domingo, 16 de noviembre de 2025

 Amores de los que matan no he sufrido en mi vida; a la vista está. Como mucho de los que marcan.

Llevo desde ayer, y sin parar, hurgando con la punta de mi lengua en un pequeño cráter recién descubierto en una de mis muelas. 

Como en tantas otras cosas que me pasan: sólo la culpa es mía (ni de dioses ni diablos ni karmas ni mal de ojos ni duendes ni hechizos ni otras gaitas ni más parafernalias). 

La semana pasada me acordé, con goloso deleite sensorial, y un tanto erótico, de un tipo de turrón: blanco, duro y con almendras. Fui a por él; lo compré; lo degusté a diario, cada día un trocito, después del almuerzo. Se terminó. A la siguiente semana, es decir ésta, compré otra tableta. Eso fue ayer.

Ese turrón tiene una particularidad: al masticarlo, aunque sea duro, vuelve a su origen, a su primitiva viscosidad, a su pegamentosidad originaria, a su adherencia superglutrescial sobre cualquier superficie del interior bucal. 

Pero no importa: mayor es el poder de la saliva aliada con la lengua. Saliva y lengua son toda una cohorte legionaria romana capaz de desprender toda una Galia de infieles trocitos pegamentosos de turrón y otras delicias que no quieren someterse a su deglución definitiva.

Lo malo es que tras toda batalla, aun saliendo de ella victorioso, no siempre queda el mismo paisaje: bosques ardidos, verdes prados encharcados de roja sangre, huecos nefandos de viles proyectiles sobre la faz de la inocente tierra.

Pero yo quisiera llevarme esa contienda, más que al del odio, al terreno del amor: A batallas de amor campo de plumas, porque fue por amor, y no por otra cosa, por lo que emprendí tan fiera y desigual refriega.

De verdad que me encanta ese turrón, es como cosa única para mí, algo que me desvela, que me desvive, que me ciega y cautiva... Pero mis muelas no están para hacer con ellas, precisamente, colchón de plumas, sino más bien jergón de astillas: siguen siendo duras, pero tienen ya su edad, y toda materia caduca, no en lo de seguir siendo materia, que ya lo sabemos, pero sí en su estructura, y más cuando un amor tan temperamental y tan joven y tan entero les acomete con todas sus fuerzas, con todo su ahínco, con toda la dureza de su cuerpo y de su espíritu.

Sigue mi lengua hurgando en la herida, que igual vale la frase para bella metáfora poética como para la más tangible literalidad. 

Pienso, medito, recapacito en este episodio amoroso mío con el turrón como un amor de esos que llaman "pasajeros", tan fuerte como volátil, tan grande como instantáneo, tan omnipresente como tan ya se fue, tan ya no está, ni volverá, aunque eso sí: dejándome marcado para siempre, y con lo que cuesta un dentista.

lunes, 10 de noviembre de 2025

 Mi tía no es tía mía, lo es en todo caso por haber sido la esposa de mi tío, que tampoco era tío mío, sino primo de mi madre. Mi tío siendo muy niño quedó huérfano, mis abuelos maternos lo adoptaron, así que cuando nací el primo de mi madre era como su hermano y por tanto tío mío. Mi tío murió, y su mujer, mi tía, a veces voy a visitarla. Mi tíos tenían una tienda de comestibles en su popia casa hasta que enfrente plantaron un Mercadona. Cada semana, siendo yo pequeño, acompañaba a mi madre a los mandados, íbamos a la plaza de abastos, a las zapaterías, a las tiendas de ropa, y a la tienda de mis tíos. Aquella tienda tenía "menos cuatro metros cuadrados", allí no había espacio, aunque sí muchos productos. Mi tía tenía una virtud extraordinaria: los cálculos numéricos. Tenía un lápiz amarrado a una cuerdecita colgando por dentro del mostrador, y un taco de papeles de estraza, que igual servían para empaquetar los suculentos chorizos, morcillas, quesos, filetes, chuletas, etc. como servían también para ir anotando en uno de ellos a cada clienta el precio de sus consumiciones una vez pesadas en aquel peso de balanzas con platillos plateados y pesas de bronce de diversos tamaños y fabricado en Vitoria. Aquellas retahílas de cifras en columna mi tía las averiguaba rápido: las seccionada en partes mediante líneas horizontales, sumaba cada parte poniendo el resultado a un lado de la columna, cuando terminaba todas las sumas fraccionadas sumaba los resultados obtenidos, pero todo a una velocidad de vértigo. A veces mientras iba haciendo sus cálculos no faltaba proponerle a la clienta algo más, recordarle cualquier artículo, por si se le había olvidado, y solía suceder, entonces la clienta le decía mira pues sí, córtame un poquito de salami, o dame cuchillas de afeitar, o échame también unas peras, con lo cual aquella columna se alargaba aún más antes de resolver su cómputo total. Con el mismo cuchillo que cortaba las pellas de carne para hacerlas filetes, hecho éste que a mí también me dejaba hipnotizado (cómo afilaba mi tía aquel cuchillo más grande que mi cara con la chaira, o el sonido de la pella de carne al soltarla sobre el mostrador, aquel "plaf", y con qué destreza cortaba cada filete al grosor que la clienta quisiera, si más gordos o más finos, pero todos iguales, y siempre pesando un poco más todo el conjunto de lo que la clienta le pidiese), con el mismo cuchillo como iba diciendo le hacía también punta al lápiz, y yo comparaba aquella punta tosca con las puntas de mis lápices de la escuela afiladas con sacapuntas, mucho más bonitas y perfectas las mías, pero también más delicadas, más frágiles, porque a mi tía jamás vi que se le partiera la punta de su lápiz. Cuando mi madre hacía su compra, mi tía siempre me regalaba chucherías, las metía en una bolsita de plástico transparente, yo súper contento, era como un premio, aquellas chucherías nunca estuvieron apuntadas en la columna de mi madre, eran un regalo. Luego calle arriba acompañando a mi madre y ayudándole lo mejor que podía a transportar aquellas bolsas con comida que tanto pesaban me iba comiendo algún que otro caramelo o gominola, pero sin pasarme, porque se me picarían los dientes si abusaba y porque se me quitarían las ganas de almorzar, según me decían. Ayer fui a ver a mi tía. Veía a mi tío también allí, aunque ya no estuviese, y veía la habitación donde estaba la tienda, y recordaba o más bien incluso podía oler todavía los olores a chacinas y frutas y quesos de aquella casa. Todo lo sentía tal como yo lo sentía de niño. Todo allí lo sigo percibiendo igual cada vez que voy. Ir a ver a mi tía es mucho más que ir a ver a mi tía para mí. En su casa hay todavía como un tiempo presente que ya se extinguió pero que dentro de allí aún permanece. Allí hay para mí como un consuelo todavía de fondo, invisible, inodoro, intangible, aunque poderosamente manifiesto.

 "El hombre, solo, frente al mar, por último".


Eso decía Ángel González. Si le tengo que poner un pero es que no solamente está el hombre solo al final de todo, que es muy cierto eso, pero quizás existe otra cosa peor: sentirte solo toda tu vida. Hasta llegar a agradecer haber alcanzado ese mar. Hasta sentir añoranza de ese mar que todavía no has visto. A veces uno no puede más. Y así mucho tiempo achicharra. Los débiles no tenemos cabida en esta vida, sólo somos alimento de los fuertes. Para eso valemos.


Qué dolor me producía y aún me producen las peleas de perros. Cuando uno de los dos perros ve que no puede, que le han ganado, se tiende en la tierra y extiende su cuello. El ganador al ver ese gesto normalmente se basta con eso, no lo remata. No le corta la yugular. Así de cruel es la naturaleza a los ojos de un sensible. Es mejor un dominado que un muerto en la jauría.

 LOS MANIQUÍS TAMBIÉN HACEN PIPÍ 


Oh sí, ése es poeta; escribe muy bonito, escuchas por ahí. 


Luego te buscan, te leen, 

y hay quien te halaga, 

y quien le importas una mierda;

hay quien te sube al Olimpo 

y luego allí te abandona;

hay quien te anima a seguir,

a seguir así,

así de quietecito;

hay quien le molas, 

y hay quien te inmola;

hay quien te da bola 

porque se siente muy sola;

hay quien te hace la ola, 

y hay quien te ahoga en su ola;

hay quien te dice hola, 

hola y adiós. 

Hay quien quiere tu traje, 

y hay quien te corta el traje. 

Hay quien más cosas 

que...

que no vienen a cuento. 


Pero todo pasa y 

sólo te queda al final 

el mismo retorno al principio: 

la misma duda, 

el mismo abismo, 

tu misma cara (y cuerpo) 

de maniquí, 

tu pose quieta, hierática, 

el puto sol dañándote 

la vista 

tras el cristal del escaparate,

una mosca puñetera 

de repente en la nariz,

un calambre en el corvejón,

un alfiler que te pincha...


Aunque bien mirado 

tengo suerte: 

peor están los del almacén, 

los olvidados, 

los caducados,

los inservibles: 

el que le falta un brazo, 

o una pierna, 

o un ojo, 

o el que tiene dislocada 

la nuca y su cabeza le pendulea. 


Yo al menos sigo entero, 

erguido, 

con mi cierto aire 

marcial 

-y un tanto marciano, 

medio verde,

cuasi amarillo,

extraño, 

frío, 

pero en el escaparate, 

firme aún,

tieso,

aunque con unas 

ganas tremendas 

de orinar desde hace tiempo.

 Cuánto nos complicamos la vida.


Si a cualquiera le preguntan qué es la fé para él, posiblemente la mayoría no tenga respuesta. Pensaría que esas son cosas teológicas, filosóficas, cosas muy gordas para su flaca inteligencia.


Sin embargo qué cerca tenemos la respuesta. Lo malo es que no la vemos.


Te dicen que cierta leche Puleva lleva colágeno, y la compras porque te dijeron que el colágeno es bueno para esto o para lo otro, y porque Puleva siempre será mejor que Hacendado (¡dónde va a parar!), y como no es muy habitual tener un laboratorio en casa ni tampoco mucha idea, como en mi caso, de qué es el colágeno, te la tragas enterita, y tan feliz.


Pues ahí está la fé, mira qué cerca.


Si te das una vueltecita por cualquier supermercado y pasas por la zona de lácteos, cómprate antes un diccionario de bioquímica. Yo me lo estoy planteando. Qué nivel, Maribel. Cuánta palabreja. Que si bifidus, que si omega 3, que si rico en fibra, y avanzando, así te hicieran un examen y sacaras sobresaliente, de nada te sirve si no te actualizas casi a diario, porque cuando crees que ya te lo sabes todo te embisten con un kéfir o una vitamina B9 y se te cae el ánimo a los pies, de nuevo eres un paleto ignorante, de nuevo otra vez tu cara blanca y los ojos desencajados ante lo último de lo último en la más alta y más sana de todas las alimentaciones posibles.


Una tía abuela mía trincaba una cabra lactante, le agarraba una teta, y como el que bebe en una fuente: del chorro a la boca. Duró casi cien años, los mismos que mi abuela, su hermana. No me lo contaron: la vi hacerlo en un cortijo. Si las pobres levantaran la cabeza...

sábado, 8 de noviembre de 2025

 Me imagino que no seré el único, que hasta puede que sea normal para cualquiera: soñar despierto. Pero no sueños en el sentido de anhelo, de deseo de algo; sueños más bien extraños, sin sentido (al menos aparentemente), como visiones, como estampas o a veces una secuencia desarrollada en imágenes consecutivas. Si hay una razón para ello, primeramente la desconozco, y segundo no me interesa. Sé que a veces me ocurre, y a veces también es tan bello lo que sueño despierto que de seguido siento un impulso a expresarlo con palabras por escrito. 

En este sueño, que me ocurrió creo que hace dos días pero hasta ahora no he podido ponerme a escribirlo, yo caminaba por una vereda junto a una tapia muy larga. La tapia era más alta que yo, de manera que no podía ver lo que hubiese por detrás de ella. Era una pared encalada, con pilares delgados de hormigón cada cierto tramo. En uno de esos tramos de pared faltaba un ladrillo. Por ese hueco me asomé y vi un campo con árboles, no sé si olivos, porque su tamaño era mayor; tampoco eran encinas, porque las encinas no se plantan en hileras, y esos árboles sí lo estaban. Era de noche, en el cielo había luna llena, muy blanca, pero no muy luminosa, porque había cierta neblina, cierta bruma, y grandes nubes negras alrededor de la luna. Aquella luz lograba muchos matices de colores azul oscuro hasta el negro pasando por diferentes tonos de grises. Ya no hubo más visión ni ocurrió nada. Pero impactaba aquel colorido entre campo y cielo gracias a la luna y a la tímida bruma. Más que impactar, serenaba. Cautivaba al contemplarlo. 

domingo, 2 de noviembre de 2025

 Aquel hombre era cabrero; nunca supe su nombre, sólo su apodo: Botija. Se sentaba al sol sobre la misma acera de su casa, que hacía esquina, tal vez cincuenta metros más arriba y enfrente de la mía, con sus flacas y largas piernas flexionadas, siempre vestido igual, independientemente de la estación del año: chaqueta gris, pantalón gris, botas de tela y goma rojas y negras, una camisa que en tiempos fuera blanca, después algo amarilla, de manga larga, siempre abrochada hasta arriba. También usaba gorra, o mejor dicho gorras, porque esa prenda sí era distinta en verano que en invierno: de tela más ligera cuando el calor, más gruesa cuando el frío, como quien no le da importancia a proteger el cuerpo pero sí mucha a sus ideas. 

Era alto y delgado. Yo siempre lo conocí viejo: Botija era un viejo, uno de los viejos de mi calle. Hizo algún dinero, más por la venta de unos terrenos que por sus cabras. El porqué de que aquellos terrenos fueran suyos se me pierde en el tiempo, y nunca nadie me lo explicó, quizás tampoco yo lo preguntara. Un nieto suyo y yo somos amigos. Pero nos hicimos amigos después de ser vecinos. Arrendó, mi amigo, un bar. Una vez, mi amigo, me regaló un llavero: el logotipo de "su" bar: una figura de metal con forma de botija. 

Haciendo cálculos, más o menos calculados, cuando yo era niño el abuelo Botija tendría quizás 60 años, puede que cincuenta y tantos. Mi madre estaba hasta el pandero de las cabras de Botija. Mi casa tenía un zócalo en la fachada de los llamados "a la tirolesa", cientos de piedrecillas puntiagudas adheridas al cemento, un lujo para las cabras, que cada vez que pasaban calle abajo y calle arriba, y eso era a diario, estaban deseando de llegar a mi puerta para una tras otra en fila india rascarse por aquella maravilla, por aquel gustirrinín, con la consiguiente huella de sudor y suciedad que dejaban a su paso marcadas en el zócalo. Así que la cubeta de pintura y la brocha no faltaban en las manos de mi madre. 

Yo crecí en un barrio alto, pero por lo geográfico, no por lo económico. La espalda de mi casa daba justo a la ladera del cerro, la fachada al pueblo. Por mi calle no pasaban procesiones, ni desfiles, ni cabalgatas; pasaba el camión de la basura; pasaba la Pepa la lechera con su Citroën C15 y su escandaloso claxon; pasaba, en verano, ”el tío los polos", también llamado anteriormente "el rubio los pasteles ", con su carro y su voz pregonera; pasaba el afilador, con su bicicleta y su música, música que según mi madre, cuando era niña, decían que anunciaba el hambre; pasaban las golondrinas, con sus vuelos intrépidos rozando el suelo presagiando lluvia. Y pasaban las caprichosas cabras de Botija; y las mierdecitas de las cabras de Botija, que también eran asunto de mi madre, esa pobre que soltaba la cubeta de pintura y la brocha para coger la escoba y el recogedor. Si algo bueno tenía aquella cansina barrendía era su repercusión fertilizadora en las macetas de mi casa, siempre lustrosas e incluso aromáticas. 

De niño fui muy aficionado a la Semana Santa, y me dolía que por mi calle no pasaran santos, y me quejaba a mi madre, como si la pobre tuviese la culpa, y ella, tan santa, tan condescendiente, me decía: ni falta que nos hace, si no pasan santos pasarán otras cosas, y yo en mi infantil cabreo y nunca mejor dicho le respondía: sí, mira, ahí va San Pedro, y por allí El "Niño perdío", y por allí El Cristo, señalándole con mi dedo índice aquella especie de "Conguitos" solo iguales a ellos en color y forma. 

Botija el viejo, cada vez que yo pasaba por su lado, cuando tomaba el sol en su acera, era normal encontrármelo hablando solo, murmurando frases, sentencias, refranes, cosas así, muy lapidario todo y muy como de ultratumba, porque del más allá me parecía que vendría aquella voz ronca y seca. Le recuerdo como un Cristo en la cruz cuando volvía al atardecer calle arriba junto a sus cabras camino de su casa y de la cabreriza anexa. Su garrote, ese palitroque que por el norte llaman cayado, lo llevaba sobre el cogote, horizontal, con cada una de sus manos agarrando sendos extremos del palo, caminando despacio, al compás de su piara, a veces cantando canciones que nunca me enteraba de su letra. Quién sabe; igual subía susurrando la nunca registrada Octava Palabra.

Este texto quizás debería de haber terminado ahí, en Palabra, pero se me ha venido de pronto una idea, una imagen, que no quiero dejarla pasar. Es normal que un hijo se parezca a su padre, pero no es normal que una nuera se parezca a su suegra. Botija el viejo tenía una nuera que para mí era muy parecida a su esposa. Ambas muy calladas, ambas con cara de muy buena mujer, de muy buena persona. No llegué a tratar a ninguna, ni a la suegra ni a la nuera, en realidad he tratado a muy pocos "botijas". Pero el tiempo, ese devorador de historias, ése que nunca descansa y le importa cien mil millones de "conguitos" todo, no puede borrar ni barrerlo todo. A veces veo en rostros de nietos y ya también en biznietos de aquel Botija las mismas caras de buenas personas de su abuela y de su bisabuela. Me quedo pensativo. Empiezan a faltarme las palabras. Todo texto ha de tener su final y ahora sí, aquí termina éste.

jueves, 30 de octubre de 2025

 Hace tiempo que no voy a la sierra. Estoy recordando cuando después de pasear, de tocar las hierbas aromáticas, luego en la noche y después de la ducha, aún conservaba en mis dedos el olor de la mejorana, del tomillo o del romero. Esa sensación nunca la tuve del todo clara: si era cierto ese olor aún en mis dedos, o más bien una creencia, una ensoñación. 

Mientras leo, mi mente está en la lectura y a la vez en una visión, mantenida en mi memoria después de varias horas de que dicha visión fuese real.

Ocurrió esta tarde, casi atardeciendo, en mi patio. Acababa de llover y al abrir la puerta para darles de comer a las gallinas, la luz que allí había me dejó impresionado. 

Ahora, mientras leo y pienso cada dos por tres en esa luminosidad, siento como una necesidad de plasmarla por escrito. No es fácil pensar dos cosas a la vez, pero puede suceder; no es fácil entender la lectura y al mismo tiempo imaginar con qué palabras, qué adjetivos o comparaciones podría expresar dicha luz.

He pensado en los antiguos cuadros del Renacimiento, en Fra Angélico por ejemplo, en concreto en su cuadro La Anunciación, en sus dorados, conseguidos al parecer con auténtico pan de oro. Así era esa luz de hoy en mi patio. El aire era oro. Oro transparente, yo diría que de una nitidez extrema, pero dorada a la vez, muy dorada.

Si a dicha luz se le añade la blandura del terreno encharcado, los tonos ocres de las hojas de la morera o de la parra comenzando a marchitarse, el olor a tierra húmeda, el brillo y los colores vivos, como recién pintados, de mis gallinas y mis patos, más se potenciaba aquel color de oro del aire, tan intenso y a la vez intangible, pues no era ningún cuerpo lo que lo emitía, sino el aire en sí, incorpóreo pero presente.

miércoles, 29 de octubre de 2025

 Las lentejas platerescas no son de mi agrado, y no me estoy refiriendo a un tipo de estilo artístico. O sí lo son, de mi agrado digo, pero matizando.

Lo de que sean pequeñas no me afecta en absoluto; lo de peludas sí, y mucho. En cuanto a lo de suaves habrá que retorcerse un poco más lo sesos: si ese suave se refiere al sabor estoy en contra: yo quiero unas lentejas que sepan bien y fuerte a lentejas, pero tampoco a tierra; no sé si me explico.

Y en lo referente a lo de blandas por fuera que se diría todas de algodón, que no llevan huesos, pues bueno, puede ser, pero sólo por fuera; por dentro al dente, sin pasarse, como los espaguetis o los macarrones.

domingo, 26 de octubre de 2025

 Mírame, soy provisional. Tú también, y nadie te comprenderá.

Yo no puedo leer esas frases sin la música en la que están inmersas; me es imposible.

El Padrenuestro me lo inculcaron, unos a quienes también se lo inculcaron otros unos. Pero Mi patria en mis zapatos no me la inculcó nadie. Entonces ahí fue cuando se produjo en mí la desunión. O como con la hamburguesa de aquel taxi que leí a los catorce años, envuelta en niebla. Qué bien vi la hamburguesa, cuántas cosas leí sin estar escritas pero por culpa de cómo estaba expresada esa hamburguesa en aquel taxi de Nueva York. Todo mi aprendizaje hasta entonces en la escuela se convirtió de repente en un simulacro de enseñanza; todos los padrenuestros ídem frente a Mi patria en mis zapatos; eso sí que me caló.

Lo de la poesía en mí viene de muy lejos ya. 

La noche está propicia para entrar más adentro en la espesura.

Dónde vas, si a donde tienes que ir es a ti mismo, vuelvo a recordar al maestro Juan Ramón.

Deshacerme en palabras para construirme. Desaparecer para encontrarme. Alcanzar el caos total para lograr el orden máximo. Desandar para avanzar. Apagar toda luz para iluminarme. Cuanto más desnudo más abrigado. Dios inexistente, en Ti sí creo.

Y cuando mis palabras comiencen a asomar cierto grado de superficialidad, cortar el verso sin remisión. No decir nada sin poesía verdadera, como el que sin oxígeno simula respirar.

Esta tarde he vuelto después de varios días a pasear por el cerro de mi pueblo. Me detuve ante un pozo antiguo, que no estaba visible antes de 2004*, cuando fue descubierto. Actualmente el pozo está techado y protegido con una cerca metálica. Tan protegido está que realmente no se puede ni ver bien el pozo, sólo una rejilla que lo tapona, y unos escalones en espiral esculpidos en la piedra, descendentes hacia la misma boca del pozo. Un pozo que al parecer no es pozo, sino aljibe, un depósito para aguas vertidas en él, pero no manantial. Al lado hay un cartel explicativo. El pozo, o algibe, tiene nombre: se llama Pozo Airón. Airón fue un dios autóctono de estos lares antes de la conquista romana, y era el dios de la vida y de la muerte, el dios de las profundidades sin retorno, el dios del mundo y del inframundo. Así más o menos lo explica ese cartel. Se dice ahí también, en el cartel, que el pozo tiene unos cuarenta y cinco metros de profundidad, aunque puede que tenga más. 

A veces uno piensa mucho en el futuro, pero yo siempre tuve mucha curiosidad por el pasado. Ya conté por aquí mi infantil afición a la arqueología, que me costó más de un disgusto, a mí y a mi primo y a su madre mi tía. Mirando hoy aquel pozo no pude contener mi imaginación, que se me disparaba. Pensaba en los tiempos en que aquel pozo era útil, en quiénes lo usarían, en qué lenguaje hablarían, qué ropas tendrían, cómo sería todo ese entorno entonces, qué viviendas habría. ¿Viviría ya por allí un antepasado carnal mío? ¿Un retatararetatarabuelo mío? Qué alegría notarme aún estas magias mías, idénticas a cuando era niño. Son como imperecederas, inalterables. Así de igual pensaba cuando de niño miraba los restos de construcciones antiguas del cerro de mi pueblo, hasta sigo haciéndolo igual que entonces, siempre con un perro conmigo, hoy es perrilla, mi Anne, mi chihuahua. Qué bonito lo veo ahora mismo. Me comparo con esa roca negra a la que los musulmanes circunvalan, la Kaaba creo que se llama. Más allá de esas más profundas magias mías, todo en mí es mutable. Hay un centro en mí que no cambia. Una Kaaba. Alrededor todo gira y es alterable.

Llevo muchos años ya con esto de la escritura, pero muchas veces pienso que no logro evolucionar. Cuando paseo por mi cerro a mí me encantaría reflejar con palabras exactas esa sensación que sólo ahí alcanzo a sentir. Cuando voy andando y miro los antiguos muros, los conventos, la iglesia de Santa María, siento algo que me encantaría que no fuese tan inefable ni yo tan torpe para decirlo. Intelijencia: dame el nombre esacto de las cosas, que mi palabra sea la cosa misma... Decía Juan Ramón Jiménez. Si él que alcanzó tan alto se lo suplicaba a sí mismo, qué puedo esperar de mí. 

Si alguien me preguntara: ¿Podrías definir en una sola palabra ese sentimiento tuyo allí? Y aunque mi "intelijencia" es la que es, y posiblemente no dé con esa palabra "esacta", más o menos vendría a responder que esa palabra es: despreocupación. Y afinando más el término cambiaría el prefijo des- por otro más "esacto": apreocupación, si es que existe esa palabra, y si no existe pues dicha está.

• Releyendo este escrito, corrigiendo algunas faltas antes de publicarlo, pienso en esa fecha: 2004. Hace ahora 21 años. Y me ha dado como cierta pena. No sé qué he estado haciendo durante todo ese tiempo, que es mucho tiempo para la vida de un hombre. Por qué lugares anduve tan alejados de mí mismo. Yo frecuentaba anteriormente muchísimo mi cerro. Casi parezco un turista ahora en mi propio pueblo, sin haber salido de él. Se me viene de pronto a la mente la palabra "telúrico", y su significado me está golpeando con puños de luminosidad en mi interior.

Menos mal que sé y puedo escribir. Me desahogo mucho con esto. Lo necesito, como el comer o el agua, como el aire. 

sábado, 25 de octubre de 2025

 Llega un tiempo donde 
uno comienza a no querer 
mirar dos cosas: 
ni el espejo, 
ni el carnet de identidad. 

Si ve canas, 
si ve arrugas, 
si ve párpados hinchados.

Si ve fechas,
si ve palabras,
nombres, parentescos...

Llega un tiempo donde 
es mejor cerrar los ojos 
para poder seguir caminando.

 MORRIÑA EN VIERNES DE UN ANDALUZ EXTRAÑO 

Dios andubo bebido 
cuando me lanzó a este sur.

Sentado, ante mi ventana,
leo poemas galegos.

Estoy pisando su hierba.
Estoy oliendo su aire,
pero no cierro ventanas:
quiero también este frío 
que me viene muy lejano.

Yo degusté las ofrendas
de la mujer en Santiago.

Mi paladar lo recuerda,
como mis ojos, como mis manos.

Era de piedra musgosa 
la rúa tan solitaria.
(Qué parecida a mi alma;
mi alma también retrato 
de la mirada 
de la mujer de Santiago).

No, no cerraré la ventana.

Anuncian lluvia cercana 
las lavanderas 
con su llegada.

Será el agua más que agua,
será como mi alma,
será como la mirada
de la mujer de Santiago.

martes, 21 de octubre de 2025

 Escribir, y el viento, 
son cosas muy parecidas.
O al menos en algún momento.

Pasa el viento por la puerta 
de un tanatorio repleto 
de coches aparcados,
sobre los techos y sobre los capós
de esos vehículos, sobre los 
parabrisas de esos mismos vehículos,
sobre los fumadores del exterior, 
que suelen ir a lo suyo; 
pasa el viento por la puerta 
de la iglesia de las lágrimas 
y por palomas indiferentes 
sobre los tejados aledaños,
acostumbradas al estruendo 
de las campanas; 
pasa el viento por la puerta 
de cualquier cementerio 
como por las ramas 
del erguido ciprés delantero,
cuando ya se fueron todos, 
y aún está fresco el yeso.

Escribo para ser como ese viento:
pasar como lo hace el viento 
por la puerta de todas las cosas,
a través, por encima, por debajo,
por el lado de todas las cosas.
Alcanzar ese punto.
O al menos en algún momento.

Pero no puedo.

lunes, 13 de octubre de 2025

 Vieja torre de piedra.
Muda.
Pero yo sé que cantas.

Vieja caja de música:

escondes,

secretamente,

idénticas canciones 

que yo también escondo. 


Si miro hacia tu base,

retrocedo a los días 

de la miel y el espliego.


Si miro a tus ventanas,

la misma luna inmensa 

sobrevive.


Si miro hacia tu altura,

las nubes dan la vuelta.


Vieja torre de piedra,

a tus pies todavía canta un niño.

Contigo.

sábado, 11 de octubre de 2025

 Normalmente suelo tener más ganas de escribir que de leer. Lo sé porque me observo: al leer siento impulso hacia la escritura, pero casi nunca cuando escribo me dan ganas de leer.


El otro día, en uno de esos periodos de aburrimiento que me produce la dichosa muerte de Artemio, cansado, aburrido como digo, tonteando con el libro, miro la última página. Ya no era una página de la novela, cuyo fin está varias páginas atrás. Es una hoja que puedes recortar (una línea discontinua y el icono de unas tijeritas sobre ella así lo indican), con una serie de preguntas que debes rellenar tú mismo, preguntas referidas sobre qué libro de la colección a la cual pertenece dicha novela te gustaría adquirir, en caso de que tu distribuidor habitual no te lo pueda suministrar. Vienen ahí además unos datos, unas señas, una dirección, un teléfono.


Mi ejemplar está editado en abril de 1981. Ahora lo pienso y me da cierto escalofrío: dos meses antes, quienes ya tenemos una edad, sabemos qué ocurrió por aquí. 


Tratando de echarle un pulso a la realidad, y como esa última página me proporcionó un algo que no lo he encontrado hasta ahora en toda la novela, me dan ganas de usar unas tijeras, cortar la hoja, rellenar el cuestionario, guardarla en un sobre, escribir en él la dirección indicada, pegarle un sello, ponerla en un buzón, y enviarla a Barcelona.


¿Y si alguien me contestara? Habrá que poner remitente. Lo pondré. Con mis señas. ¿Qué señas pongo? ¿Las actuales, o las de 1981 (aquí un argentino diría: mil nueve ochenta y uno)? 


¿Por qué no soñar? ¿Por qué ceñirse a lo que todos sabemos? ¿Qué sentido tendría vivir entonces? ¿Por qué no hacer el disparate de recortar la hoja, rellenar los datos, enviarla en un sobre? ¿Tiene algún precio esa espera de después, esa ilusión, esa magia de saber si alguien te responderá, un día y otro mirando si el cartero te dejó una carta extraña en tu zaguán?


¿Dónde están los límites de la realidad? ¿Tú los pones? ¿O te los imponen?


Sigo jugando. Rompo fronteras. Me salgo de la linde cruel. Sí. Un día llego a mi casa y veo una carta en el zaguán. La recojo. Viene de Barcelona. La abro. La leo. Está escrita a mano. Su caligrafía es excelente. En cursiva, clara, azul. Perfectamente educado su mensaje. Pero, resumiendo, con una negativa: los libros que deseo ya no me los pueden suministrar; no existen, es decir, que no los tienen. Algo que en el fondo no me entristeció. Yo ya estaba allí, en aquel otro lado. Como lo estoy ahora. No me puso triste porque al final de la carta había un agradecimiento desde su parte hacia la mía por mi confianza, y una firma, y sobre la firma un nombre:... Aquí que cada cual ponga el nombre que desee. Yo tengo el mío, pero no lo diré. Te toca.


Te toca y te suplico que sigas jugando tú también, porque en el otro lado cada vez somos menos, y está llegando el frío, y yo pienso en mis gallinas, que no sé por qué no duermen en los barrotes que les tengo preparados, como suelen hacer las gallinas, sino en el suelo, en un rincón del gallinero, apretujadas las unas contra las otras además de los patos, todos en unión, calentitos, en un lugar como entremedias de realidad y ficción, entre la imposición y el amor, entre la aceptación de mi conducta paternalista y sus deseos de libertad.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

 Tengo una gata que tiene ya sus años, más de una década. Es arisca y vive en los tejados de mi taller. Es nieta de una gata que me regalaron. Murió su abuela, murió luego su madre, y murieron después sus hermanos. Desde aquí, desde donde escribo, la estoy viendo: sobre el tejado, echada, no sé si está dormida o simplemente pensando. Jamás se dejó acariciar. Le doy de comer y de beber como si fuera una presidiaria, pero porque ella lo quiere así: desde lejos, con distancia. Fabriqué una escalera de madera sólo para eso, para subir a darle su comida y su agua. Sólo baja a los patios cuando yo o ningún perro esté. Su mayor parte del tiempo se la pasa ahí, en los tejados, aislada, solitaria. Así prácticamente desde que nació. Si cuando subo las escaleras para alimentarla, nos miramos, me enseña los dientes, gruñe amenazante. La maldigo entonces, la insulto. Por eso le puse de nombre "Estúpida". Pero si las veces que llego al taller, y no la veo, o no escucho sus maullidos para que le dé de comer (porque para eso sí que me busca), me preocupo. Me pongo en lo peor: ya me la han matado. Una vez, hace años, al pie del moral vi que se movía algo. Era otoño y el árbol se iba desprendiendo de sus hojas. Eran sus hojas lo que se movía en el suelo. Pero debajo de ellas era un gatito el que hacía moverlas. Estaba como recién nacido. Un biznieto de aquella gata mía. Un hijo de Estúpida. Lo devolví al tejado. No volví a verlo. Si mi gata fuera mujer hubiese valido para filósofa o para monja eremita. Su única compañía es su soledad, y no quiere otra, y aún más desde que la naturaleza le caducó la libido. Muchas veces, como hoy por ejemplo, al verla así, tan ensimismada, se me disparan los interrogantes y los misterios: ¿es feliz mi gata? ¿en qué cosas pensará, tantas horas, tantos años ya así, siempre así? En términos gatunos mi gata es ya una anciana. Tal vez por eso cada vez la sorprendo menos en tierra. Normal que le cueste ya trepar por el tronco del moral para aislarse en su mundo solitario. Creo que ya ni caza gorriones, porque raro es el día que no me pide comida o agua, aunque siga igual de arisca. En fin, es su vida y su condición natural ser así. La respeto. Pero ni por ser vieja se ablanda. El día que deje de escucharla definitivamente, espero no conocer entonces cómo es el tacto de su pelo al cogerla para enterrarla, porque lo que es en vida todavía está por estrenar el capítulo de caricias. Una pena, aunque a ella le importe una mierda. Ya me tienen que gustar los animales para querer, y no poco, a uno así. Me gustaría hacerle una foto cercana para mostrárosla, pero temo que se me avalance a darme una gafañá. Es hasta bonita, vivo ejemplo de la metáfora "ojos de gata", porque preciosos los tiene, mi Estúpida de mi alma.

domingo, 31 de agosto de 2025

 No todas las distancias son hijas del espacio,
ni todos los cronómetros alumnos del reloj.

En mis labios persisten centenas de kilómetros 
de cielos y embeleso, de vuelos de este hoy que es ayer y es mañana,
con su gusto a tibieza, dulzura y cercanía.

Lo amargo es olvidar, lo frío y lo lejano, 
lo acabado. Imposibles nociones,
vocablos torpes 
desde el punto de vista del tacto de mis labios y su férrea memoria.

Nada muere en verdad en el otoño, ni cierto si algo nace en primavera.

En mis labios se tercia a cada instante 
el enorme milagro del ser y del estar 
entre lo eterno 
si reparo en pensar aquellos besos.

Aquellos besos tuyos.

jueves, 21 de agosto de 2025

 Terminó la cosecha. Dentro de la endeble caja de láminas de madera, vacía ya de verduras,
duermen, abrazadas, mis dos gatitas.

El patio es ahora lugar para lo desértico: donde estuvo lo verde, ahora está lo ocre; donde prendió su candela una flor de calabacín, ahora cruje su seco sarmiento; donde habitó lo tangible, ahora prolifera la ilusión del nuevo proyecto, futuras siembras, así como el recuerdo de lo finalizado. Pero también lo es mi patio ahora sitio para el recreo de mis gallinas, que por fin, libres de toda riña, alcanzaron su añorado botín de escarbar en la tierra prohibida.

Mientras escribo, a veces, levanto mi mirada, y enfrente: mi moral, engrandeciéndose en oro, lentamente, con el amanecer. Brilla, moral mío, brilla y sé verde y sé de oro, antes de que el otoño, que está al acecho, te desnude y convierta en vago simulacro de lo que ahora eres, en este mismo instante, frente a mis ojos, ese algo que no sé definir: ¿glauco globo aerostático anclado en tierra? ¿Siempre a punto de partir?, ¿o acabado otra vez de tu regreso? ¿Con qué sueños sueñas tú, viejo y enorme y mudo amigo mío? Dímelo despacito, como cuando te meces tan lento ciertas tardes de calma; dímelo en mi oído falto de ese tipo de secretos, que bien te entenderé.

Húrtole minutos a mi día, a mi vida, para escribir pareceres propios: impresiones cautivas que libero sólo con observarlas, con sentirlas mías, porque qué sería yo entonces sin estos momentos donde el mundo me parece hasta bonito, dulce y apacible, magnético y enamorante, como el soplar de unas velas, sean de tela o de cera, la relectura de un manido libro de versos sabidos ya de memoria, o ese primer bocado a la porción de tarta de mi mismo cumpleaños.

domingo, 10 de agosto de 2025

 Habito entre las ruinas de lo que nunca fui. Respiro los retales de un aire imaginado. Pero incesante, en mi centro, este batir de alas: las alas del ensueño. 

Tengo más a lo etéreo por materia, que a lo palpable: dichosas mis costumbres de besar a las nubes, de abrazar a la niebla, de escribir poesías sobre la piel del viento. 

Tiene la piedra un algo de mi espíritu; como lo tiene el río, con su alargado abrazo; como lo tiene el sauce, con su lánguida pena. Es un algo tendente hacia lo mudo, como un gritar callado, un abrirse hacia dentro, la multiplicidad de lo individuo: me crezco en soledad, me ablando con lo duro. 

Mientras tanto, seguiré como siempre: sin comprender el mundo, sin entrar en el mundo. Ese mundo contable, tan de números.

Que yo para contar prefiero los otoños, cada hoja caduca que piso sin querer en mi camino.

jueves, 31 de julio de 2025

 Un cénit de verano 
sobre la vertical señal de tráfico.
Entre la escueta sombra,
o férvida sartén, y en la cuneta,
resuella un pajarillo.

domingo, 6 de julio de 2025

 Cuando la vida se inclinaba 
lentamente hacia el sueño; 
cuando las plantas y animales 
comenzaban a vivir su diario intervalo 
de leve inexistencia, 
apareces de pronto 
desde un fondo de sombras 
con tu ropa de polen, 
con tu vestido ingrávido. 
Cariátide de azúcar, 
sobre tus tibias riberas 
soportabas el pasado; 
allí, donde tu pelo; 
allí, donde mis besos una vez 
conocieron las leyes de los vientos.

domingo, 29 de junio de 2025

 Yo sé que estás ahí,
como el murciélago en su cueva,
como el molusco está en su concha.
Y sé que aún me acechas,
esperando paciente mi descuido.

Yo vivo mientras tanto ajeno a tu presencia.
Me entretengo en el viento, 
en las ondas que traza 
en las blandas arterias de mi higuera; 
en la tinta y el verso; 
en el vino verdejo, 
o en la hilera de hormigas laboriosas.

Ya sé que es una tregua lo que a veces me tomo por victoria.
Y sé que estás herida en tu orgullo de fiera dominante.

Cuántas veces pudiste aniquilarme, 
cuántas veces me tuve por vencido, 
no tanto por tu fuerza, 
sino por tu constante empeño 
en transformar en humo 
cualquiera de mis sueños 
si osara tomar forma: 
mi anhelo de estudiante, 
un oficio discreto de maestro de escuela 
en un pequeño pueblo, 
por darte algún ejemplo. 

En cambio me cambiaste por muñeco pelele en un mundo de fieras, 
allí donde lo ingrato 
tomaban por escudo en su bandera.

Aunque tú me persigues desde siempre. 
Me recuerdo de niño, 
llorando en la almohada sin saber el motivo. Me recuerdo solitario y uraño, 
tal el que sin saberlo, futuro inexorable dictaba en sus presagios.

Y así fue. Así vivo, 
amarrado de lleno y desde entonces 
a tu ingrata labor 
de expulsarme la gracia y para siempre 
de un vivir festejando día tras día 
el enorme milagro de estar vivo.

Mas nunca te elegí, sino que fui elegido. 
Y aún hoy no te elijo, sino que sin remedio, amarrado de lleno como digo 
a tu hiriente colmillo de sierpe traicionera, 
en momentos cruciales y fugaces, 
ignoro tu presencia como si no existieras, 
tal si nunca te hubiese conocido.

sábado, 14 de junio de 2025

 El sol apaga el día mientras pienso en tus párpados.
Tus párpados fanales encendiendo mi noche.
No hay medida de espacio ni de tiempo 
en los hondos lugares del recuerdo.
Aquí estás, aquí estamos,
en esta soledad de almíbar y canción,
en el tacto perpetuo de tu voz en el aire.

viernes, 23 de mayo de 2025

Ya pardean las hierbas de mi patio. Sólo ya de verdes vivos: mi puñado de árboles, con mi naranjo irreductible, con mi higuera dulce, con mi hirsuto azofaifo, la buganvilla, y mis rosales, y mi hierbabuena. Toda mi pequeña huerta.


Sobre las cañas, donde los pimientos y las berenjenas, se ha posado un jilguero, fugaz, como grano de nieve en la mano de un niño.

Cuánto rojo y amarillo ardientes, de pronto, en la mañana gris.


Pero mayo, como el jilguero, es ya un suspiro. Los fríos se encomiendan a sus dioses, y ofrecen sus postreros coletazos.


La vida: un tiovivo. Incesantes, los ciclos de la tierra van y vienen, giran y giran. Misterioso carrusel con nuestras vueltas contadas.

martes, 13 de mayo de 2025

 Con mi mano, limpio a diario las cáscaras de cal que van depositándose en mis repisas.

Blanca y menuda materia del tiempo y su dinámica.

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La exquisitez tiene matices, gamas de acepciones, de aceptaciones. 

Vino en rama al trasluz, con sus bien visibles partículas flotando: me encandilan, igual que pecesillos en acuática y nutriente cárcel de cristal. Peces que incrementan el sabor, que lo potencian. Y son culmen, para mí, de lo exquisito.

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Yo regaré mis sangres nuevamente, de lo que fue mi padre ensangrentado, y en recia copa recio vino en rama, voy a brindar por él y sus cojones. Yo aplaudiré en el viento su coraje, su duro padecer sin premio alguno. Tatuará la muerte en mi esqueleto la imagen de una flor que no dio aroma, porque no tuvo aire donde abrirse.

lunes, 23 de diciembre de 2024

 Me dicen mis cercanos 
que gasto mucho frío últimamente. 
Será porque es invierno
o que ya pocas cosas me calientan. 
Será que estoy llegando a cierta altura. 
Será que mi tamiz, al cabo de la vida,
tan espeso, 
no se deja colar por cualquier cosa. 
Será porque la cosa ya no existe.
Será que los caminos...
Será porque mi espíritu andariego...
Será porque al final ya no hay camino. 
Pero aún me caliento suficiente 
en un momento, 
y prosigo mis vuelos, mi aventura,
ya no sé si certeros, 
si ya son puro sueño en mi reencuentro 
con cosas como ésta, por nítida y tan pura:
"A un poeta muerto", de Luis Cernuda.

jueves, 5 de diciembre de 2024

 Yo también soy como el agua, que nunca muere. 

De hielo o nube o lágrima, o caldo dentro de una granada, pero siempre soy.

Y soy también el árbol, y soy el pez.

Y la montaña, y la arcilla. 

Yo soy de musgo y de nácar, y hasta el mismo viento soy.

Alguna vez no sentiré, pero seré.

Llueve; lo percibo. 

Lloveré yo, algún mañana, sin sentirlo. Pero lluvia seré. 

O seré hoja, caliza, alga, magma, pluma. Tinta o papel. Incluso el mismo silencio podré ser. Pero seré.

¿Están cayendo, en gotas, justo ahora, quienes no conocí, y los que sí conocí?

Salgo a ser mojado. 

Llueve un algo que me calma.
Lluévenme abrazos, aguinaldos, besos de arrope; noto una restitución, una compensación. 

Materia soy. 
Materia somos.

Yo mojaré también los cuerpos de quienes no conoceré, y de quienes sí conocí. 
Seré en ellos lo que hoy es esta lluvia en mí, la tierra que pisen, ese cuerpo que aman, el verso que escriban y el aire que respiren.

viernes, 8 de noviembre de 2024

 Volveremos a comer la carne asada en la candela, como hicimos en tantas otras veces similares, por estas fechas. Y miraré tus ojos, tus coloretes, tus mofletes hinchados masticando, tu feliz sonrisa. Reiremos con los perros, nos limpiaremos luego las migajas de los dientes con astillas de madera. Y así será de simple y de rotundo ser feliz nueva y plenamente. Y creeré, una vez más, por un instante, que no existe ese futuro que a veces toca en mi hombro y, de sutil manera, me invita a ese alejarme fatalmente de la vida. Qué triste resulta en ocasiones lo de ser padre, cuando en uno no está el poder detener las agujas del reloj. Pienso, de repente, en las máscaras representativas del teatro en la antigua Grecia; también pienso, a la vez, en el dios latino Jano: felicidad y tristeza, el futuro y el pasado. Todo junto, jamás separado. Pienso, justo ahora, en ambas dicotomías; las entiendo, las estoy entendiendo como estoy sintiendo también en idéntica y clara perfección este girar de la Tierra. Lleno de tanto amor hacia mi hija, aprecio el ritmo al alejarse de cualquier galaxia, el avance de la arruga, la hinchazón y el latir de la simiente que en abril será amapola.

 Qué mentira lo de:
no vuelvas al lugar donde has sido feliz.

Un día, una hora, un instante oportuno 
basta para negarlo.

Volví a la mano aquella donde cantaban pájaros, y he vuelto a oír sus cantos; a besar las mejillas donde nunca la nieve halló refugio, y estaban cálidas; a mirar y ser mirado por los ojos que una vez me mostraron el sendero en que nacen los soles, y de líquida luz 
se vistieron nuevamente todas las cosas del mundo. A la voz de aquel te amo, amplia como el tiempo, sin vértices ni desgastes, y en nueva eternidad gravitan mis ocasos.

miércoles, 23 de octubre de 2024

 Una seta en la cocina, 

más allá de su forma, 

de su color o su aroma, 

emite un gemido mudo.


Tú, que ni anduviste la tierra,

ni volaste entre los vientos,

ni nadaste en río alguno;

tú, que no conoces 

la suerte de tu progenie;

tú, tan sin boca ni oídos, 

tan sin ojos ni manos, 

tan sin olfato ni espíritu, 


y aun así,

tan tú, 


tan en ti, 

tan monte aún, 


que no tienes corazón pues tu latir es el mundo, 


dime por qué brillan tus esporas

atrapada en cadáveres de mimbre.


Dime por qué escucho tu gemido.


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A este poema mío, recién parido, aunque no sé si terminado, creo que le viene bien un par de explicaciones.

La primera es llevármelo a un verso de Gamoneda: "La belleza no es un lugar donde van a parar los cobardes", que creo que tiene mucho que ver con mi poema.

La segunda es que este poema surgió de una visión de varias escenas de una película que nada tiene su argumento que ver con lo expresado por mí. En dicha película un grupo de personas recolectaba setas en el bosque. Luego, uno de los protagonistas, llevó su canasto de setas a su cocina. Yo sé que era una película. Yo sé hasta qué punto era falso todo aquello. Pero la realidad a veces tiene la facultad de seguir siendo verdad en la mentira. Quiero decir que yo no tenía en mí o ante mí la presencia real de esas setas, pero las percibía igualmente reales, tanto primero en el monte, como luego en la cocina. Y de manera quizá instintiva comenzó a fraguarse mi poema.

Ahora no sé si con mis explicaciones he matado mi poema. Nunca se sabe cuándo es correcta la intención, desafortunadamente. Aunque ya puestos, qué más da. Sigamos.

La belleza no siempre es sinónimo tal cual de lo bonito, ni lo agradable lo es también de la felicidad. A veces ambos conceptos sobrepasan sus comunes significados. Yo creo que estoy tratando un asunto más allá. Que puede haber, y la hay, belleza en la tristeza, y que existe determinado placer en los estertores de la muerte, y no tiene por qué tener connotaciones de venganza o conquista de ansiada paz definitiva, sino que, a modo de canto de cisne, más bien se trata de una proclamación del amor a la vida ante la muerte en los momentos finales de la existencia.

 Tu pelo es la cortina 
que me ampara del mundo.

Tu pelo es la cortina 
que embellece lo arisco.

Mi voluntad es dócil 
envuelto en tus cabellos.

Arcilla soy 
dentro de su negra luz.

 Con qué lentitud se crearon las montañas y los valles; con cuánta paciencia el bosque.

Un terremoto, un incendio, fulmina en un instante milenios de creación.

Así sucumbe el amor también. No hay pasado a considerar. Nada importa para el temblor y el fuego.

Nada eres. Nada has sido. Tus piedras y argamasa, tus ramas y su sombra, hoy volátiles pavesas.

Sólo el dolor aguanta en su estructura. La pena inaguantable. El arrepentimiento firme que ni el perdón suprime.

martes, 15 de octubre de 2024

 Creo que emito la voz de quien, ya inexistente, por mí, se sigue haciendo oír.

Soy, quizá, lo que no conozco, lo dilatado en el tiempo; un algo más allá de este vivir y este morir.

Por mí cantan pájaros pretéritos, se recompone la selva, y un fuego extinto aún arde en mis manos. Estoy, creo creer, más allá del humo, del hidrógeno, del carbono y el oxígeno. 

Quizá, cuando yo ya era, yo aún no era palabra.

Quizá, detrás de mi materia, soy un algo incombustible. Quizá soy, también, lo no viviente nunca. 

Pero canto. 

Aunque no sepa por qué. 
Ni para qué.

Mi canto, bien mirado, es mayor que el mayor de los desiertos.

Porque mi canto ya no es materia.

Mi canto es un deber y no lo es. En campos de eternidades, no existen nimiedades.

Tal vez canto para mi ser de mañana, cuando ya el ser no sea mi ser. Y soy puente. 

Puente soy, tal vez, que prolonga el ser y estar de muchos, por mí, por muchos, entre dos indefiniciones.

Quizá soy sólo eso.

Y nada más.

Y todo así de simple.

lunes, 23 de septiembre de 2024

 Hoy te he notado idéntica, mujer muchacha.
Los años en tu alma son abono.
Hay gente que se entrega a su abandono, 
en cambio tú floreces con el tiempo.
Hoy te he visto tan tú, tan de al principio,
que diría que he vuelto a enamorarme,
lo cual es imposible, si no dejé de estarlo.
Ya sé que hoy son hilachas lo que ayer eran sábanas; piedras o guijarros, polvo del camino o de la playa lo que fueron montañas.
Pero aquí sigo, mirándote de lejos, en mi barca, sin remar, entregado al completo a las corrientes hacia el único y falaz de los destinos, pero como quien mira o recuerda en la noche un planeta brillante que en tiempos habitara, y la razón forzárame al exilio, exilio de tu nuca y de tu pelo, ajeno ya de lleno al calor y al asombro de tus pequeñas manos, laboriosas, como hileras de hormigas.
Hoy te noté la misma, mujer muchacha.
Diría que también me siento el mismo. Pero decir es un verbo cargado de una amarga traición, según sea conjugado. No es lo mismo te digo a te diría, porque es fácil y humano confundir lo real con el deseo. 
Cuando el amor asienta sus raíces, no existe labrador cirujano que lo extirpe: ni el tiempo con sus fieros venenos cuyo nombre común es el olvido; ni el éxito o fracaso en cualquiera de ambos bandos; ni la inmutable realidad que prohibiera y prohíbe un futuro conjunto, asociado, como el viento en la rosa, como el mar en la costa, como nube que llora y de su pena acuosa se enverdece y florece la tierra en la alegre primavera. 
Cuando el amor asienta sus raíces, no hay tratado de paz ni guerra declarada capaz de eliminarlo, pues ni los propios amantes, principales y únicos artífices, podrán frenar su ímpetu, su capricho. 
El amor es otra cosa a lo que pretendemos hacer fácil al nombrarlo con palabras. El amor es un ente en sí mismo. El gobernante absoluto. El indomable. Si te digo te quiero o escucho tu te quiero, no somos nosotros, sino él, quien nos lo dicta, quien nos lo exige, quien nos hace decirlo. 
Marionetas. Eso somos. Proyección encarnada. Juguetes inocentes, inertes o vivientes colgados de sus hilos.
Hoy te sentí la misma, mujer muchacha.
Hoy escribo y escribo.
Hoy la luna me guiña con pícara mirada.
Diría que hasta el mar es lo que escucho. Sí, el viejo mar. El viejo mar que ha vuelto. Una implosión de los sentidos, de estares y de seres, de segundos o siglos, un giro al renacer de las montañas y los fuegos extinguidos, un presente de peso y absoluto que me abraza y protege de mi tanto penar por el mañana.

 Amores de los que matan no he sufrido en mi vida; a la vista está. Como mucho de los que marcan. Llevo desde ayer, y sin parar, hurgando co...