sábado, 12 de mayo de 2018

Entre el mundo y yo siempre habrá una frontera irreductible.
Lo sé cada vez que vuelvo a mí
desde la muchedumbre.
Ser, entre los demás, tiene tintes de teatro, de interpretación, de falsa personalidad.
Me siento electrón farsante orbitando elípticamente alrededor de un núcleo que en realidad no me atrae.
Pero ante la soledad de la caverna a veces opto por esa posibilidad, por entrar por esa puerta que se me ofrece y en esos vuelos elípticos me distraigo viendo orbitar a otros electrones, les escucho hablar. Hablan entre ellos con las palabras de su normalidad, una normalidad fácil que no me cuesta trabajo entender. De hecho me crié y me educaron entre ellos.
Pero llega un momento en que me canso, me aburro, y regreso a mí, a ese lugar que hay dentro de la figura que ven los demás electrones y que ninguno conoce como yo mismo.
Ahí descanso de ser electrón. Me vuelvo polilla, obcecada en otro núcleo o luz que desconozco su nombre pero hacia la cual me siento gloriosamente atraído, como aquel espino amarillo debajo de la piedra que la oscuridad privó del verde pero el aire a través de las fisuras de la roca y la tierra y la lluvia le dieron vida, y mis ojos al levantar la piedra.

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