismo.
Mas un hilo de cuerda, invisible y sensible, pero fuerte, no me deja escapar.
Y hoy huelo a Mesones, a barbería de Félix,
a naranjos en flor en El Salón, a Villa de Madrid, a calle de los cojos tal mi madre decía (su nombre verdadero es Libertad),
a la Plaza de Abastos, a voces de hortelano
y charcuteros gritando mercancías,
a la doble ración de caramelos por un premio, la taberna del Rubio (antes ancá Lechuga), ancá Copete, con su blusa morada nazarena.
No sé por qué ni para qué, hoy recuerdo con dulzura el aroma a colonia de hombres y mujeres que rodearon mi infancia,
sobre todo en sus manos.
A viruta y serrín las de mi padre.
A cebolla y lejía
las de mi madre.
Hay verdades inmunes a la muerte,
certezas que traspasan las crueles fronteras
de lo que ya no está,
ancladas en el fondo del alma
del que supo aceptar con dignidad
que toda la vida cabe en pétalos de almendro,
a merced del final, cual víctima del viento.
Del invierno finito, del cartero Bigotes,
del cura Don José, de aquella catequesis churretera en la casa del amo de mi abuelo.
Las manos de Pilar, mi catequista,
oliendo a regaliz. ¡Sus ricos caramelos!
abriéndome de paso por umbrales de azúcar
las puertas de otros mundos paralelos,
de amores más precisos
y distintos
a todo su Evangelio y Jesucristo.
En la cara del agua contemplo mis raíces.
El agua temblorosa corre, fluye,
brinca de piedra en piedra, de una orilla a la otra
-lo que fui, lo que soy, lo que seré,
y lo que no seré-
con esa inexperiencia -tan experimentada-,
con la inexactitud con que los sueños disimulan, protegen la verdad.
Mas mi raíz persiste en reflejos solubles,
en los cantos rodados de su profundidad,
en algas arraigadas, en torrentes de tiempo,
en la sala juiciosa subacuática
donde Neptuno rey ahuyenta pretencioso
juventudes, nostalgias, espíritus, fantasmas,
simbólicos presentes, presencias invisibles, esencias naufragadas...
Santas compañas cortejan tras de mi alma.
En corrientes de amor y tempestad,
-maliciosos finales de otro invierno, deliciosas campiñas, la injuriosa actitud de los almendros-
existe -comprobada la rosa y las espinas-
cierta serenidad.
El humo es tiempo condensado,
espiritual materia que se eleva,
que parte de la llama,
última luz abandonada.
Abajo
grueso tronco o bravo combatiente
se resiste, cruje parco,
tal si apretara los dientes.
Aún bella es la vida entre tus grietas,
ya no verdes, sino tal cuevas grises.
En silencio
vuelan pájaros contigo,
cadenas de estaciones,
el aullido del viento, los nidos cual zarcillos,
la vara golpeándote su jambre jornalera.
Viejo tronco de olivo,
ardiente majestad,
útil toda tu vida.
Y aún ante tu muerte,
en la claudicación de tu existir,
mis manos ateridas
extiendo sobre ti.
Y barro las cenizas tras de la noche fría.
Y encuentro algunas ascuas,
tal vestigios de amores del pasado.
Tal un sueño atrapado entre el deseo.
Tal el calor de un beso en la estación final,
última luz abandonada.
Soñé despierto.
Salías de tu casa
con aquel abrigo blanco.
Yo pasaba.
Tal vez por ello ahora
mi boca sabe a caramelo,
y mi mirada, transeúnte en el tiempo
y el espacio,
divaga en cabalgatas de jazmín
y otras flores de nata.
Tú que sabes del misterio de abril
deshielas mis arterias.
Abres mi corazón en pétalo y fragancia
con sólo imaginarte.
El azul de la enfermera tiene cosa de mar
para mis rojos ojos cojos navegantes.
Yo no sé qué me dice ni me importa.
Yo estoy por islas de coral y tortugas centenarias. Tal vez de una palmera caiga
un coco y fecunde en la vecina isla. Tal vez descubra el fuego frotando dos maderas, o quizás cierta música en el trotar del ñu o en el de las gacelas.
El azul de la enfermera está plagado de horizontes que ella desconoce cuando me habla,
mientras yo sólo espero una botella con mensaje
llegando hasta mi playa.
Un motivo del escribir es el del uso de la palabra como forma de perpetuar aquello que sucede a la manera de los fotógrafos: detener y agarrar lo maravilloso conscientemente seguros de que va a dejar de suceder, de existir. Aunque con una gran ventaja respecto a ellos: el escritor puede también "fotografiar" lo invisible y lo intangible. O lo que sí fue posible de ver y de tocar pero que el tiempo y el espacio lo han arrastrado a ese rincón de la memoria donde los hechos se transforman, aunque también por fortuna, inexorablemente en recuerdos.
Creo que no existe el presente en la escritura, como tampoco el futuro. Creo que todo escritor escribe siempre en pasado. No es presente siquiera esto que ahora escribo, pues he necesitado gastar un tiempo en desarrollar mi idea en mi pensamiento para luego plasmarla por escrito, como tampoco serán ya presente estas palabras una vez que las publique y alguien las lea. Así que lo de decir: "este texto está escrito en presente" es pura abstracción, es imposible hacerlo.
Hecha esta aclaración, quiero contar algo de mi presente actual, aunque haga ya días que sucedió. Quiero plasmar con mis palabras una imagen bellísima, uno de tantos tesoros que la vida insiste en ofrecernos, aunque también insista a la vez en darnos otro tipo de cosas que es mejor olvidarlas de inmediato, si se puede.
Pasaba yo el otro día junto a la Plaza de América, ésa que está integrada en el sevillano parque de María Luisa; la de las palomas y sus puestecillos de arvejones que compran los excursionistas.
No había mucha gente en la plaza: varios adultos, y un nutrido grupo de niños divirtiéndose de lo lindo, riendo y gritando alborotados con el típico divertimento que allí se acostumbra de ofrecer los arvejones a las palomas. Ellas, libres pero domesticadas, perdido todo miedo a los humanos, se abalanzan sobre aquel o aquella que en su mano enseña un puñado de alimento, que no por repetido a diario, y a la muestra está, les deja de parecer suculento.
Recordé entonces cuando yo también fui niño allí, la emoción del sostener una paloma en mi mano infantil, picoteando en mi palma, el escalofrío en mi espalda, mis ojos como dos flores regadas de rocío, en la afilada frontera en la que el llanto divaga entre el hacerlo por miedo o por alegría.
Algo, no sé qué fue, me sacó de pronto de mis recuerdos, como también los niños, los del presente del otro día, dejaron de reír y de gritar y de alborotarse. Repito que yo no sé qué pasó exactamente. El caso es que todas las palomas se elevaron a la par en vuelo, y formaron una especie de torbellino, una nube en espiral ascendente, ampliándose en cada giro. Todas al unísono. No hubo más ruido que el de sus aleteos. Incluso la luz espectacular del sol de Sevilla se vio eclipsada, más menuda, por aquel baile de sombras rapidísimas, individualmente mínimas, pero en conjunto poderosas como un ejército que avanza a la victoria pase lo que pase y caiga quien caiga.
Duró un instante. Me impresionó muchísimo y por ello lo escribo. Prolongo su existencia con mis letras, las cuales publico y comparto a modo de espejo que no sólo refleja sino que graba en su cristal los hechos ocurridos frente a la fatalidad del tiempo.
Avenida de La Palmera.
Desubicado, mirando aquí y allá,
un podenco andaluz
por el paso de cebra.
Un podenco andaluz,
alejado del campo y dentro de la selva.
Perdió su rastro no sé tras cuánto tiempo, tras qué conejo, qué perdiz, tras qué vereda.
Un podenco andaluz
por tierras sin lentiscos,
sin jaras ni tomillos,
parece un anarquista en mitin de derechas.
La mujer del vehículo que hay delante de mí,
lo observa. Abre su puerta. Pone pie en la carretera.
Pero cambia el semáforo, y pita el impaciente, y la mujer, a la carrera, quita el pie de la tierra, cierra la puerta, deniega y acelera.
Y todos nos perdemos en la jungla de asfalto y nieblas de gasoil, a tumba abierta, tras nuestros propios rastros, mirando aquí y allá, como desubicados. Como asustados King Konges en nuestras respectivas Nuevas Yorkes. Como podencos andaluces por un paso de cebra.
Cuando yo era chico tenía un vecino en mi calle un tanto especial. Bueno, mucho más que un tanto, para ser sincero. Usaba unas gafas de sol de cristales verdes, que a mí me recordaban a las de Videla, aquel "simpático" general argentino, aunque yo a Videla siempre lo vi en blanco y negro.
Mi vecino no era un asesino, pero estaba algo pallá. Jugaba al ajedrez, aunque con sus propias reglas. Los movimientos de las piezas tenían que ser según dijese él, así te hubieses leído todos los manuales sobre el juego. Y no había quien lo contradijera. Lo que él decía era lo que tenía que ser. Tampoco era mi calle un nido de intelectuales que se dijera. A casi nadie le gustaba el ajedrez, preferían las cartas. De esta manera mi vecino lo tenía mucho más fácil para ganarle a cualquiera.
Mi vecino tenía un rictus "perennemente serio". Nunca lo vi reír, y creo que ni sonreír siquiera. Tenía un Seiscientos color chocolate. Caminaba más erguido que un lápiz por mi calle, que ya tiene su mérito. Porque mi calle era lo más parecido a esas pistas de saltos de esquí que antes salían en televisión cada primero de enero, cuando había más nieve y las navidades eran mucho más navidades.
A mi vecino se le ocurrió un buen día comprar un terreno. Tenía en proyecto construir una nave ganadera. Todo estaba perfectamente planificado en su cabeza, como merece cualquier proyecto. Una de las cosas más en común que existía en mi calle era que los presupuestos de las familias siempre andaban todos muy justitos, lo cual tuvo de primera hora en cuenta mi vecino. Nada de préstamos, se dijo (y muy bien dicho), todo lo haré yo mismo. Yo excavaré a piocha los surcos de la cimentación, yo haré mis propios ladrillos, yo levantaré las paredes, yo buscaré las chapas para el tejado, y cuando esté todo listo, iré de aquí para allá buscando las mejores vacas de selección. Mientras llevo a cabo el primer segmento de mi proyecto mis hijos se irán criando. Llegarán sanos y fuertes y justo a tiempo para empezar a ordeñar, a dar de comer, a repartir de calle en calle la leche de mis vacas con mi Seiscientos marrón.
Qué bonitos son los sueños, qué dulces. Y qué agria y fea la realidad.
La nave la construyó, y tal como lo había previsto. Ole los huevos de mi vecino. Pero se topó con Industria. Que yo esa palabra creo que ya la había escuchado antes, y que más o menos la comprendía. Pero escuchada en boca de mi vecino, con ese rictus, y esas gafas de Videla, me sonaba distinta. Era como si el significado de esa palabra pasara de ser simple a poderoso, qué digo poderoso, pasara a ser dios, o diosa mejor dicho.
Yo ya no me preguntaba qué es industria, o la industria. Sino quién es Industria.
Y como no encontraba respuesta oral, posiblemente porque tampoco me atreví a preguntarlo dada mi timidez, perenne también como el rictus de mi vecino, comencé a imaginar quién era esa Industria de la que mi vecino hablaba.
Así que la vi como una diosa griega. Como una estatua gigante de mármol. Un pelín provocadora. Cabello largo y de rizos. Turgentes senos bajo la túnica. Sensuales labios. Mirada esquiva. Firmes muslos. Esbeltos tobillos. Lindas sandalias. Aristocrática. Omnipotente. Mi diosa Palas Industhria. Un brazo caído, lacio, y en su mano, una caja de herramientas. En la otra mano, erguida, tensa, en lugar de antorcha o lira, un manojo de billetes.
Maldita la hora en que escuché que Palas Industhria no era más que un organismo del Estado. Un lugar de papeleos y donde se dan permisos y hay gente con muy mala cara y bostezos y máquinas de café arrinconadas.
Palas Industhria de pronto pasó a darme asco. Le había negado a mi vecino el permiso de enganche eléctrico. Yo me derrumbé un poco. Pero mi vecino siguió insistiendo. Y tan pesado se puso que al final se lo dieron.
Pero sus hijos crecieron, y le dijeron al padre que nanái de vacas. Y dijo el padre: pues entonces cabras. Y allá que compró unas trescientas. Arrendó algunas fincas, cambió su Seiscientos por un Cientoveintisiete, mucho más coche, dónde va a parar. Pero dos años duró el negocio. Peleas entre hermanos, lo típico.
Una dedicatoria en la primera página
de un ajado libro.
Dos o tres fotos en el teléfono móvil
que yo no sé decir cuántos megas de memoria ocupan.
Cerrado tengo el libro junto a mí, y el teléfono apagado.
Y apenas hace unas horas... usted conmigo, yo con usted, hablando juntos.
Es así, como usted bien decía: el tiempo nos castiga.
Ya ve. Hace unas horas, repito, me firmaba un libro, mi viejo libro, su libro.
Hace unas horas, insisto, me preguntaba mi nombre, le recogía su bastón caído al suelo, y usted buscaba su pluma por los bolsillos, y me contaba de aquel frío que pasó en Córdoba hará treinta y dos años, y de la escritura como una buena amiga, y de cambiar su León por Sevilla.
Hace unas horas, como digo.
Hace unas horas, perdón si desvarío, quise romper todos los relojes del mundo.
De usted he sabido quizás mucho. Más que de Dios, se lo aseguro. Pero jamás supe de su mujer. Tierna mirada de abuela sobre la mascarilla. "En León... hace sol todavía. Y estamos en octubre." Cansada mirada de mujer mayor. Débil voz. Bastón. Torpeza. Lentitud. Pero a su lado aún, Don Antonio. A cientos de kilómetros de vuestra cama y de vuestra mesa. Apurando con usted, compartiendo con usted, todavía ahí, después de ya casi todo, después de ya tanto de tanto, hasta el punto final de los finales de todos sus poemas.
"Si usted escribe, y siente que su vida en algo, aunque sea mínimo, es mejor, no le pidamos ya más a la escritura", tampoco lo olvidaré mientras viva.
Don Antonio. Déjeme decirle una cosa: usted, en aquel banco sentado, era un hombre, y nada más que eso. Usted, no sé cómo lo hizo, me desnudó su disfraz de ídolo. Yo no sé bien cómo sucedió. Hablábamos del tiempo, como con cualquier desconocido. Usted llevaba audífonos, y yo no estaba nervioso. Nuestra conversación era fluida. Normal. Común. Y creo que se hubiese alargado de no haberse empezado a llenar todo de corbatas.
Media hora primera de palabras vacías, vanas, de elegantes cumplidos, pero fríos, distantes. Mientras, usted, a lo suyo, a callar, a aguantar el chaparrón, a esperar su turno. Y a leer luego por fin. A recitar. Que para eso vino. Y a eso fuimos. A ESCUCHAR A USTED. Media hora segunda de palabras profundas. En directo. Ya no eran vídeos. Su voz desde sus pulmones en el mismo aire que compartíamos.
No, hoy no eran vídeos.
Don Antonio, usted es sencillo. Usted es un hombre, simplemente. Pero también es profundo, muy profundo, y aromático y extraño, como los claveles. Tan extraño y enrevesado y tan normal y doméstico como los claveles.
Es posible, es muy posible, creo, que usted y yo no volvamos a estar juntos.
Su firma, sobre mi viejo libro, su libro, la toco y está fría.
Y apenas hace unas horas.
El tiempo nos castiga, como bien dijo.
A veces mi cabeza es un desierto,
una noche de enero donde cantan
los grillos del silencio.
No es un estado anímico,
ni lo puedo entender como acto voluntario.
Es todo lo contrario. La quietud
se aposenta en mis entrañas.
Ni siento ni padezco. No poseo.
La noche pinta en bastos,
y entonces es así como sucede:
de repente echo en falta a los gorriones,
o acaso algún murciélago,
y libro a mis oídos buscando ese sonido
que motive mi sangre y la deshiele.
Y de pronto los trigos allá lejos, y los ríos
naciendo como nuevos, como nuevos fluyendo;
la casa, el pan, el vino, el plato, el beso;
y un ruido de polluelos dentro de mi cerebro.
Confusos garabatos sobre el papel en blanco
simulan universos, un gato, un puercoespín,
las huellas de algún lobo solitario y hambriento, o el viejo mapa párvulo
de islas con tesoros.
No hay lugar a la pena y me sincero:
volver a oler a espliego es todo mi deseo.
Sobre las altas cumbres, donde enloquece el tiempo,
y es tan distinto el cielo,
me guiña un ojo el viento.
Hace días hablé aquí sobre mi descubrimiento de un poeta japonés, Masaoka Shiki. Pura casualidad.
Investigué su biografía, leí alguno de sus haikus, forma poética en la que está considerado entre los cuatro mejores escritores de la historia. En fin, lo típico en mí, mis apasionadas investigaciones cuando encuentro algo que me interesa, y que ya las considero algo así como un vicio.
Pero es que la vida a veces te incita al vicio. Cuando ya tenía un poco olvidado a dicho poeta, al pasar por la puerta de una librería veo un libro de haikus en el escaparate. Su autor: Masaoka Shiki.
Y yo que me había vuelto a jurar que ese día no iba a comprarme ningún libro, bastante que tardé en romper mi propio juramento.
Pero me alegré, porque a veces los descubrimientos vienen como en cadena. Primero descubrí al escritor, luego que era autor de haikus, y de los mejores, luego descubro un libro suyo en un escaparate, y eso me impulsa a entrar en una librería en la que nunca estuve antes. Una maravilla de librería. Allí puedes no sólo comprar libros, sino leer algunos gratis de una estantería, devolviéndolos luego antes de irte, obviamente; no es una biblioteca pública, pero te ofrecen esa posibilidad. Hay sillones apartados donde sentarte a leer, y tomarte un café, porque también venden café, o una copa de vino. El establecimiento es una mezcla entre librería, cafetería y biblioteca. Se llama librería Caótica, está en la calle José Gestoso, al lado de la plaza de la Encarnación, en Sevilla. Además uno de los dueños es un famoso concursante televisivo. Participó en Pasapalabra y en Saber y ganar. Yo sabía de antes de ese concursante, y que regentaba una librería en Sevilla, pero no sabía que era ésa.
En fin, que más contento que un rucho salí luego de allí, ya casi de noche. De hecho la librería ya la estaban empezando a cerrar cuando yo entré.
Y lo que vengo a contar ahora es esa otra literatura incomparable a la que intentan parecerse todos los libros: se llama calle, o campo, o cielo, o gente. Se llama realidad. Y en realidad, ésa es mi literatura preferida.
Al pasar por calle Sierpes todos los negocios estaban ya cerrados. Una mujer sentada en un taburete tocaba en un acordeón música argentina, milongas creo, no tangos. Más adelante, delante de mí, caminaba un muchacho rebuscando aquí y allá en las bolsas de basura colocadas a las puertas de los establecimientos, bolsas que desataba, buscaba dentro, cogía algo o no, y luego volvía a atar educadamente. También lo vi coger alguna colilla apagada del suelo. En la avenida de la Constitución un hombre tocaba blues con su guitarra, y una ristra de muñequitos de papel parecían bailar al son de la música amarrados al altavoz. En la Puerta de Jerez varios muchachos hacían acrobacias en sus bicicletas. Pero lo mejor fue en calle Betis. El río. El Guadalquivir verdinegro. Las luces reflejándose en él. Esa calma. Me senté luego en un banco sobre el puente de San Telmo. Pude ver, por vez primera en mi vida, el dormir de los peces. Estaban prácticamente a flote, parados, parecían muertos, pero no lo estaban, a veces se movían un poco, como hace cualquiera en su cama. Había decenas. Tantos como haikus invadiendo mi cabeza.
Muchas mañanas tengo
en que ya ni desayuno.
Porque mi hambre es de otra cosa.
Ningún panadero o pastelero
puede ofrecerme
el olor único
de aquellos marbellones, gitanillas, jazmines de mi infancia.
Tan sólo algunas veces
volví a encontrarlo
en tus labios,
y me sacié con ellos.
Pero el hambre se repite a diario como el sol o la luna.
El hambre es incesante como el mar
o la perpetua probabilidad
de estar a punto
de que se desencadene otra guerra.
Y tú también te me has vuelto lejana.
Como la paz sin miedos
o aquellas macetas de mi infancia.
Villancico de Juan Del Enzina
(hacia 1496)
Oy comamos y bevamos
y cantemos y holguemos,
que mañana ayunaremos.
Por onra de Sant Antruejo
parémonos oy bien anchos,
embutamos estos panchos,
recalquemos el pellejo:
que costumbre és de concejo
que todos oy nos hartemos,
que mañana ayunaremos.
Onremos a tan buen santo,
porque en hambre nos acorra;
comamos a calca porra,
que mañana ay gran quebranto.
Comamos, bevamos tanto
hasta que nos reventemos,
que mañana ayunaremos.
Beve, Brás, más tú, Beneito,
beva Pedruelo y Lloriente,
beve tú primeramente,
quitarnos has deste preito.
En bever bien me deleito,
daca, daca, beberemos,
que mañana ayunaremos.
Tomemos oy gasajado,
que mañana vien la muerte,
bevamos, comamos huerte,
vámonos cara el ganado.
No perderemos bocado,
que comiendo nos iremos,
y mañana ayunaremos.
A diario voy perdiendo alguna cosa.
Unas porque se me mueren, y otras porque se me marchan. Y a veces no hay lugar
para enterrar tanta lágrima.
Yo quisiera ser cántabro, o de Zamora,
astur o leonés,
de Palencia o navarro.
De allí donde las cosas son de piedra,
y además tan bellas.
De allí donde las cosas tanto duran,
como si fueran eternas.
Mi sur también es bello,
no lo niego.
Pero inconstante y pendiente de la ruleta del tiempo, todo el tiempo.
La vida no vale nada ciertas veces
por las tierras del sur. Os lo juro.
Yo amo mucho a la vida.
Y yo no quiero una vida de feria y de artificio y de rocío que el sol con mínima fuerza evapore.
Yo quisiera ser capitel o canecillo
de una sencilla ermita románica,
perdida entre montes y olor a espliego.
Yo quisiera enfrentarme a la muerte
con grotesca expresión en mi cara
labrada sobre material granítico.
Yo no quiero ser fuego en verbena,
sino piedra con arte en el tiempo.
Tengo una gata que vive en los tejados.
Hace años que mi gata vive en los tejados.
Ya ni recuerdo si alguna vez la vi pisar el suelo.
Mi gata me maúlla desde sus tejados al oírme llegar, y yo le ofrezco agua y alimento subiéndome a una vieja escalera de madera.
Mi gata es huraña, y por mi mano al menos nunca permitió ser acariciada.
Pero mi gata me maúlla si me escucha llegar, y yo le doy su alimento y su agua.
Si algún día no la escucho maullar cuando llego, siento un vacío, o más bien un dolor.
Mi gata es huraña, pero sus maullidos son la única cosa capaz de llenarme ese vacío o quitarme ese dolor.
A veces me paro y me siento
a contemplar nuestras artesanías,
como si me parase y sentase a contemplar un alfarero pringado de húmeda arcilla frente a su torno de pedal, o un herrero en la fragua que el fuelle incesante invoca.
A veces me paro y me siento
a mirar las maravillas que tú y yo en unión creamos con el barro y el hierro de nuestros corazones.
Esta tímida luz apenas perceptible,
pequeña resonancia rutilante
abriéndose camino entre las grietas
de las altas murallas de un amor derruido.
Este eco apocado, silencioso,
vestigio arqueológico de un tiempo
mejor iluminado y más sonoro.
Este herido soldado
surgiendo de repente entre las llamas
no dando por perdida la batalla.
Este lobo amansado, vestido de cordero,
(que aúlla ciertas noches, yo lo escucho,
con hambre de tu piel y de tus besos).
Esta huella en el aire (yo la huelo)
tiene olor a té verde y a jazmín.
Esto que, sencillamente,
ahora titulamos de amistad.
TODA VÍA ES BUENA TODAVÍA (entremés en dos actos)
Acto primero.
Esta tímida luz apenas perceptible,
pequeña resonancia rutilante
abriéndose camino entre las grietas
de las altas murallas de un amor derruido.
Este eco apocado, silencioso,
vestigio arqueológico de un tiempo
mejor iluminado y más sonoro.
Este herido soldado
surgiendo de repente entre las llamas
no dando por perdida la batalla.
Este lobo amansado, vestido de cordero,
(que aúlla ciertas noches, yo lo escucho,
con hambre de tu piel y de tus besos).
Esta huella en el aire (yo la huelo)
tiene olor a té verde y a jazmín.
Esto que, sencillamente,
ahora titulamos de amistad.
Acto segundo.
Quizás hemos caído de repente
en un trato servil y comercial,
en el cordial saludo con membrete fecha y sello de una carta oficial.
Quizás nos hemos vuelto (ya sé que por necesidad)
demasiado burócratas para con nuestro afecto.
Pero estamos en pie, todavía, sobre océanos de sol
cuan buenamente inventamos,
de continuo y unidos aún hacia la orilla
de nuestra codiciada Ítaca.
Y qué lindo y qué Benedetti es saberte ahí, todavía.
Yo componiéndote versos, todavía, y tú, todavía, tejiendo cotas de malla contra mis desdichas.
Atrás truenos, tempestades, pedestales de la euforia. Que mi ola más gigante apenas pase de onda. En esa quietud sonora proclamaré mi mist...