sábado, 12 de mayo de 2018

Este desconcierto del clima
desconcerta al espíritu. 

Nítido como el recuerdo
de un primer beso,
imperaba el azul del cielo
en las alturas esta mañana,
repoblando con su belleza
de cándido entusiasmo y colorido
los más recónditos antros del alma,
donde,
en días tristes y nublados,
traman sus truculentos trapicheos
el desánimo y sus compinches.

La primera parte de la tarde
siguió en su estela a la mañana:
el sol brillante y el cielo limpio se hicieron hegemónicos en su mandato.
Pensando en los interesantes,
artesanalmente atrayentes,
económicamente simpáticos últimos
encargos
templadas y apacibles
discurrieron las horas;
y mi sangre.

Todo pareció cambiar de pronto
justo cuando un viento (agradable y tibio durante todo el día) comenzó a encabritarse. Lejanos nubarrones (negros corceles, veloces y agresivos como el recuerdo de un desengaño) al son del trueno
conquistaron la sierra en un santiamén.

Y llovió. Martilleaban los goterones
sobre el tejado.
Bandadas de aves
huían hacia el cobijo de nidos y aleros;
fluía el agua por el camino.
Y todo era ruido: el aleteo de los pájaros,
su piar desorientados,
las gotas de lluvia sobre las chapas,
mi perra asustada ladrando...

Curvada maravilla luego
la del arcoiris sobre los olivos
cual emblema o bandera multicolor de paz
sobre la tierra tras la batalla...

El variopinto día toca a su fin.
Leo a Ángel González.
Escucho Chopin.
Por la ventana entra un airecillo
algo frío,
pero agradable.
Todo está bien,
todo está en su justo orden.
Soy feliz.
Escribo.
Estoy vivo.

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