Amores de los que matan no he sufrido en mi vida; a la vista está. Como mucho de los que marcan.
Llevo desde ayer, y sin parar, hurgando con la punta de mi lengua en un pequeño cráter recién descubierto en una de mis muelas.
Como en tantas otras cosas que me pasan: sólo la culpa es mía (ni de dioses ni diablos ni karmas ni mal de ojos ni duendes ni hechizos ni otras gaitas ni más parafernalias).
La semana pasada me acordé, con goloso deleite sensorial, y un tanto erótico, de un tipo de turrón: blanco, duro y con almendras. Fui a por él; lo compré; lo degusté a diario, cada día un trocito, después del almuerzo. Se terminó. A la siguiente semana, es decir ésta, compré otra tableta. Eso fue ayer.
Ese turrón tiene una particularidad: al masticarlo, aunque sea duro, vuelve a su origen, a su primitiva viscosidad, a su pegamentosidad originaria, a su adherencia superglutrescial sobre cualquier superficie del interior bucal.
Pero no importa: mayor es el poder de la saliva aliada con la lengua. Saliva y lengua son toda una cohorte legionaria romana capaz de desprender toda una Galia de infieles trocitos pegamentosos de turrón y otras delicias que no quieren someterse a su deglución definitiva.
Lo malo es que tras toda batalla, aun saliendo de ella victorioso, no siempre queda el mismo paisaje: bosques ardidos, verdes prados encharcados de roja sangre, huecos nefandos de viles proyectiles sobre la faz de la inocente tierra.
Pero yo quisiera llevarme esa contienda, más que al del odio, al terreno del amor: A batallas de amor campo de plumas, porque fue por amor, y no por otra cosa, por lo que emprendí tan fiera y desigual refriega.
De verdad que me encanta ese turrón, es como cosa única para mí, algo que me desvela, que me desvive, que me ciega y cautiva... Pero mis muelas no están para hacer con ellas, precisamente, colchón de plumas, sino más bien jergón de astillas: siguen siendo duras, pero tienen ya su edad, y toda materia caduca, no en lo de seguir siendo materia, que ya lo sabemos, pero sí en su estructura, y más cuando un amor tan temperamental y tan joven y tan entero les acomete con todas sus fuerzas, con todo su ahínco, con toda la dureza de su cuerpo y de su espíritu.
Sigue mi lengua hurgando en la herida, que igual vale la frase para bella metáfora poética como para la más tangible literalidad.
Pienso, medito, recapacito en este episodio amoroso mío con el turrón como un amor de esos que llaman "pasajeros", tan fuerte como volátil, tan grande como instantáneo, tan omnipresente como tan ya se fue, tan ya no está, ni volverá, aunque eso sí: dejándome marcado para siempre, y con lo que cuesta un dentista.